"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 28 de febrero de 2011

Cuento robado

Cuento robado

Personajes:

-        Airam ملاكات.
-        El hombre sentado en una gran piedra.
-        Errantes, perdidos, codiciosos, y otros tantos.
-        El laberinto.
-        Los tesoros: son dos.

Abdelfatah, hijo de Hamsa

 Un día, a las puertas del laberinto, llegó Airam ملاكات (qué en árabe quiere decir ángeles). Le habían hablado de un laberinto cuyo premio era el más inmenso de los tesoros, y dejando atrás cuanto hasta entonces había conocido, y tras un largo y tortuoso camino, llegó a las puertas del laberinto. Allí, justo a la izquierda de la inmensa y aterradora puerta, había una losa con una inscripción que rezaba así “este laberinto ha sido construido por Hamsa “el constructor”, la memoria no alcanza a imaginar cuál fue el día en que fue terminado, y mucho menos el día en que se comenzó. Algunos, que juran por Ala que han conseguido llegar al centro, cuentan que allí todavía siguen trabajando animales mitológicos sin descanso, día tras noche, levantando muros y más muros que nunca tienen fin. Sea como fuere,  lo cierto es que si has llegado a las puertas de este laberinto es porque vienes en busca de los tesoros. Aquí puedes encontrar dos tesoros, uno te hará inmensamente rico, seguramente el hombre más rico de la tierra, el otro te hará sabio y te conducirá hasta la estrecha puerta de la felicidad. Sólo tu  constancia y tu corazón harán que seas capaz de encontrar lo que buscas; pero si esto sucede recuerda que quien encuentra alguno de los dos tesoros jamás, jamás, podrá contar el secreto salvo que…”  y justo en este punto, no se sabe si por el tiempo o la voluntad de Hamsa “el constructor”, faltaba un trozo de la inscripción en la losa, que estaba construida en raros materiales que nunca antes ser humano había contemplado. Airam ملاكات dudó, pensó si valdría la pena intentar encontrar aquellos tesoros, si no era mucho más importante cuanto había dejado atrás. En estos pensamientos estaba cuando al girar la cabeza,  vio que al otro lado de la puerta, sentado sobre una gran piedra, había un hombre que la miraba, pero no apreció gesto alguno en su cara, ni curiosidad, ni desdén, siquiera una sonrisa benévola marcaba su rostro. Airam ملاكات se preguntó qué haría aquel hombre allí, pero rápidamente apartó estos pensamientos de su cabeza y se dijo que si había llegado hasta allí,  poco le costaba intentar encontrar el misterio del laberinto.
Del tiempo que anduvo perdida dentro del laberinto, de las personas con las que se cruzó, errantes, perdidos, codiciosos, y otros tantos, de los miles de sonidos que escucharon sus oídos, unos dulces como la más dulce de las mieles, otros aterradores como los últimos gritos de los primeros muertos de los tiempos, de todo cuanto aconteció en aquellos tiempos que estuvo entre las calles del laberinto nadie puede dar fe, incluso ni ella misma, porque el laberinto siempre acababa por borrar la memoria de los que intentaban recorrerlo.
Tan sólo decir que una mañana salió, anduvo los pocos pasos que la separaban de aquel hombre que todavía seguía sentado en la gran piedra, en la misma postura y con el mismo gesto que cuando ella entrara, y se sentó junto a él.
Entonces el hombre sintió como si una brisa le rozara los labios, y escuchó de boca de Airam ملاكات “límpiate los labios, llevas marca”, y él sin prisa se limpió los labios, y sin que otra parte de su cuerpo se moviese,  salvo sus labios habló: “los dos tesoros están aquí, justo aquí, en la puerta, el laberinto sólo es el camino que los necios recorren sin descanso como excusa para sentir que trabajan, que gastan un esfuerzo en la búsqueda, y así pensar que aunque ésta, al final, sea baldía nadie se lo podrá reprochar porque lo intentaron, pero es innecesaria. El primero de los tesoros es la losa. Hamsa “el constructor” la hizo fabricar del material de la codicia. Si llega alguien lo suficientemente codicioso se le revela el secreto a los pocos días de andar dentro del laberinto, y entonces sale, manda cargar la losa en un carro a sus criados y la lleva hasta la ciudad, donde hace que la fundan, manando de la fundición el más puro de los oros, la más brillante de las platas, y cientos de gemas, rubíes, esmeraldas, tantas que parece que nunca tendrá fin. Pero siempre, antes o después, el afortunado es incapaz de guardar el secreto de la inscripción y lo cuenta a algún conocido y, entonces, todo el oro, la plata, las piedras preciosas, se convierten en humo, y el viento de la codicia vuelve a arrastrar ese humo hasta las puertas del laberinto donde de nuevo se
 convierte en una losa que parece construida de piedra. El otro tesoro es mucho más mundano, es esta piedra, cuando uno se sienta en ella ve, cuando uno se sienta en ella escucha, siente en cada uno de sus poros, entonces la brisa se convierte en la más dulce de las amantes, la sabiduría llama con desespero a su puerta, y los más ocultos misterios se revelan con asombrosa facilidad a su mente. Y entonces uno comprende. ¿Ahora ya ves el final del mensaje, verdad?”. Le preguntó a Airam ملاكات, y ella como en un susurro leyó “…jamás podrá contar el secreto salvo que alguien sea lo suficientemente rico como para comprarlo por un beso”. Y recordó el beso que acababa de darle a aquel hombre, aquel beso que él sintió como la más dulce de las brisas.
“Ahora esperaremos sentados los dos –le dijo él-  el tiempo que sea necesario hasta que de nuevo llegue alguien que sea lo suficientemente rico como para comprar el secreto por un beso”. Y ambos se quedaron sentados sobre la roca, con la mirada perdida sobre el camino que lleva al laberinto, esperando.

