"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 31 de enero de 2011

Un día cualquiera

Sabes, hay mañanas en que recuerdo tu risa. No sabría decir de dónde la trae mi imaginación, si es de un pasado que nunca existió en realidad, o si apenas se acercó a ayer mañana para cogerla de la cintura y traerla a mi mente. Pero se aparece de pronto, llena de dientes y rodeada de labios. A veces trae colgada una mañana de abril, y casi es un pecado que no florezcan los almendros en tu lengua. Otras veces apenas es visible porque una bufanda, con un par de metros de más de la lana precisa y excesivos aros de colores, la rodea, aunque el frío no consigue que tus dientes dejen de formarla. Otras veces simplemente se acurruca a mi lado, me mira, la miro, y una sonrisa mía, que puede que también haya tenido que rescatar de alguna mañana de un mes innombrable, baja por mi cuello, por mi vientre, pasa a tu vientre y sube por tu pecho hasta tu boca y se acurruca junto a ella. No sé, quizás se conviertan en beso.

            A mediodía, incluso aunque el hambre grite desde el abismo de un estómago irritado, suelo recordar tu nombre, tu edad, las medidas de tu cuerpo, el año en que todavía no nos conocíamos, año perdido, y una mesa puesta para dos, o para tres, porque el tiempo juega a multiplicar como un caprichoso niño. Entonces tu nombre no son letras, como el hecho de nombrarlo no es el habla, tu nombre se transforma en  cuanto arrastra a su paso, y el nombrarlo en intención. Y tu edad ya no es tu edad, sino la mía, y las medidas de tu cuerpo el esfuerzo cotidiano porque mis manos las abarquen, y el año en que todavía no nos conocíamos un año en que un extraño que llevaba mi nombre, mis pantalones, y mis miserias, supo encontrar el camino hasta encontrarme.

            Luego la noche, impúdica señora empeñada en adueñarse de mi ropa, de tu ropa, de mis gafas y las tuyas, y nos arroja sin cuidado a un mar de sábanas donde tuvimos que aprender a nadar cuerpo a cuerpo. Y hay noches de mar calma, donde mi mano tienta buscando a su lazarillo hasta que encuentra tu mano. Y hay noches donde el mar es el mismo mar que bañó las costas que el primer hombre y la primera mujer pisaron, un mar virgen, todavía por explorar con el miedo de quien nunca navegó a mar abierto. Y hay días de mar embravecido, donde ese primer hombre y esa primera mujer comprendieron que nunca saldrían de esas aguas a no ser que consiguieran ser uno. Y cada noche, como si siempre fuese la primera noche, tememos que el mar nos convierta en náufragos, y despertemos solos, en una playa donde un solo grano de arena ya es playa, y donde la arena se pierde en nuestra mirada.

            Finalmente la suma diaria, una sonrisa, un cuerpo, un mar, un infinito mar, donde nuestros cuerpos ahogan cada día el llanto, el deseo, la risa, la felicidad y la más honda de las tristezas, pero un mar que siempre nos devuelve a la playa en un amanecer cuyo primer rayo de sol siempre da de lleno en tu sonrisa.


...y ahora escucha esto.

domingo, 30 de enero de 2011

Calidoscopio

Mucha de la gente que conozco ve como algo natural el recordar fechas e imágenes perfectamente ordenadas. Primero Felipe tal, luego Carlos tal, el uno en el año mil no sé cuántos y el otro en otro año perfectamente definido. Yo no, yo poseo la increíble capacidad de ordenar mis recuerdos de forma calidoscópica. Dependiendo del lugar, del momento, de mi estado de ánimo, y sin ninguna animosidad, los recuerdos aparecen ordenados de distinta manera en mi mente. Para alguien que estudió la carrera de magisterio en la especialidad de humanas esto debería de ser un sacrilegio, o cuando menos un motivo de vergüenza social. Sin embargo yo me siento feliz, muy feliz. ¿Cuánta gente es capaz de haber jugado un partido de fútbol, allá por los catorce años, teniendo como extremo derecho a Troski?, o ¿cuantos habrán recordado ese primer beso a los trece, a los quince, a los veinte, o ayer mismo?
Hoy en día la ciencia avanza mucho, ayer mismo escuché una noticia en la televisión de un científico americano que había sido capaz de demostrar qué partes del cerebro se activan cuando queremos borrar un recuerdo de nuestra cabeza, y temblé. Me dio por pensar que puede que un día la ciencia también sea capaz de entrar en nuestra cabeza con sus delicadas manos de guadaña y hurgar en ella como una oficinista activa y altamente competente. Puede que ese día, con una técnica de un extraño nombre que seré incapaz de retener, sean capaces de ordenar perfectamente nuestros recuerdos como en un fichero operativo. Por letra, por número, por sabores y por olores. Puede que ese día a una persona le baste con decir “por la a” y acudan a su recuerdo “ayuda, amor, amistad, alegría, … ataque, América, acabó”, incongruente ¿no? O puede que baste con decir “el siete”, y a la memoria vuelen el número de cuenta secreto, las cabritillas del cuento, las siete puertas de la muerte, o las siete veces en que Pedro negó, pese a que la historia nos dijese que fueron tres. Y entonces nunca más vendrá a mi mente la muchacha morena que conocí a los quince años, porque estaré recordando nueve, o cuánto tendré que forzar mi recuerdo para que Kafka aparezca, todos sabemos lo extraña que es la “k” en nuestro idioma. O mi abuelo, que ahora parece por todos lados, cuando menos lo espero, tendrá que verse relegado a los recuerdos que tengan que ver con la “a” o con “la muerte”.
Sé que se me podrá tildar de reaccionario, o simplemente de un palurdo incapaz de comprender los beneficios de los adelantos científicos, pero me negaré siempre. Recogeré firmas, muchas, la de Napoleón, la del Ave Fénix, la firma de cada una de las carreras que hice desde los tres hasta los doce años, la firma de las muchachas que tuvieron a bien darme sus labios y de las que soñé que me los daban, la firma de todos y cada uno de los anónimos que escribieron para mí y la huella de los cientos de analfabetos que pueblan mis recuerdos. Puede que no sean muchas, pero quizás las suficientes para que, llegado el momento, pueda presentarlas junto a mi negativa. No, no creo que nadie tenga derecho a robarme mi calidoscopio, no al menos después de lo que me costó que el zar de Rusia perdiera toda su dignidad y fuese capaz de jugar a la comba, o después de conseguir que Eric, el rojo, se cortase el pelo para participar en aquella función de teatro, no.


...y ahora escucha esto.

sábado, 29 de enero de 2011

La espera

Pasó la soledad camino abajo, por entre la chopera, arrastrando sus pies sin ganas, y me saludó moviendo la mano. Yo le devolví el saludo y le grité con la esperanza de que me oyese “hasta luego”, ella movió apenas la cabeza en señal de asentimiento y se perdió por el recodo del camino.

Dejo que mi vista se pierda en la lejanía, siguiendo el vuelo de las golondrinas que se oculta a ras de suelo entre las hondonadas. Puede que mañana llueva, puede que incluso comience a llover esta tarde. Me revuelvo inquieto en la silla ¿y si la lluvia hace que la soledad no se acerque esta noche a mi casa?, no, seguro que vendrá, tiene que venir.

Atina a pasar el desasosiego por el mismo camino que antes recorrió la soledad, lo llamo a gritos y se acerca hasta mi lado. Me mira, se sienta en el suelo. Una golondrina pasa casi rozando sus cabellos, no dice nada, no dirá nada, permanecerá sentado, a mi lado, esperando, como yo.

La náusea ha dado un rodeo, no la vi llegar. Está apoyada contra la pared, a mi izquierda. Mira al desasosiego, me mira a mí, y luego se deja caer suavemente hasta quedar sentada en el suelo, rodea sus piernas con sus brazos y deja que su cabeza se apoye en ellos perdiendo la mirada a lo lejos, sin decir nada, nada hay que decir. Ya sólo falta él, siempre tarde, siempre llega tarde.

Miro con insistencia el camino, por si viene por él, miro las laderas de los montes más cercanos y las de los más lejanos, miro el valle que se pierde entre chopos, hasta que finalmente oigo un rozar de piernas, justo sobre mi cabeza. Alzo la vista y ahí está, el hastío, sentado al borde del tejado, con las piernas colgando y moviéndolas acompasadamente. Me mira, sonríe, sabe que sólo faltaba él, que como siempre es el último. Nos quedamos los cuatro en silencio, como cada noche desde un lugar en el tiempo al que ya no llega el recuerdo, y esperamos, infatigables, esperamos.