domingo, 27 de febrero de 2011

Lo que nos lleva

No tengo grandes historias que contar, ni amores fabulosos con grandes damas, ni grandes aventuras peligrosas en lejanos países que marcaron mi cuerpo y mi alma con profundas heridas... ni tú tampoco. No tengo unos ojos grandes o rasgados cuyo color compita cada día con el cielo, ni mi pelo es oro que a borbotones se deja caer sobre un rostro angelical, ni tengo el porte de un glorioso guerrero cuyas pieles y adornos lo acercan a la puerta de los dioses... ni tú tampoco. No dispongo de una inteligencia clara y vivaz que me haga comprenderlo todo y estar bien a cada momento, ni la palabra encuentra un acomodo perfecto en mis labios y en mi pluma, ni tengo el don de la elocuencia que hace que todos duerman en mis palabras... ni tú tampoco. No tengo un futuro brillante ante mí que me prometa la felicidad y el éxito, siquiera sé si mañana será, al menos, la mitad de triste que hoy, no tengo ni tiempo ni fuerzas para crear mañanas... ni tú tampoco.
Pero, ¡dios!, con lo poco que tengo y que tú tienes, cuánto te quiero. Cuánto pueden llegar a amarse a unos ojos que casi no son de nadie, a unas manos cuyo único mérito es querer tocarme, o a unos labios donde puedo llegar a dormir tranquilo.
Ya ves, eso tenemos, tú casi nada, yo nada, y un huracán de amor que regalar y que nos lleva.


Y ahora escucha esto...

sábado, 26 de febrero de 2011

Esto no es un cuento

No, no lo es. Puede que un sueño si; pero un cuento no. Desde hace unos días he comprobado con asombro, agrado, y algunas sensaciones más, que ya casi me lee más gente de América del Sur, América Central y Estados Unidos, que de España. Por eso quiero aprovechar para, a todos, pedirles que dejen comentarios en el blog cuando leen los cuentos. Me encantaría saber por qué los leéis, que sensaciones os causan, cuáles con los que os han hecho sentir más cerca, más tristes, más alegres, etc. Os estaría realmente agradecido si os tomaseis ese pequeño tiempo en escribir apenas unas líneas (o muchas, eso ya es decisión personal). Como os estaría agradecido, si creéis que vale la pena, en que recomendarais la lectura de los cuentos a la gente que tenéis cerca, o a los amigos del Facebook o de cualquier red social en la que estéis.
Cuando escribí aquello de “podemos” pidiendo que fuese uno de los blogs de cuentos (relatos) más leído en español sé que era como un juego, simplemente un juego de palabras; pero ahora, cuando compruebo cada día que gente de países de habla hispana del otro lado del charco se suma a la lectura del blog, puedo volver a pedirlo: si creéis que realmente se puede pasar un buen rato leyendo los cuentos del blog comentarlo con los/las amigos/as que tengáis cerca. Puede que nunca llegue a ser uno de los más leídos, siquiera llegue a ocupar el puesto un millón en los más leídos; pero de verdad que cada vez que veo que una persona en Guatemala, México, Ecuador, Argentina, Estados Unidos, Perú, España y otros países, ha entrado para leer una de mis cuentos, no puedo dejar de tener una agradable sensación cosmopolita y de complicidad con gentes a las que no conozco y nunca conoceré, pero con las que me une algo que a mi siempre me ha hecho sentir feliz “la lectura”.
Gracias de nuevo a todos/as y recordar que a mi también me encantaría leer vuestros comentarios.