Finalmente me levanto, desempolvo mis ropas, el desasosiego, la náusea, el hastío; la soledad no ha venido, ya no vendrá, y entro en casa, solo, como siempre.


...y ahora escucha esto.

viernes, 28 de enero de 2011

Realidad

Es curioso como nos aferramos una y otra vez al cementerio de la memoria. Como a fuerza de sacar a pasear cotidianamente a los muertos que pueblan dicho cementerio acabamos pareciendo sepultureros obsesionados por no dejar dormir su muerte al pasado. Ayer, ayer es un muerto reciente, uno de ésos que todavía huelen a la colonia con que lo enterramos, mucho más presentable que “hace diez años” o “hace ya treinta años”, pero un muerto a fin de cuentas. A menudo nos sentamos ante alguno de ellos, alguno de los que nunca debieron suceder, y nos quedamos mirándolo, como si bastara eso para que desapareciese, para que nunca hubiese sucedido; pero es cualidad de lo muerto no cambiar, salvo para la putrefacción y la dulce y tranquila desaparición.
Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Y apenas si recuerdo más cosas. Fue un ayer cotidiano, extremadamente cotidiano, de ésos que se repiten una y otra vez en los calendarios, de ésos que no son día de fiesta, ni víspera de suceso importante. Simplemente un día, veinticuatro horas en tiempo, y un amanecer, un dejarse ir el sol por el cielo, y un atardecer lánguido. Anteayer no fue mejor, ni en toda la semana pasada. No sé cuánto tiempo atrás tendría que remontarme para encontrar un día que fuese especialmente distinto como para merecer ser traído a mi memoria. Y no es que no me sucedan cosas, no, simplemente es que ya me han sucedido, y supongo que eso las ha hecho vestirse de una suave y aletargadora sensación de indiferencia. En los últimos diez años me he casado, he tenido dos hijos, he acabado la carrera y he encontrado un trabajo de ésos que se dicen bien pagados y con expectativas de destino, y curiosamente a mi vida le ha pasado todo lo contrario, se divorcio de mí, mató uno o dos de los sueños que todavía estaban pendientes y se ha convertido en algo con pocas expectativas de destino y con un precio más que risible, suponiendo que hubiese alguien capaz de pagar un precio por lo que es ahora mi vida.
Hace diez años, ayer hacía diez años, estaba en casa, mi madre giraba a mi alrededor mientras ajustaba la camisa, comprobaba que mi pantalón estaba bien planchado, decía algo sobre que no se nos olvidara donde estaba la corbata, y mil sonidos más que no consigo recordar con claridad. Yo miraba por la ventana de la habitación, el sol hacía relucir las hojas de los chopos mientras una brisa suave las hacía bailar cambiando constantemente de color y de brillo. Estoy seguro de que pensé que era un día hermoso para casarse, que aquel debía de ser un buen presagio. A eso le siguió un sinfín de felicitaciones, una corta ceremonia en el ayuntamiento, una comida multitudinaria en la que ya tuve la sensación de que quien sobraba era yo, una interminable velada con un puñado de amigos de los cuales no conocía bien a la mayoría, y una noche en un hotel con poco más de media hora de sexo que desde luego no pasará a los anales de la historia del porno. Luego ella se durmió, se durmió placidamente como si aquel hubiese sido el mejor día de su vida, y yo….yo me quedé sentado en una butaca que había a los pies de la cama, mirando por la ventana mientras me fumaba un cigarro. La miré durante largo rato, desnuda, durmiendo, y me di cuenta de que no la quería, de que nunca la había querido. Y me sorprendí de que aquello no me importase mucho, de que no fuese un descubrimiento que de repente hacía que mi vida se fuese por los suelos. Simplemente no la quería. Y por primera vez desde hacía días,  conseguí dormir más de cinco horas de un tirón. Por la mañana,  ella se sorprendió de verme durmiendo en aquella butaca, pero la situación simplemente dio lugar a unas risas más que sinceras y a algún comentario de mi miedo a volver a la cama por si ella me pedía más. Aquella misma mañana, en el desayuno, entre risas, mientras miraba como sus ojos estaban todavía brillantes a causa del alcohol de la noche anterior, del sexo, y de la emoción, me di cuenta de que tendría que decírselo. No ese mismo día, ni dentro de un mes, puede que ni antes de que pasasen cinco o diez años, pero que un día tendría que decírselo.
Supongo que esperé que algo facilitase la situación. No sé, puede que una mala racha, que una infidelidad por parte de alguno de los dos, o simplemente que se instalara el tedio en nuestras vidas y no hubiese más remedio que tomar una decisión. Pero a veces la vida, y ella, porque ella acabó haciéndome dudar de si era un ángel, se empeñan en hacer que las cosas no sucedan como uno espera. Cada día, durante los años siguientes, cada día, hasta ayer, durante los diez años, fue una copia más que feliz del anterior. Supongo que queda bonito, sobre todo en sociedad y en según qué grupos, aquello de que las mujeres nos gustan por su interior, que la belleza está dentro, y ojalá hubiese sido verdad, ojalá hubiese sido una mujer hermosa de alma pero fea de cuerpo y cara, porque al menos me hubiese bastado eso para dar el paso; pero ella era preciosa, su cara era realmente el espejo de su alma. Ayer, al levantarme para ir a trabajar, todavía me sorprendí al mirarla, dormida todavía, y volver a sentir toda su belleza en mí. No, no encontré en los diez años que vivimos juntos un solo motivo para poderla abandonar. Amaba la lectura, tenía una conversación interesante, era una mujer delicada y hermosa que se transformaba, en cuanto yo hubiese soñado, al acostarse a mi lado en la cama. Confesaré que incluso le propuse cosas que yo jamás habría hecho con la esperanza de que su negativa crease algún conflicto, pero lejos de eso no puso ningún obstáculo a nada e incluso me hizo todavía más feliz. Y aun así nunca fui capaz de amarla, nunca, ni un solo segundo de nuestra vida en común.


Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Me levanté pensando todavía en algo que soy incapaz de recordar. Me dirigí al semáforo que da paso a la travesía que lleva hasta mi casa. No podría asegurar si el semáforo estaba en verde o en rojo, lo único que recuerdo es un rostro sobre mí gritando que llamasen a una ambulancia. Luego un silencio dulce, pese a que todavía veía moverse su boca en su desencajado rostro, pero el silencio lo envolvía todo. Después al silencio se unió la oscuridad. Perdí la vida. Pero como ya he dicho su precio era mínimo, incluso estaba dispuesto a regalarla si alguien me lo hubiese pedido. No creo que haya ido a peor, no,  si por fin soy capaz de olvidar cualquiera de los “ayeres” de los últimos años.

jueves, 27 de enero de 2011

…y llegó la vida. (Posibilidades)

… y llegó la vida, tarde, como siempre. Y quiso recoger cuanto quedaba, y no quedaba nada. Ni sombra bajo el álamo, ni polvo en el camino, ni huella de pisada, ni pie, ni pierna, nada. De poco le sirvió llegar vestida con sus mejores galas, ni lucir la sonrisa, su sonrisa, eterna y eternamente vana.
Se sentó junto al álamo, dejando que su espalda llenase de vida la madera, apoyó la cabeza entre sus manos y perdió la mirada, dejándola alejarse sobre el camino yermo. Sintió bajo su pie un tacto frío, y vio brillar la hoja del cuchillo. Lo tomó entre sus manos y tembló. La hoja reflejaba su sonrisa, que ahora parecía la mortaja de aquella madrugada, entre un rastro de sangre y alaridos. La apretó entre sus manos y sintió el odio, un odio calmo y lento. Vio el rostro afilado del hombre que llegó camino abajo. Se puso su chaqueta, sintió sus pantalones en sus piernas, acompasó su paso en la llegada. E hizo el mismo arco con su brazo, uno que se alejaba de su mano.

Miró la hoja de nuevo y hubo brillo. Se vio sentada y sola en el camino, de espaldas. Sintió la incertidumbre entre su pelo, como si fuese un viento dulce en aquella madrugada de hielo. Su cuerpo notó el paso de los años, notó la espera larga. No distinguió sonido que despertará su alerta, ni sombra que llegase desde lejos a hablarle del destino. Tal vez sintió la duda, el momento indeciso que precede al abandono; pero sus pies no se movieron, ni se movieron sus manos, ni sus ojos dejaron de mirar perdidos en un horizonte que no terminaba de amanecer nunca. No, siguió sentada.
Levanta la vista. Ha amanecido. El álamo donde apoyará su espalda no hace más de unos minutos ha muerto. En el camino, a unos pasos de donde ella se encuentra, el cuerpo de un hombre, viejo, yace sin vida. Limpia el rojo carmín de sus labios y el cielo se oscurece. Guarda el cuchillo en su bolsillo, todavía cubierto de sangre, y se aleja camino abajo, sin dar la espalda, puede que el caminante todavía esté por allí.

miércoles, 26 de enero de 2011

Posibilidades

Un día un hombre está sentado en mitad de un camino, no preguntéis dónde. Sabe que ese día pasaran por allí tres caminantes. No sabe a qué hora, ni el lugar del que proceden, sólo sabe que serán tres.
Uno será el anciano. El anciano no ha hecho otra cosa en su vida que recorrer caminos, acumula todos y cada uno de los recuerdos de aquel hombre. Se parece mucho a él, demasiado. Tiene su misma manera de andar, de mirar lo que pasa ante él no sin cierta indiferencia. Sus manos y sus ojos ya tocaron mucho, y se aprecia el cansancio en sus manos y los callos que el tiempo sembró en sus ojos. El anciano pasará a su lado, apenas rozará su cuerpo, él no lo sentirá llegar. No sabe si cuando esto suceda se quedará sentado junto a él o seguirá su camino y lo verá alejarse con su espalda encorvada.
Otro de los caminantes será una mujer, tiene los labios más rojos y apetitosos que ser alguno allá podido adivinar. De todos modos su imaginación la ha hecho todavía más deseable. Cuando llegue a su lado no pronunciará palabra, no es la misión de esos labios. Se situará detrás de él, de rodillas, rodeará con sus brazos su cuello, y sus labios comenzarán a acariciar suavemente su cabeza, sus orejas. Hasta que finalmente lo rodeará, le susurrará que no abra los ojos, que siga soñando, y los labios de ella, suspendidos en el aire como si no formasen parte de cuerpo alguno, buscarán los de él. No importará si en ese momento ya es noche cerrada, o si comenzó a llover, o si a lo lejos se oye el aullido de algún lobo reclamando su derecho a una presa, en ese momento el sentirá el deseo acumulado durante cientos de siglos por todos y cada uno de los hombres, y aquellos labios lo saciarán.
El tercer caminante es un hombre. Las sombras no dejan distinguir bien las facciones de su cara pero son duras. El contacto de su mirada tiene la cualidad del acero, primero hace que un temblor incomprensible se adueñe de quien lo mira, luego ese temblor se convierte en frío, en un frío insoportable que va recubriendo todo el cuerpo como si nos derramasen un bote de pintura sobre la cabeza. Avanza el frío lentamente, colándose primero por los poros, por los músculos, hasta llegar a los huesos y convertir al más valiente de los hombres en una débil e indefensa caricatura nada parecida a quién creía ser. Sus músculos, sus huesos, sus movimientos, no son exageradamente poderosos, están ajustados al milímetro a su cometido, y este no es otro que el del puñal describiendo un arco certero hasta hundirse en la espalda del dueño de la puñalada. Por lo demás, puede que si uno se lo cruzase en cualquier calle de alguna poblada ciudad, no le llamase en absoluto la atención. Viste de manera discreta, se mueve con la normalidad lógica de quien quiere perderse en la rutina del movimiento, y parece al caminar que tiene una meta concreta, sin vacilaciones que puedan llevar a la sospecha.
El hombre está sentado en mitad del camino y sabe que pasarán por allí esos caminantes, pero ignora el orden. Aun así no tiene dudas sobre lo que debe de hacer. Ni una sola vez pasa por su cabeza la posibilidad de abandonar su sitio, de esconderse a la orilla, entre los árboles, por si el primer caminante trae en su mano un acero y un futuro de sombras. Si eso hiciera, quién podría asegurarle que no descuidará la vigilancia, que no se apoderará de él el sueño, y en ese momento, con los ojos entornados, vea como entre nieblas pasar por el camino un rastro rojo y no sea capaz de salir a su encuentro. No, el hombre permanece, permanecerá sentado, de espaldas a la llegada de los caminantes, el tiempo que sea necesario.
Anochecía, llegó el primer caminante.

martes, 25 de enero de 2011

Canción de cuna para un miedo

Y a veces la vida tiene estas cosas, nos olvida en cualquier recodo del camino, sentada en la vereda de un río, viendo fluir amaneceres y atardeceres que parecen no ser nuestros. La corriente arrastra gente, gritos, flores; a menudo cruzan barcas en las que podríamos subir pero algo nos lo impide. Otras veces el río se oscurece, parece que la corriente sólo arrastrara sombras, muertos que creemos reconocer y nos saludan desde lejos. Y tú sigues sentada, creyéndote olvidada de todo y de todos. Con la cabeza escondida entre las manos y esa extraña sensación de haber perdido sin haber jugado. Y entras en un suave sueño cálido.

Después, como parte del sueño o de la realidad, te parece oír una débil canción que viene de la otra orilla. Es una tonada que se repite una y otra vez, como un eco triste que adormece las copas de los árboles.

Tengo tiempo para un miedo,
Miedo boca y miedo pecho,
Tiempo que perder en lunas,
O en recorrer dos caderas.
Miedo madre que me lleva,
Que me acerca hasta la orilla
Donde duerme la mañana.
Tengo ansias para un miedo
Que me lleva de la mano,
Y me habla de este río,
De otra orilla, de otros miedos.

En la otra orilla, a lo lejos, distingues una sombra que canta sin cesar la tonada, sentado, reflejando su dolor en el agua. Te levantas, te acercas al río y dejas que tu mano toque el agua. En la otra orilla alguien levanta la cabeza y te mira. Su mano se acerca al agua y la toca. él siente tu dolor, le hace estremecerse, y tú sientes su miedo, te recorre como algo conocido. Y mientras os quedáis mirando con miedo, a los ojos, la corriente arrastra la duda de una orilla a otra.


Y ahora escucha esto...

lunes, 24 de enero de 2011

La ventana.

Siente una ráfaga de aire. Se levanta, va hacia la ventana y mira. Está cerrada, siempre está cerrada. Dentro se está tan bien. Desde que su memoria alcanza ha estado siempre dentro. Mira por la ventana. Es uno de esos últimos días de la primavera, de su primavera. Fuera sopla un aire dulce que mece los árboles con una cadencia parecida a música. El sol comienza a dar brillo a cada rincón hasta donde alcanza su vista; pero dentro se está tan bien. Si al menos pudiese adivinar el futuro, si algún duende bueno le hablase, aunque fuese en sueños, ella se fiaría de sus palabras, y le contase que hay más allá de la ventana. Le dijese como es el roce de esa brisa en la piel, o si el sol jugará con los rayos más tibios en su pelo sin quemarla. O le contase si al agua que escucha correr en algún río cercano saciará su sed pero nunca llegara al ahogo. Por un momento duda si abrir la ventana, incluso su mano hace el gesto de ir en busca del picaporte. Pero dentro se está tan bien.  Vuelve a su sillón, sube las piernas encima y las atrapa con sus brazos apretándolas contra su pecho. Y deja que el tiempo siga corriendo entre programas de televisión y una temperatura constante gracias a tener puertas y ventanas cerradas. De nuevo siente un soplo de aire que hace moverse su pelo. Tiembla, mitad frío mitad miedo, o así quiere creerlo, porque el soplo ha sido dulcemente tibio. No, no quiere girar la vista, no hay ventana, se repite una y otra vez, ni hay nada más allá de la ventana, sólo el vacío. Pero no puede evitar volverse a levantar, volver a andar los pocos pasos que la separan del cristal, y volver a mirar fuera. Ahora el viento parece más calmado, los árboles no se mueven, parecen formar parte de un cuadro. No se escucha el ruido del agua, y el sol comienza a dejarse caer sin fuerza por encima de los montes que dibujan el horizonte. Sólo hay un caminante al fondo del camino. Lo mira. El caminante llega al borde de los primeros árboles y se sienta reposando su espalda en uno de ellos. Desde la ventana, desde dentro, no puede distinguir bien las facciones de su cara. El sol da en el pelo del caminante por entre las hojas de los árboles. Si ese caminante tuviese el secreto, piensa, si él pudiese decirme lo que hay más allá de la ventana. Intenta apartar estos pensamientos de su cabeza y se repite “aquí dentro se está bien. No, no abriré la ventana”. De pronto siente unos golpes, se gira y el caminante está ante la ventana, mirándola. Ella duda, siente de nuevo el frío y el miedo que sintió antes. “no abras la ventana” se dice, como le han dicho tantas y tantas veces. Mira al caminante y con la cabeza le hace gestos para que se vaya. El caminante la mira, espera. Ve como ella acerca poco a poco su mano al abridor. Durante unos segundos, que a ella le parecen siglos, la mano se queda allí, quieta. El caminante no hace ningún gesto, no la apremia para que siga, simplemente espera. Finalmente ella abre la ventana, apenas un poco, lo justo para que la mano del caminante pueda colarse dentro y tocar con suavidad su cara. Cierra la ventana de golpe, vuelve corriendo a su asiento y se acurruca, llorando. El caminante la mira durante un tiempo, no espera nada, el sabe que no tiene que esperar nada. Gira y toma de nuevo el camino hacia los árboles. Al llegar al primero se sienta, apoya la espalda contra él y deja que la brisa juegue con su pelo. El caminante, como si supiese lo que ella está pensando, dice en un susurro “no, no hay duendes, ni conjuros mágicos que nos muestren el futuro, pero fuera…. fuera se está tan bien”.