Postdata: supongo que a los escritores ya consagrados lo anterior no les causaría sensación alguna; pero para alguien que escribe desde un pequeño pueblo de no más de diez mil habitantes, alguien que nunca pensó que le leyesen más allá de los diez o quince amigos/as que tenía cerca y con los que a veces compartió alguno de sus cuentos, tiene un gran valor saber que alguien, a veces a nos más de cien metros, y otras veces a más de cinco mil kilómetros, se ha tomado la molestia de hacer realidad lo que dice en la cabecera del blog “yo te contaré cada día un cuento, y tú me regalarás tu mirada”, gracias por la mirada.


Y ahora escucha esto...

LA BÚSQUEDA

Comenzó la búsqueda hace muchos años, casi ni recuerda el comienzo. Una mañana estaba sentada a la puerta de su casa, frente a los últimos rayos de sol de aquel día de primavera. Sintió que una extraña sensación de frío recorría todo su cuerpo y se levantó precipitadamente. Entró en la casa y preparó lo necesario para un largo viaje. Luego tomó un trozo de papel y un lápiz y dejó un mensaje sobre la mesa que decía así: “salí a buscar la felicidad, la esperanza, la razón; salí a buscarme a mi misma.”
Comenzó el camino como suele suceder en estos casos, con una energía que por sí sola le hubiese bastado para ser feliz; pero su mismo ímpetu le impedía darse cuenta de nada. Caminó durante interminables días, dejando en cada paso del camino un poco de su vida y de sus fuerzas. Claro que hubo días en que flaqueó, en los que pensó volver a casa, pero la esperanza del premio no dejó que cesara en su esfuerzo. De la mujer que salió en busca de sus sueños a la que encontramos meses después en lo alto de la colina apenas puede hablarnos un leve brillo en su mirada.
Se sentó en el borde de una roca, en el punto más alto de aquella colina, y miró aquel atardecer. Sus ojos se llenaron de lágrimas viendo aquellas nubes rojizas que apenas conseguían ocultar los rayos del sol, viendo aquellos maravillosos campos verdes que se extendían más allá de donde alcanzaba su vista, sintiendo aquella brisa fresca que parecía susurrarle besos en la piel, y pensó: “si en algún lugar he de encontrar lo que vengo buscando, estoy segura que ha de ser aquí”. Y, con esa convicción que da el estar cogida de una mano a la locura, esperó.
Esperó un día, y otro día, a cada nuevo amanecer y atardecer se decía que ese sería el día. Como suele suceder, una mañana tembló, sintió que no tendría más que amaneceres y atardeceres, pero que no vendrían quienes fue a buscar.
El camino de regreso fue mucho más penoso que la ida. Caminar con el fracaso a cuestas es ciertamente doloroso. Tardó casi el doble en volver a casa. A lo lejos vio la cerca, la casa. Luego se le aparecieron nítidas la puerta, las ventanas, el tejado rojo en el que ahora se veía faltar algunas tejas, y la mecedora en la puerta, envejecida por las lluvias y el tiempo. Cruzó el umbral de la puerta y vio sobre la mesa, extrañamente sin nada de polvo, el papel que había dejado al marchar. Lo cogió, y estuvo a punto de estrujarlo en sus manos, pero algo le hizo volverlo al leer. Sus ojos se fueron cubriendo de lágrimas y su alma de sombras. Decía así:
“Estuvimos esperando durante muchos días. Cada nuevo atardecer y cada nuevo amanecer nos decíamos que aparecerías por la puerta, que ese sería el día en que por fin nos reuniríamos. En verdad que no nos flaquearon los fuerzas los primeros meses, pero luego no hay mayor enemigo que el tiempo. Finalmente, para consolarnos, nos dijimos que posiblemente habrías encontrado otros amigos con los que compartir tus esperanzas y, aunque eso no nos tranquilizó mucho, nos sirvió para esperarte a ti, y a ellos, durante unos días más. Ahora nos marchamos, emprendemos un camino que no sabemos a que colinas nos llevará, ni en que ríos beberemos agua, ni con qué gentes nos encontraremos. Simplemente hubiera sido agradable pasar estos últimos años contigo, en estos campos, ya que creímos que estaba escrito”.
El papel estaba firmado por la felicidad, la esperanza, la razón; pero lo que hizo que la última sombra tomara asiento en su alma fue el reconocer la letra: era la suya.