Y ahora escucha esto...

domingo, 23 de enero de 2011

DOBLE “L”

  Hace ya cerca de tres años que voy tras él. Recuerdo cuando comencé. Tenía 24 años, era joven y fuerte. Desde cuatro años antes llevaba estudiándolo. Creía conocerlo perfectamente, su pelo, sus ojos. Creía poder adivinar cada paso que daría, cada lugar al que iba a dirigirse.
  Comencé la búsqueda y los primeros días fueron sensacionales. A cada paso encontraba pistas, huellas que poco a poco me conducían a él. Pero luego vinieron las dificultades. Yo no esperaba que estuviera tan bien protegido. Sus vasallos son casi infinitos. Son débiles y fáciles de derrotar, pero son tantos. Debo de andar apartándolos con mis manos, sería incapaz de calcular los que abre chafado con mis pies. Hay momentos en que son tantos que pierdo la senda caminando sobre ellos. Y ellos no tienen culpa. A los ojos de los demás debo de ser un monstruo. El panorama tras de mi es desolador. Cientos de ellos muertos y sus mujeres e hijos en el suelo, de rodillas o acurrucados, dejan caer lágrimas por su rostro. No hacen ruido, lo tienen prohibido. Yo se que iré dejando ese rastro tras de mi, pero me es imposible volver atrás por que sería lo mismo. Es como estar en el centro de un infinito circular. Allá a donde dirijo la mirada hay miles, millones. Todos con los ojos engrandecidos por el espanto. Algunos da la impresión de que rezan. Tal vez piden que yo no siga el camino en el cual se encuentran.
  Y yo he envejecido. Apenas si tengo los 27 años y mi rostro está surcado por arrugas. Sin embargo las fuerzas son casi las mismas de cuando comencé, incluso diría que son superiores.

sábado, 22 de enero de 2011

Como ayer

Hoy me he levantado, como ayer. Me gusta ver el reflejo del sol que se cuela cada mañana por la ventana del cuarto de baño. Llega casi hasta la cama y parece hacer esfuerzos por meterse entre las sábanas, como ayer. Estoy sentado en el sofá, con un vaso de leche y cinco galletas, mirando el televisor. Las noticias de las siete de la mañana tienen el don de recordarme que todo, todo, era mentira, mentira los reyes magos, el ratoncito Pérez, los duendes, salvo que sea un duende el personaje al que le acaban de dar un puesto en una compañía importante. Luego unos cuantos muertos sin nombre, sin rostro, casi sin número, porque ya deben de quedar pocos números con los que contar muertos (creo que el capital ya los usa todos en las cuentas bancarias), y la previsión del tiempo, como ayer.
El camino al trabajo es agradable. Llevo puestos los auriculares y escucho las mismas canciones desde hace más de dos semanas. El sol me acompaña en silencio y una brisa agradable me levanta el pelo y lo vuelve a dejar caer sobre mis ojos. Tengo que comenzar a preocuparme de la sensación de peso que me acompaña cada día en los hombros y parte de la espalda, se llama mochila, pero quedaba más literario lo de “sensación de peso que me acompaña cada día en los hombros y en la espalda”, y me acompaña desde hace más de diez años, aunque hoy me acompaña como ayer. Luego gente, a unos les llamo compañeros, a otros conocidos, a los más ni les llamo, camino entre ellos con algún que otro saludo suelto, aunque últimamente ha aumentado el número de saludos, y dejo que el tiempo haga su trabajo esforzándose en mover las manecillas de tantos y tantos relojes. Aunque hace tiempo que se le acumula el  trabajo, antes le bastaba con dejar caer granos de arena hasta tenerlos todos en el compartimento de abajo, y luego la vuelta y de nuevo los mismos granos, luego aparecieron esas manecillas en forma de espadas que nunca conocerán guerrero alguno y la inacabable tarea de moverlas en círculo una y otra vez, sin rozamiento que fuese capaz de acabar con ellas, finalmente palitos (supongo que tendrán un nombre científico pero me es desconocido) que de la forma menos artística posible se empeñan en formar números digitales una y otra vez. Y el tiempo acude a todos y cada uno de los sitios donde hay un reloj, igual da que sea de arena, de cuerda o digital, debe conseguir que no se detenga para nadie, para nadie. Si hoy no fuese un día como ayer podría escribirse algo sobre un hombre al que el tiempo se le olvidó visitar a diario, y haciéndolo sólo de vez en cuando vivió una vida entre al ralentí y vertiginosa, pero hoy es un día como ayer y ayer no recuerdo haber estado especialmente inspirado para escribir. Pero él lo consigue, a las diez siguen las once, y a estas las doce menos cinco, y llega la hora de abandonar el trabajo y volver a comer a casa. Discurro como un arroyo apenas alimentado por las aguas de no más de quince días de lluvia al año, como, duermo una siesta, un poco de gimnasia, una ducha agradable. A veces, en algún meandro de tiempo sucede algo que no siempre sucede. No sé, puede ser una visita inesperada, o una salida a última hora por algo urgente, o cualquier otro motivo que haga que el día sea un poco diferente, pero hoy es un día de ayeres, hoy nada Después de la ducha preparar la cena, cenar y a la cama, como ayer. Me acuesto a la cama, escucho un poco la radio o miro la tele, esto no depende de ayer o de nunca, simplemente es cuestión de programación, si es buena la de la tele, un poco de tele, si no es así opto por la radio, en cualquiera de los casos nunca llego a acabar lo que intento ver o escuchar, siempre sucede lo mismo en un momento dado y después me duermo. Aparece un duende pequeño y burlón, apoya la cabeza en la almohada, junta sus labios en uno de mis oídos, y entre risitas me susurra “¿cómo crees que ha sido el día de hoy?”, y yo en un duermevela que luego siempre me hace recordar el episodio como si nunca hubiese sucedido le contesto “como ayer”, y él aumentando el número de sus risas pero no la intensidad me contesta “no, como mañana”, y riéndose desaparece en la almohada mientras yo caigo totalmente dormido.


Y ahora escucha esto...