jueves, 24 de febrero de 2011

“DOS EXTRAÑOS”

Pasó su mano por la espalda de María. Ella dormía desnuda, a su lado. El sol comenzaba a entrar por las rendijas de la ventana. Y él se sintió solo, tristemente solo. Vio toda la escena como desde fuera. Como un fotógrafo que no comparte nada con sus personajes, salvo el momento estático de la fotografía. Todo tendría el mismo sentido sin él. El sol se filtraría exactamente igual por la ventana, María dormiría plácidamente, emanaría esos treinta y seis grados de paz y armonía que ahora llenaban la cama, Y sus ideas, tal vez, también serían las mismas sin él. Se sintió parte de ningún sitio. Echó de menos que no hubiera el más mínimo objeto al cual le fuera imprescindible su presencia. Y, sin embargo, se sentía bien. No experimentaba ninguna angustia especial, acaso ese leve resquicio de soledad en lo más profundo. María se removió inquieta en la cama. Él cruzó las piernas y, sentado como estaba en el sillón, contuvo durante un instante la respiración. Puede que si María despertaba se rompiera todo el encanto del momento. Ya no sería él solamente el dueño de la escena. Ya no sabría si el sol brillaba por él, ni si el verdadero nombre de María era éste.
Se levantó con cuidado para no despertarla y se dirigió a la cocina. Tomó la cafetera y preparándola la puso al fuego. Preparó dos tazas y cuatro tostadas. Cuando iba a untar la última se le cayó al suelo. Se agacho a recogerla de espaldas a la puerta de la cocina. Fue entonces cuando oyó aquella voz. Alguien gritó a sus espaldas “no se mueva”. Él se incorporó y giró el cuerpo. Allí estaba la muchacha de la cama. Su cuerpo apenas cubierto con unas bragas y los pechos desnudos. Realmente era preciosa, pensó él. La mañana no podía ir mejor. Un buen desayuno, una joven preciosa en el quicio de la puerta, y el sol, ese sol que durante un momento hizo brillar el cuchillo con el que untó la mantequilla y que aún estaba en su mano. La muchacha lo vio y apretó el gatillo. Cayó sobre la mesa de la cocina, resbaló poco a poco y quedó boca arriba en el suelo murmurando algo. Ella se acercó con miedo, pero vio una cierta súplica en los ojos de aquel hombre que la obligó a acercar su oreja a la boca de él. “Hay pocas maña...”, y murió. Ella nunca supo que quiso decirle. Y él murió susurrando ya de manera inaudible “hay pocas mañanas tan bonitas como ésta para morir”.

miércoles, 23 de febrero de 2011

A veces tengo citas...

A veces tengo citas a las que acudo, pero no voy. Y otras veces, como hoy, acudo y voy, y tú también estás, aunque no vengas, porque yo te traje. Y juego a cogerte las manos aunque las primeras veces se me escapen porque es difícil coger a la primera unas manos hechas de aire y deseo. Y fijo mi mirada en la pared blanca y al poco (para un amante torpe poco pueden ser horas, pero sigue siendo poco) van apareciendo unos ojos dulces ante mi mirada, y una boca fresca, y un rostro que finge que no me ve. Si suena el teléfono en esos momentos, o giro la cara porque creí ver una sombra, el rostro se esconde en no adivino qué rincones, y vuelvo a traerlo de la pared blanca. Lo miro, con miedo, con miedo a acercarme y besarlo. Por un lado por la posibilidad de que vuelva a esconderse y por otro (un amante torpe puede y debe ser cobarde) porque lanzar un beso al aire corre el riesgo de equivocar el camino.

Si el día es dulce, la cita tiene un sabor a melancolía. Las ropas son suaves, vaporosas, los gestos dulces, casi tímidos. Entonces hablamos de dar un paseo donde el tiempo se pare, donde poder crear un decorado de sombraluz por entre una fila de chopos cuando el sol comienza a despedirse y la luna da la bienvenida a los amantes. Pero si el día es de carne e invita a lo prohibido, si las ansias se vuelven de fuego y las manos son dientes, y la boca un ladrón en busca de besos, si imagino la ropa tirada en el suelo, y tu cuerpo tan sólo está vestido de mi mirada, y a mi cuerpo tan sólo lo cubren el deseo y la rabia, entonces se llena el aire de suspiros y gritos, y no importa el calor o el frío para que nuestros cuerpos suden, y cargo en mi mochila el vicio y piquetas para escalar cada punto de tu cuerpo. Y me rindo, no te gané ni una batalla, pero soy un prisionero agradecido y constante que volverá a la lucha tan sólo con que tu aire soplé en mi deseo.
Hoy la cita no fue de parques ni de cama, tuvimos una cita de silencio. Por un lado, la ausencia y yo sentados, mirando en la ventana la mañana, por otro tú y quién sabe qué fantasmas o qué duendes.

martes, 22 de febrero de 2011

¡Que se jodan!