viernes, 21 de enero de 2011

Dame un beso

Dame un beso, dijo él entornando los ojos y dejando que las palabras apenas resbalasen por sus labios para que estos estuviesen frescos y atentos a otros labios. Y ella se lo hubiese dado, de verdad que se lo habría dado, pensó ella. Pero se quedó quieta, mirando aquellos ojos entornados y aquellos labios que esperaban, colgados del aire, unos labios que nunca llegarían.
Si fuese tan fácil, si de verdad sólo fuesen necesarios cuatro labios, pensaba ella mientras todavía tenía en sus pupilas un cuerpo de espaldas, caminando, alejándose cabizbajo. Pero no, cuatro labios sólo son carne, y la carne nunca ha sido verbo, nunca. Primero está el deseo, el imprescindible deseo, ese que no nace del fondo del alma, como casi nada nace del fondo del alma. El deseo es olor, es aire, necesita entrar por alguno de los sentidos, no ya por todos, basta con uno, basta con ver un cuerpo y darse cuenta que sus formas se ajustan al molde de unas manos cansadas de dibujar formas en el aire. O puede bastar con oír una palabra, una suelta, de espaldas, a traición, como si hubiese estado agazapada tras los arbustos días y días en una espera cauta. De pronto esa palabra salta a tus oídos, navega como el más diestro de los navegantes por cada uno de los rincones que hay desde un lateral de la cabeza hasta cualquiera de los poros que sea capaz de dar la voz de alarma. O es un roce, uno entre miles, uno que no es de los que hacen sentir un frío gélido, ni de los que consiguen arañar la piel hasta que una gota de sangre desertora asome al mundo, no, es uno de esos que nos dejan en suspenso, que hace que volvamos la cabeza y sigamos durante una eternidad de lejanía como se marcha una falda,  unos pantalones, y la necesidad imperiosa de reclamar como nuestro el aire que los labios de aquella falda va dejando colgado de cada uno de los bancos, de cada una de las esquinas. Y así con todos y cada uno de los sentidos, incluso con los que no están considerados así. Y una vez sucede no está todo hecho, no es tan simple, si fuese así uno tendría que andar apartando los besos de cientos, de miles de amantes, y, a menudo, uno apenas se cruza con dos o tres de ellos cada mes. Por eso ahora hace falta la intención, lo que de voluntad se le puede poner a un acto. Beso de Judas, beso de Jesucristo, a fin de cuentas besos, beso de padre, siempre más beso que beso de hijo, beso de agua o beso de fuego. Beso de pan en la madrugada o beso de tierra yerma. La intención  ha de ser la justa. Cuantas veces un beso de madre mató al amante y le hizo llorar perdido entre tantos anocheceres, o un beso malintencionado de amante hizo que el imberbe joven desapareciese para siempre y en su lugar el más obsceno de los hombres comenzara su andadura. Entonces tomo mi tiempo, doto al beso de la intención necesaria, no, no beso todavía, primero lo imagino, imagino que ha nacido de un sentido, que mi intención es la que debe de ser, y…y… Ahora sólo falta el momento, el tiempo y el espacio. Porque hay besos que son de un segundo, rápidos como el salto del guepardo, de esos que se clavan como la flecha lanzada por el arquero más certero; y sin embargo otros necesitan su tiempo, se construyen segundo a segundo, recorren todos y cada uno de los rincones, hasta que el mejor de los artesanos pueda clavar su vista en él y diga sin inflexiones en la voz “perfecto”. Pero puede suceder que el beso guepardo se haya dado en el ocaso, rodeado de una calma y una soledad sólo  propia para un beso sin tiempo, o que el beso sin tiempo se dé justo en el último momento, uno de esos besos de película de amoríos cuando el amante, o la amante, acercándose a la persona que agoniza le dice aquello de “te querré siempre, siempre”, y sella con sus labios ese pacto. Justo en ese momento la muerte no está para juegos, y convierte el mejor de los besos, y la más manoseada frase final, en una irónica burla.
Entonces ella se dio cuenta, tenía el deseo, a este lo dotó de intención, aquella era una buena tarde para un beso, y tenía tiempo, mucho tiempo. Entonces lo vio, vio como seguía alejándose y comprendió que realmente para un beso hacían falta cuatro labios.

jueves, 20 de enero de 2011

Diario de un día

Hoy ha sido un día como otro cualquiera. A primera hora del día me atacó un león, fiero, pero no más que los que me atacan a menudo. Salvo la molestia de los pelos en mi boca y en las ropas, no tuvo mayor importancia. Bajé las escaleras saltando los escalones de ocho en ocho, no me encontraba muy ágil. Puede que las peleas matutinas con los leones me estén debilitando más de lo necesario.
Salí a la calle, despacio, uno no sabe nunca lo que puede encontrarse allí. A veces he encontrado grandes rocas agazapadas tras las esquinas, en las calles más empinadas, en lo alto, mirando de reojo hacia mi portal. Esperando mi salida para lanzarse calle abajo. Otras veces han sido unas sombras que volaban por el cemento de la gran avenida. Al alzar la vista he visto pájaros que nunca podría acabar de definir. Nombraré sólo sus grandes garras, como si en las mejores orfebrerías árabes les hubiesen tallado unos puñales dorados con incrustaciones rojas en las puntas. Sus picos semejaban, o al menos así me lo pareció, trozos metálicos arrancados de la guadaña de la muerte. Fríos y curvos. Y en ellos se reflejaba mi rostro.
Hoy parecía ser uno de esos días tranquilos en los que, salvo el león y puede que un par de apariciones a media mañana, como siempre en el parque, no ocurrirían cosas más importantes.
De camino al mercado Aristides tuve que soportar el incesante parloteo de bordillos y aceras, los silbidos de las ramas a los pájaros, la desvergüenza de aquellos miles de rayos de sol rebuscando en mi pelo, en mis brazos, en mis bolsillos, y la sonrisa burlona de mi sombra a cada nuevo giro de una esquina. Vi pasar a cinco o seis jovenzuelos que me hicieron recordar mi juventud, cuando todavía era torpe en las luchas matinales con los leones y salía a la calle con la ropa hecha jirones, alguna que otra herida en el rostro y en los brazos, y sin miedo a las rocas o a las águilas.
Cuando llegué a las puertas del mercado se apoderó de mí una extraña inquietud. No era posible que volviera a suceder, pero ocurrió. Una bellísima mujer se agarró de mi brazo. Con nerviosismo mal disimulado me rogó que siguiera andando, que no mirase hacia atrás y siguiera andando. No sin cierta resignación lo hice, aunque pensé que de ocurrir de nuevo me negaría. No había conseguido entrar en el mercado desde hacía seis días. Cinco manzanas más adelante se despidió de mí, no sin antes darme las gracias.
Miré ante mí, el parque de los Naranjos. Irremediablemente tendría mi cita con las apariciones. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un libro de relatos que acostumbro a leer sentado en un banco durante unos cuarenta minutos, y enfilé el camino central que lleva a la glorieta. A pocos metros de esta se produjo la primera aparición. A mi derecha, junto a un pequeño rosal, sollozaba un niño que no tendría más de cinco años. Lo miré de reojo. El balbuceó unas palabras que me fueron ininteligibles. Continué mi camino en busca del banco en el que suelo sentarme. No llevaría más de cinco minutos, justo cuando comenzaba a leer “El campeonato mundial de pajaritas”, cuando una enorme sombra, fría y compacta, oscureció media glorieta. Tuve que aguantar casi veinte minutos de reproches de aquella vieja y estúpida piedra. Primero me habló de mi poca sensibilidad por cambiar mi recorrido y dejarla esperando tras la esquina, de las pocas oportunidades que le quedaban, del sentido de su vida,... La dejé con la palabra en la boca y, levantándome, comencé a pasear por el parque.
Pese a que todavía queda más de medio día dejaré aquí mi diario. El resto del día fue igual de aburrido y poco novedoso. Verdad es que esperé casi hasta el anochecer con la esperanza de que ocurriese algo especial, pero todo terminó con la misma monotonía con la que había comenzado.


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miércoles, 19 de enero de 2011

Dos caminos se bifurcan

Se tomó su tiempo. Ni soplaba un aire que arrastrase las hojas a cientos de kilómetros, ni el sol era abrasador, ni hombre o mujer alguna pasó en aquellos días que pudiera distraerla de su cometido. No, dispuso de tiempo, quizás demasiado tiempo. Apoyó su espalda contra el tronco de aquel roble y clavó su mirada en la bifurcación del camino que se abría ante ella. Ya antes había sucedido, caminos que se parten en dos, incluso en tres, pero nunca antes, al menos no lo sintió así ella, había tenido la necesidad de dejar que los días se perdiesen por aquellas bifurcaciones mientras esperaba pacientemente a tomar una decisión.
            El sol se escondió más de una vez, y más de una vez una luna, empeñada en convertirse en llena, arrastró aquel manto de estrellas sobre un cielo inmaculado. No hubo nubes, no se podría culpar a ellas luego del feroz equívoco o del más complaciente de los aciertos. Ni fue atacada por enfermedad alguna que nublase su visión, ni por desfallecimiento que enturbiase su capacidad de decidir. Por su puesto que el sueño se apoderó por momentos de ella, pero hasta en el sueño, en lo más profundo del sueño, soñó con un camino que se habría en dos y que ella, sentada, con la espalda recostada contra un roble, tenía que tomar un decisión. Tampoco el sueño le dio la respuesta.
            Finalmente, un día cuando el sol estaba en lo más alto y siquiera las sombras de los árboles podrían hacer que se decidiese por una de las dos posibilidades, se levantó. Anduvo con paso decidido, quería creer que había tomado la decisión correcta, que no había posibilidad de error. Cada uno de sus pasos parecía más firme que el anterior, más largo, clavándose con fuerza en la tierra húmeda de aquel bosque y dejando un rastro que no tardó en seguirla y perderse bosque adentro.
            Ojalá hubiese podido volver al poco tiempo sobre sus pasos, ojalá hubiese vuelto a sentarse con la espalada recostada contra aquel roble, y ojalá sus ojos hubiesen podido volver a mirar, porque entonces el asombro hubiese hecho morada en su cuerpo. Ante ella, como si siempre hubiese sido así, sólo se abriría un camino, su camino. Seguramente habría hecho el mismo sol dulce y cálido, y el viento habría seguido durmiendo en la copa de los árboles, y una luna, que ahora ya huía para esconderse en la oscuridad, habría seguido trayendo un manto dulce de estrellas, y ella sabría, hubiera sabido, que sólo estaba recostada en aquel árbol porque había hecho una parada, un descanso necesario para seguir el camino, el único camino, el que siempre había seguido. Sin embargo ahora avanza bosque adentro, creyendo que tomó una opción, y mirando a ratos atrás, entre los cientos de árboles, pensando si fue la correcta. No, nunca podrá volver atrás, porque el bosque desaparece a cada nuevo paso y no se puede regresar. Y ante ella, ante ella se abre un nuevo bosque, a veces un prado inmenso, otras un terrible y magnífico desierto y en ocasiones, cada vez que necesita hacer cuenta nueva con su vida, el espejismo de un camino que se bifurca y el tronco de un roble donde apoyar su espalda.