Que se jodan, si, que se jodan, y vuelve a golpear con fuerza en la tierra con la azada. A cada golpe apenas logra arrancar pequeños trozos de tierra, es dura, demasiado dura para trabajarla con aquella herramienta, pero a él no le importa. Que se jodan, vuelve a pensar mientras con la manga a medio subir de su camisa limpia la sudor de su frente y alguna que otra lágrima que sale de sus ojos. Y de nuevo golpea la tierra En toda la mañana apenas ha sido capaz de arrancar una treintena de capazos, pero eso no parece importarle. El sol cae a plomo, formando ante él la sombra de un desesperado, de un condenado a cavar una y otra vez en aquella tierra yerma, una sombra que parece tan infatigable como él mismo. Se yergue, mira ente él y se extiende una eternidad de tierra surcada por piedras, demasiado a menudo, y alguna que otra mala hierba capaz de nacer en los lugares más insospechados. Vuelve la mirada y se da cuenta de que apenas ha avanzado unos metros. Mejor, piensa, cuanto más tarde mejor. Y de nuevo encorva el cuerpo y lanza un golpe con todo la fuerza que son capaces sus brazos. A su derecha, en la linde del campo, sobre una vieja y medio derrumbada valla de alambres, dos cuervos lo miran desde hace un buen rato. Tras él, en el porche de la casa, bajo la sombra del pequeño alero, su perro duerme. Que se jodan. Parece como si cada golpe tuviese que llevar aparejado ese pensamiento. Deja caer la azada y vuelve, limpiándose el sudor con un pañuelo, hasta el porche. Mira al perro, camina unos pasos y se sienta en la vieja mecedora. Entorna los ojos, molesto por la fuerza del sol en aquella mañana de julio, y mira el campo. Tengo para todo el verano, se dice mientras sus ojos se entornan un poco más. Mejor, ojalá tuviese para el otoño también, y para el invierno, ojalá no tuviese ya más cosa que hacer en la vida que cavar eternamente este campo. A unos pocos metros de donde está se amontona la tierra que ha sido capaz de arrancar en el último mes. Un montón que sirve de comedero a los pájaros. Una tierra árida pero llena de malas hierbas y lombrices. Y luego nada.
El perro sigue durmiendo, los cuervos parados en lo alto de la cerca, esperando. Se levanta, enjuga una vez más el sudor, y vuelve al trabajo. Que se jodan. Es como un rito, cada golpe, cada sonido seco y metálico de la herramienta en la tierra él repite, a veces mentalmente y a veces en voz alta, la misma frase.
La azada vuela por el aire, demasiado empeño, demasiado fuerza en este golpe, y el sonido es más fuerte de lo normal, demasiada rabia, y se rompe el mango. La parte metálica, cogida todavía a un trozo de madera, queda clavada en el suelo, y el siente un brutal golpe en su muñecas soltando el trozo de mango que queda en sus manos. Se derrumba, cae de rodillas en el suelo y grita con todas sus fuerzas ¡que se jodan¡. Y rompe a llorar tapando su cara con ambas manos mientras los cuervos levantan el vuelo aleteando con fuerza, y su perro llega hasta él y da vueltas a su alrededor sin parar de ladrar. Que se jodan, solloza ya casi sin fuerzas, dejándose caer el la tierra. Su camisa, manchada de sudor se llena de tierra, sus manos se llenan de tierra, su cara se llena de tierra, su alma se llena de tierra. Y se queda allí. El perro ha vuelto bajo el porche y de nuevo parece dormir, aunque sus orejas están levantadas, los cuervos, que ahora son cinco, han vuelto a posarse sobre la cerca, el silencio se extiende con la ausencia de brisa y lo llena todo. Está agotado, no le importa estar tumbado en mitad de aquella tierra y poco a poco se duerme, bajo un sol que parece esforzarse como si ese fuera su último día.
Se sienta a la mesa, apenas un poco de verdura asada para cenar y una cerveza. Y después, como siempre, su café y un cigarro. Toma la libreta en la que ha ido escribiendo en los últimos días y deja que su angustia derrame en ella uno más de los muchos llantos que han acabado poblando sus noches “los conocerás por sus miedos, no importa cuales sean. Unos temerán la falta de dinero, otros la falta de poder, la mayoría temerá todos los días de su vida la soledad social, la indescriptible necesidad de agarrarse a todos y cada uno de los que pasen por su lado para acabar agarrados a la ausencia. Los hay que temerán la muerte, los menos, porque sólo teme la muerte quien vive, quien siente cada día la terrible presencia de la vida en cada gesto, en cada respiración, en cada latido, y estos son los menos.  Y los más, esos que cada día pasan a tu lado con la innegable indiferencia de las prisas ficticias, esos que siempre tienen un sitio al que están yendo y sin embargo no terminan de quedarse, de sentirse parte, de ninguno, esos que se llaman entre ellos a gritos, que se reúnen para cerciorarse de que siguen compartiendo ideas, esos que temen que su pelo, que su ropa, que el último libro que han leído o la última música que han escuchado, no esté a la moda, y les haga quedar fuera de la inercia, esos temerán a la vida. Seguirán corriendo al lado de esta como si fuese un río, demasiado lento cuando la vida se empeñe en discurrir por rápidos a una velocidad vertiginosa, y demasiado rápidos cuando esta se pare en remansos donde el sol llega a reflejarse varias veces en las mismas gotas. Y ¿a qué le temes tú? ¿Qué hace que cada noche tiembles de miedo antes de que el sueño entre en tu vida como entran las sombras cuando el sol se deja caer cada tarde? ¿a qué le temes tu?” . Mira por la ventana, ya es noche entrada, no sabe con seguridad la hora pero deben de ser más de las once. Da un sorbo de la taza de café y apura lo que le queda del cigarro. Mira lo que ha escrito y repite en voz alta “¿a qué le temes tú?. Demasiado bien lo sabe. La primera vez que huyó casi tuvo la certeza de haber conseguido escapar, al menos durante un tiempo. No mucho, es cierto, pero aquellos tres o cuatro días le parecieron una eternidad. Luego las huidas sirvieron para confirmar lo inevitable. No, no hay huida, no hay posibilidad, al menos para él no. “Quién sabe, quizás si en lugar de empeñarse en seguir el curso del río, en acomodarse a sus cambios de recorrido y velocidad, quizás si entonces una persona, la menos indicada, la que más miedos acumulase, tomase la decisión de caminar en sentido contrario al río, tuviese la fuerza para caminar durante días, puede que durante años, sintiendo como las aguas le gritan que se equivoca, como el roce con los cientos de corredores que bajan con la corriente del río hacen sangrar su cuerpo, pero aun así no cejase, aun así, pese a que muchos días, muchas noches, sentirá flaquear sus fuerzas, si aun así consiguiese terminar su viaje y un día sus pies le llevasen al nacimiento del río, puede que entonces bastase con poner las manos ante la salida del agua para cambiar su rumbo, para sentirse, aunque fuese durante unos segundos el amo del río, el amo de la vida. Seguramente entonces, sentado junto al nacimiento, con las manos todavía puestas ante aquel débil corro de agua, viendo como toman un camino diferente y el antiguo cauce se va secando poco a poco, esbozará una sonrisa pensando en los cientos, los miles, los millones de corredores, que andarán desorientados por un cauce seco. Y entonces lo sentiría, lo sentiría como ahora lo siento yo. Sé que no seré capaz de expresarlo, que no conseguiré acercarme siquiera a la sensación de fracaso y abandono que ahora siento. Es como si ese mismo río fluyese dentro de mis venas. Lo siento recorrer cada centímetro de mí. A veces es de lava, y quema, quema como quemarían cientos de volcanes puestos de acuerdo para la erupción final, siento como mi cuerpo aumenta su temperatura, como por cada poro lucha por salir un huracán de fuego y mi boca se seca, con una sequedad que hace que sienta mis labios y mi lengua de piedra. Otras veces, sin embargo, se convierten en ríos de hielo. Jamás hubiese sospechado que el hielo pudiese fluir como el agua más pura, pero lo hace. Comienza por hacerme sentir mis pies ateridos, cada vez más fríos, hasta que ya no los siento, y sube por mis piernas. El dolor en las rodillas es insoportable, siento crujir los huesos, convertirse en muertos rígidos que ya no volverán a conseguir el movimiento de las rótulas. Y luego llega a mi entrepierna, nunca más una mujer se acostará con un hombre que es capaz de helarle las entrañas. Y sube hasta mi pecho. ¿para qué quiere una mujer acostarse con un hombre que tiene el corazón de hielo?. Y finalmente vuelve a convertir mi lengua en piedra, mis labios en piedra, hasta que el río explota en una cascada sin piedad en mi cabeza. Y siento como mis ojos arden, como mi frente arde, curiosa sensación la que produce el hielo, hasta que mi cabeza se duerme, en un sueño que da la impresión de parecerse demasiado a la muerte. Pero nunca es así, siempre hay un nuevo ciclo de lava y un nuevo ciclo de hielo, y en medio yo, sin acabar nunca de formar parte de ninguno de ellos, sin llegar a formar parte nunca de nada.
Aparta con un gesto brusco la libreta, tira la taza de café al suelo, se levanta y va hasta la puerta. Se apoya en el marco, mirando fuera, y llora. Ayer también lloró, recuerda entre sollozos, y anteayer. Le es difícil recordar un solo día en que no haya llorado. A veces por lo escrito, otras por el miedo que últimamente le invade de estar volviéndose loco, las más por costumbre, tan sólo por costumbre. Una noche demasiado hermosa para un loco, se dice mientras termina de cerrar la puerta y va hacia la habitación. Puede que el sueño lo devore todo, o puede que no, como no lo hizo ayer, como no lo ha hecho nunca.