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martes, 18 de enero de 2011

La muerte en mayo

No serían más de las cinco y cuarto cuando la muerte detuvo su paso ante aquel portal. Miró su reloj, las cinco y catorce minutos, y sintió un leve fastidio. No tenía su próxima cita hasta las seis y media. No había calculado mal, simplemente no se habían producido los clásicos atascos y aglomeraciones de un viernes tarde y el recorrido había sido demasiado rápido. Dudó si esperar en plena calle, pero el calor de aquel extraño 25 de mayo le hizo pensar que sería conveniente esperar dentro del portal. Tampoco aquella fue una buena idea. Una portera, con un extraño defecto en la boca que le impedía dejar de hablar, hizo que los cinco minutos que pasó allí le parecieran una penitencia insufrible. Subió los cinco primeros peldaños de la escalera y consultó sus notas “Luis Márquez, calle Jacinto Onorio, 15-4-2ª, hora 18’30”, y siguió subiendo peldaños hasta el cuarto piso. En cada rellano sólo había dos puertas por lo que rápidamente localizó la que era y se sentó al lado, en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Pero el día parecía tener el extraño propósito de convertirse en fastidioso en extremo. Primero una vecina, a la que por cierto tendría que visitar en no más de tres meses, se empeñó en mantener una conversación con ella sobre los precios. Luego un grupo de mozalbetes, con una pelota que no paró ni un segundo, subieron y bajaron del tercero al quinto y del quinto al tercero.
Miró el reloj, las cinco y treinta y dos. Pensó que no estaría tan mal un poco de conversación y llamó a la puerta. Le abrió un hombre de unos cuarenta y cinco años, cuarenta y tres tenía ella en sus anotaciones, y la invitó a entrar. La casa tenía las persianas casi bajadas, lo que hacía que el ambiente fuese mucho más fresco que en la calle. “Me molesta la luz intensa en los ojos” se disculpó él, “pero si quiere...”. La muerte lo atajó antes de terminar “no, no, en la calle hace un calor insoportable, y aquí se está tan bien”. Pasaron al comedor y él se dejó caer en un sofá recostando la cabeza en dos almohadones. “Perdone, pero...” de nuevo la muerte le interrumpió “por favor, sin formalismos”, y ella tomó asiento en un sillón que le pareció el cielo comparado con la dureza del suelo de la escalera. Permanecieron unos segundos mirándose. Él no sabemos en qué pensaba, más bien parecía que en nada. Los ojos se le cerraban poco a poco debido a la enfermedad y la fatiga. La muerte pensó en las pocas fuerzas que le quedaban al hombre, casi las justas para intentar mantener abiertos los ojos. Miró su reloj, las cinco y cuarenta y dos minutos. Todavía faltaban otros cuarenta minutos. Por unos momentos pensó en esperar callada, agradeciendo aquel frescor que llenaba toda la casa y lo confortable del sillón. “De todas formas se dormirá, y ya habrá tiempo de despertarlo cuando falten apenas unos minutos” se dijo. Pero rápidamente desechó la idea, sólo a ella se debía lo embarazoso de la situación por haber llegado antes de la hora prevista. Lo miró a los ojos y, pese a intuir cuál sería su respuesta, le preguntó “¿quieres hablarme de ti, contarme algo?”. Él abrió los ojos y casi sin fuerzas contestó “si no te importa preferiría que hablases tú, apenas puedo mover los labios”. La muerte pensó que en pocas ocasiones tenía tiempo para hablar en las visitas. Miró el reloj, todavía faltaban treinta y ocho minutos, tiempo más que suficiente para contar algunas historias a aquel moribundo al que nadie velaba.
“Verás, Luis, -comenzó hablando la muerte en un tono suave tan parecido a la penumbra de la habitación que las palabras sólo fueron oídas por el moribundo- no tengo muchas ocasiones para hablar con la gente, por lo que no sé si mi conversación será de tu agrado, pero intentaré contarte alguna de las historias en que se habló de mí, y en las que, como la mayoría de las veces, no se dijo la verdad. No es que se mintiera, no, -dijo en un tono casi de reproche con ella misma- simplemente se relataron mal alguno de los acontecimientos. Errores que yo comprendo se deben al efecto que produce mi presencia.
Haciendo memoria recuerdo una vez, allá por 1973, sería el mes de mayo más o menos, y atiné a pasar cerca de la casa de uno al que llaman Onelio Jorge, y es de las pocas veces en que sentí ternura. He de aclararte que yo no estoy en ningún sitio salvo en aquellos en que se habla de mí, se escribe de mí, se piensa en mí. Como te decía atinábamos a pasar, de vuelta de un pueblo pequeño, Francisca y yo, cuando, por una de las ventanas de la casa, vimos unos papeles sueltos que hablaban de ella y de mí. Francisca se me adelantó y, alargando el brazo, cogió aquellos papeles y los apoyó en el alféizar de la ventana. Me miró y le pasé un pequeño lápiz que siempre llevo conmigo junto a las listas. Con su huesuda mano escribió al final del último folio, continuando lo que allí se decía “...nunca –dijo- siempre hay algo que hacer. Como ahora, en que tengo que despedirme de la muerte”. Francisca volvió a dejar los papeles donde estaban y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa, aunque no le hablé de mi intención de borrar lo que ella había escrito.
Y aunque esta visita fue tierna...”. La muerte calló un segundo y miró a Luis. Éste abrió apenas un poco los ojos para demostrarle que seguía escuchando. “...he de reconocer que fue mucho más triste la siguiente.
No soy capaz de situarla con precisión en el tiempo, solo te diré que me contaron que alguien la transcribió dándole como nombre algo así como la muerte en la calle. Como te decía, ésta es una de las visitas más tristes que hice, fue a un caminante, en la calle. Cuando ya estaba dispuesta a tocar con mi mano su hombro, después del llanto de un perro que acertó a verme, le escuché pensar. Era tal la tristeza de su historia que no me atreví a comunicarle mi llegada, simplemente se fue poco a poco, se dejó ir”.
La muerte volvió a mirar su reloj, faltaban dos minutos para las seis y media. Se levantó, no sin dificultad, una de sus rodillas hizo un extraño crujido. Se acercó a Luis y vio su pecho que apenas subía y bajaba.
Lo que a continuación escribo me fue relatado años más tarde y, aunque no dudo de su veracidad, no puedo estar totalmente seguro de su literalidad; puede que el tiempo y el boca a boca hayan deformado un poco la escena o lo que allí se dijo.
La muerte puso sus labios junto al oído de Luis. Presintió que apenas le quedaban unos segundos y decidió decirle algo que nunca había dicho. Incluso ella no comprendía, horas después al pensar, el porqué lo hizo. Con voz suave y marcando las palabras le susurro “ahora te diré algo que nunca dije, yo no vengo a llevarme a nadie, vengo a despedirme”. Luis dejó de respirar. La muerte miró su reloj, las seis y media. Se acercó a la ventana y, ante la poca luz que entraba, sacó un pequeño lápiz y una hoja arrugada en la que escribió algo, luego se dirigió a la puerta y salió cerrando. Fuera seguía haciendo un calor insoportable.


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lunes, 17 de enero de 2011

Carta

Ayer volvió a colarse el mismo ladrón en mi alma. Últimamente cada vez son más frecuentes sus visitas. Esta vez fue poco, apenas se llevó uno de los pliegues dulces de su vientre. Si no fuese por el dolor que me causa cada una de sus visitas casi sentiría admiración por él. Llega, encuentra siempre el camino, por tortuoso que sea, por trampas que yo le haya tendido, sin importarle si ese día hace frío o es un dulce y tranquilo día de mayo, y coge con sus tiernas manos, porque el tiempo y el olvido siempre actúan con dulzura, uno de tus recuerdos.
            A veces se lleva sólo una imagen. Tu de pie, contra la ventana, desnuda, frotando tus manos con crema, o la redondez de tus pechos cuando estás sentada sobre mi. Otras veces me roba una conversación, en un bar, después de comer, con el café y uno de mis eternos cigarros en la mano, y entonces no respeta ni el humo del cigarro ni el eco repetido de tu risa. Las veces en que su ataque es más atrevido me roba un sentimiento. Como aquella vez en que me robó tus lágrimas, después de uno de mis muchos desaciertos. Y tu rostro quedó en mi recuerdo con una tristeza insoportable, sentado en un banco, al sol, como pidiéndome que volviera a poner las lágrimas en aquellos ojos. O se lleva todo el calor que todavía conservaba entre dos cuerpos abrazados, y el frío puede convertirlos en dos muertos demasiado pesados que llevar a cuestas.
            Ayer no, ayer apenas me robo un pliegue de tu vientre, y lo vi marcharse feliz, a escondidas, sin hacer ruido. Me supo mal quitarle la ilusión, se le veía tan contento que no fui capaz. Puede que otro día, una mañana de mayo en que el sol tarde demasiado en traer la alegría a mi vida y yo no sea el empedernido optimista que siempre soy, puede que entonces, acercando mi boca a su oído, le diga al tiempo: “trabajo perdido, de nada sirve cada uno de tus viajes a mi alma. Ella ya no está allí, al menos no sólo allí.  Tuve el cuidado de guardarla en todos y cada uno de los sitios donde merecía estar. Está en mis poros, cada vez que pasó sus manos por mi piel la guardé allí; está en el aire que siempre viaja conmigo, allí guardé su risa, sus gemidos, sus palabras; está en mis labios, cada uno de los besos se quedó en mis labios, y mi lengua los recorre dándoles vida cada día; está todavía sentada en cada una de las terrazas donde tomamos café, y cuando paso me saluda sonriendo; está en mi sangre”.
            Pero hoy no, ayer el tiempo apenas se llevó un pliegue de su vientre, y yo agradezco sus visitas, porque cada vez que vuelve, empeñado en robármela, mis poros, mis labios, el aire, las terrazas, cobran vida y la hacen más grande.
            Puede que algún día él lo descubra, pero no tengo miedo, siquiera el tiempo con su inmensidad conseguiría las horas suficientes para borrar su recuerdo, siquiera él.

domingo, 16 de enero de 2011

Hoy

Ayer, y soy consciente de que digo “ayer” con una ligereza que acabaré pagando, como si ayer no fuese más que una palabra y el mero hecho de nombrarla fuese suficiente, porque ayer amé a una mujer, no me preguntéis como era, ni si su pelo era rubio o negro, ni el color de sus ojos, mi memoria ya no es lo que era, no me preguntéis, pero puede alguien responderme en donde quedó el sabor de su boca, o si su piel sigue siendo igual de fresca esta mañana que me obliga a escribir “ayer”. ¿ Debo esperar algún bucle misericordioso que sea capaz de restituir el sudor a cada uno de los cuerpos y luego mezclarlo como en un castillo de fuegos artificiales mientras su boca y la mía, sus manos y las mías, juegan a apoderarse del instante ?.

            He estado a punto de escribir “anteayer”, por si ahí podía encontrar el camino que me lleve a vivir de nuevo ayer, a encontrar de nuevo el aliento que su boca esparció por mi cuerpo. Y de repente un olor a naftalina, a traje sólo usado en ciertas ocasiones, a madera, a tierra húmeda, a comenzado a esparcirse por la hoja, a bajar por la mesa, a aferrarse a mis piernas, y he vuelto de golpe a hoy, a este momento, en que ayer y mis recuerdos todavía son un muerto al que estamos velando y nos queda la esperanza de la resurrección. Ya la imagino, levantándose del campo santo de mi memoria, con una túnica blanca, viniendo hacia mí a contraluz. Como se adivina la forma de su cuerpo, el contorno interminable de sus pechos. Hago un esfuerzo inhumano por mirarla con la mirada del que fui ayer, pero ya no lo soy, parece como si hubiesen pasado mil años. Y desaparece ante mi vista. Lloro.

            Hoy no haré nada, no trabajaré para el olvido. Mañana, cuando el fiel recuerdo se esfuerce en acercarme lo que nunca más será se encontrará con que no tiene nada que traerme, y pasado mañana, nada.

sábado, 15 de enero de 2011

En todas las que eres

Hace tiempo, mucho tiempo, conocí a una mujer. La llamaremos Madre. Y Madre fue la voz y el alimento. El fuego en el invierno, la guarida en la derrota. Creí, a veces, que Madre era la magia, volvía y siempre estaba, estaba en la mañana con el alba, en medio de los días que pasaban, al filo de las noches. Jugábamos a hacer que yo crecía y ella me acompañaba. Si yo lloraba, lloraba, si reía se reía, si miraba en la ventana ella venía y me explicaba la luna. Y Madre era feliz si yo lo era, y no pedía nada, si acaso besos sueltos.

Luego pasaron los años. Pocos, la verdad. Y conocí a otra mujer. La llamaremos Compañera. No, no hablaré de ella. Os diré algo de mí, de cómo en compañía fui aprendiendo a ser bueno. De lo que cuesta olvidar mucho de lo aprendido. De las mentiras que traía conmigo y no eran ella. De cómo cada día pierdo algo y encuentro un tesoro entre sus manos. Y ahora sí, hablaré de ella: El sol, la madrugada, la amapola, el agua que derraman tantas fuentes...todo es ella, la risa de esos niños, ese grito, las letras con que armo estas palabras, la brisa que ahora juega con mi pelo... todo es ella. Y si hay algo escondido en algún sitio, si no es ella  es nada, ni seré yo tampoco.

Yo me quedé sentado y Compañera sacó de su chistera una sonrisa, y luego una paloma, y al tiempo puso flor en los almendros. Y cuando ya creía que se acababa el juego me regaló la vida. La llamaremos Hija. La llamaremos luz, ella es de agosto. Y tiene como un dejo a siempreviva, como un sabor a sueños y mañana. Y va desde mis manos a sus ansias, y vuelve y me regala algún mañana, y duerme en mis palabras. E Hija es sólo Hija y es de ella, y así quiero que sea. Como Madre era Madre, y yo soy Compañera.

viernes, 14 de enero de 2011

Amanece noche, una noche larga y oscura…


Amanece noche, una noche larga y oscura que nunca termina. Ante mi un páramo inusitadamente poblado de olvido. Y yo desnudo. Intento caminar y he olvidado el orden de los pasos, su técnica. Sin ritmo, con la torpeza de quien despierta del más dulce de los sueños a la puerta del infierno, avanzo entre los restos de lo que queda de mis ansias. Unos pasos, sólo unos pocos, y un cansancio, que parece llegar de lo más profundo de los tiempos, se asienta en mi ánimo y me obliga a sentarme recostando mi espalda en algo que fue un árbol algún día. Por su corteza lágrimas, que no sabia, bajan hasta el suelo y son devoradas por el infinito y oscuro páramo. Cierro los ojos y contemplo la misma oscuridad que con ellos abiertos. Presto atención a todos y cada uno de los sonidos y el silencio me dice que hace tiempo, tanto tiempo, que se fueron. Una hora, dos, puede que días, el tiempo no se atreve a cruzar estas tierras. Las lágrimas resbalan por mis hombros, me hacen sentir parte del árbol, y a él parte de mí, y los dos parte de nada, de esta poblada nada que cubre hasta donde la vista alcanza. Si no fueran suficientes las lágrimas que pueblan cada uno de los árboles y la ausencia lloraría yo también, yo también. Sin embargo me quedó allí, como si siempre hubiese estado allí, con la sensación que tengo raíces milenarias que se enredan con otras raíces, con miles de raíces. Quizás espero que sople un viento fresco y rápido que haga que alce el vuelo, aunque nunca sopla, o que una mano amiga se tienda hacia mí, me aferre, y tire con fuerza, aunque en el intento mi piel quede pegada a la corteza del árbol del que ya formo parte. Pero no hay huellas en el suelo, en la ceniza que cubre cada centímetro de este páramo, no, nunca pasa un caminante, nunca pasó, nunca pasará. El páramo es mío, sólo mío, y la noche, y los árboles, y la ausencia, y todas y cada una de las lágrimas que siguen cayendo incesantemente, con ese afán insondable que no nace del deseo de llenarlo todo, sino de vaciar unos ojos, un cuerpo, hasta que este sólo sea madera seca. No maldigo mi suerte, no puedo maldecir lo que no tengo, ni mi mala estrella, no las hay. No doy cancha a la rabia, ni al desaliento, no tiene sentido. Sólo espero, espero, sintiendo como ya hay ramas que comienzan a clavarse en mi cuerpo y lejos de dañarlo forman parte de él, como el hastío, como mis dedos, como la derrota.
Anochece noche, una noche que se acurruca a mi lado, entre mis piernas. Apenas puedo separarlas un poco para que acomode su cabeza y mi mano acaricia sus cabellos. Miro a lo lejos, a cientos de kilómetros entre la oscuridad, y hay más oscuridad, más, un mar de oscuridad que rompe contra el acantilado de mi derrota. Soy un hombre, era un hombre, nunca fui un hombre. No me importaría mucho si acabase atravesado por los miles de ramas de este páramo y al final pudiese convertirme en ceniza, pero un hilo de vida que casi es una obscenidad en este lugar, se empeña en mantenerme vivo, en sentir como si fuese yo cada ausencia inevitable.
Lloro, por fin lloro, puede que ya no sea yo. Quizás el páramo ganó su batalla, aunque no he luchado, no lucho, nunca lucharé. Duermo, sueño con ceniza, lágrimas grises, mis manos se han convertido en tierra yerma, mis piernas en cocodrilos de mármol, mi cuerpo en féretro de humo, y mis ojos, mis ojos… mis ojos no pueden dejar de mirar esta larga y arrolladora noche. Finalmente la noche entra por mis ojos, baja lentamente por cada una de mis venas, se filtra hasta cada uno de mis pulmones, llega a mi sexo, soy noche, por fin soy noche.
Amanezco yo, no miréis nunca a mis ojos, hoy no.

jueves, 13 de enero de 2011

Abuelo

Me llamó la atención su pelo. Era negro, brillante, cayendo por los laterales de su cara. Y sus ojos tenían una increíble dulzura que te recorría todo el cuerpo cuando te miraba. Grandes, del color de la miel. Juro que no la reconocí, lo juro. Entró y vino a sentarse a mi lado. Me sentí bien. Nunca antes había visto a aquella mujer, y sin embargo tenía la sensación de conocerla desde siempre. Era como las hadas buenas de los cuentos. Pese a que en ningún momento pronunció palabra alguna, y pese a que, salvo una vez que tocó mi cabeza, apenas hizo movimiento alguno, se notaba que era una buena mujer. Bella, dulce, la madre que todos hubiésemos querido en el pueblo. Y te prometo que de verdad no vi nada.
Estábamos solos en el cuarto aquella mujer, yo, y abuelo, que seguía en la cama respirando con dificultad. Abuela había ido a la farmacia a por las medicinas. Y seguimos allí, callados, escuchando la entrecortada respiración de abuelo durante más de media hora. En todo ese tiempo no dejé de sentir la extraña paz y tranquilidad que emanaba de aquella mujer.
Yo era entonces muy pequeño para mantener una conversación de adultos, y demasiado tímido como para preguntarle quién era. Supuse que sería alguna conocida de abuelo o abuela, y eso me bastó.
Sólo al pasar esa media hora vi que se levantó, comenzó a caminar alrededor de la cama de abuelo y se puso junto a la cabecera. De verdad que hasta entonces no había visto nada raro, ni un gesto, ni un movimiento, nada. Pero entonces giró para buscar algo en sus bolsillos y la vi. Era larga, le llegaba más abajo de la cintura. Una trenza, y sentí un extraño frío recorrer todo mi cuerpo. Miré a abuelo y vi como su respiración era cada vez más lenta. No podía apartar mi vista de aquel pecho y aquella boca que cada vez respiraba con más dificultad. Hasta que dejó de respirar. Levanté la vista y ella ya no estaba.
Abuela me había hablado muchas veces de ella. Me decía “Juanito, la muerte no es como dicen. No es una vieja fea, ni desdentada, ni lleva una guadaña a la espalda. La muerte se disfraza de mil maneras, y cada una de ellas es más hermosa que la anterior”. Pero abuela siquiera podía sospechar lo hermosa que podía llegar a ser.
Treinta años después todavía la recuerdo como una de las mujeres más bellas y dulces de mi vida.

miércoles, 12 de enero de 2011

II

Dicen que hay un viento, un viento que recorre el mundo de punta a punta, un viento suave y cálido formado por lo suspiros de los amantes. Dicen que cuando este viento roza tu piel, aunque apenas tus cabellos sufran un leve estremecimiento, si en ese momento unos ojos miran a tus ojos... Cuentan de un río dulce, tranquilo, incesante, que nace entre dos piedras siempre cuando el alba surge. Nadie sabe dónde nace, aunque hay quien habla del cielo, otros de las estrellas, incluso algunos del infierno, que está formado por las lágrimas de los miles de amantes que un día lloraron. Cuentan que si una mañana, cuando sólo se esperaba un sol cálido y suave, quiere la vida que tus pasos den con dicho manantial, al beber, justo cuando las primeras gotas mojan tus labios, si en ese momento una mano se posa en tus hombros... Hay leyendas sobre una estrella, sólo una, que sólo da el brillo de su luz una vez en la vida. Su luz es tibia y limpia, casi imposible de sostener la mirada más de dos segundos. La leyenda cuenta que si, como por casualidad, una noche, cuando levantas la vista al cielo buscando los sueños que la noche guarda para ti, esa noche justamente su luz aparece, y en ese momento unos pasos acompañan a tus pasos, entonces y sólo entonces...
Pero “¡Ay de aquel!”, dicen los más viejos, ay de aquel que tenga la dicha de pasear de noche, por un lugar cuyo nombre aún está por descubrir, desnudo, con su piel abierta y sus manos de ansias. Ay de aquel que no sepa medir bien su mirada, ni sus pasos, ni la sed desbordante de sus labios, y de pronto descubra en unas rocas un manantial perdido, y se agache, y beba, y sienta el frío suave de un viento dulce, y al mirar el manantial vea el reflejo de una estrella. Ay de aquel que entonces levante la mirada, y a la distancia de un beso tenga unos ojos, y a la distancia de un sueño tenga unas manos, y a la distancia de un cuerpo tenga otro cuerpo. ¡Ay de aquel!, dicen los viejos, porque entonces descubrirá lo que nunca dicen las leyendas: que no hay más viento que tu cuerpo, que no hay más manantial que tus labios, que no hay más estrella ni más luz que la que nace en la noche de tus ansias. Que no hay más tumba para la muerte de un deseo que la que cubre la piel de tus sueños.

martes, 11 de enero de 2011

El secreto de la sabiduría

Hace años, muchos años, aunque soy incapaz de precisar cuántos. Mi memoria ya no es lo que fue en tiempos. Me contaron que había un hombre, o una mujer, tampoco podría precisar este dato, que estaba considerado el más sabio del mundo.
Yo era por entonces un joven con unas ansias casi desmedidas de aprender, creía, y todavía creo, que sólo el saber podría hacerme feliz, y libre, y bueno. Por eso emprendí el camino hacia las tierras donde me dijeron que vivía.
Tardé meses. No quise hacer el camino en avión, ni en tren, ni en coche, lo hice andando, necesitaba tiempo para pensar, para saber cuales serían mis preguntas cuando por fin estuviese en su presencia.
Finalmente un día, al fondo de la senda por la que caminaba, apareció ante mis ojos una casa, pequeña, casi oculta por un grupo de árboles.
Me acerqué y estaba allí, en el porche, sentado en una vieja mecedora, con la mirada perdida.
De nada me sirvió cuanto había pensado en los meses de camino, casi sin saludar comencé a preguntarle.

-         ¿Dónde has conseguido tanta sabiduría? ¿has ido a las mejores universidades?
Y él, apenas con un susurro me contestó:
-         No.
-         ¿Entonces habrás tenido los más sabios y doctos maestros?, le dije atropelladamente.
Y de nuevo un susurro cálido salió de su boca para decir:
-         No.
-         ¿Habrás leído todas y cada una de las grandes obras, y miles de libros sobre todas y cada una de las materias?.
Y sin que su voz denotase cansancio o molestia por mis preguntas de nuevo me dijo:
-         No.
-         ¿Entonces cuál es el secreto de tu sabiduría?, le pregunté, dudando ya de que la respuesta me satisficiese.
Él me miró directamente a los ojos, y con una sonrisa me dijo:
Éste. No he hecho otra cosa que escuchar a cuantos vinieron a mi puerta, como hoy has venido tú, y aprender de cuanto ellos me contaron. Escuchar.

Sueño

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