Y ahora escucha esto...

lunes, 21 de febrero de 2011

Un esquimal

Puede que sólo sus conocimientos de la psiquiatría, mínimos, pero los suficientes para el caso, hicieron que no se preocupase más de lo normal por lo que le estaba sucediendo por aquellos días. Todo había comenzado a principios del verano. Como cada año, al menos así sucedió en los últimos años, había acumulado unos cuantos libros para leer, y se dio a la tarea. No habría leído más de diez o quince páginas del primero cuando aquella visión se apareció ante sus ojos. Un esquimal. Era de noche, muy tarde, lo bastante para achacar al cansancio y a la costumbre de acostarse pronto la aparición de aquel esquimal, aunque había sido demasiado nítida, demasiado. Se acostó y un placentero sueño reparador hizo que la imagen sólo fuese un recuerdo a la mañana siguiente. ¿Un esquimal?, se dijo, vaya cosa curiosa, entre miles de posibles apariciones tenía que ser un esquimal, y en verano. Si al menos hubiese sido un ser de las entrañas de la tierra, deforme, con dos cabezas y un número incontable de brazos, y le hubiese mirado de forma amenazadora, con esa mirada que anuncia que la muerte está cerca, y él hubiese tenido la tranquilidad de recordar aquellos pasajes de la Biblia que rescribió el traductor Amadeo de Guliani en el siglo XVII y que hacen mención a una serie de conjuros contra los seres del averno. O si al menos hubiese sido una tentadora bruja inglesa de comienzos del siglo XIII, envuelta en un halo de niebla y fuego, con un cuerpo voluptuoso y desnudo, invitándole a abandonar todos y cada uno de los placeres terrenales a cambio de los placeres celestiales, porque entonces podría haber recitado el famoso conjuro del no menos famoso historiador y alquimista árabe Abdelatu que según la tradición oral tanto servía para el conjuro de toda clase de seres infernales (brujas, diablos menores y demás) como para el alivio del dolor de muelas; pero no, había sido un esquimal, y bastante normal, aunque la noche de sueño había borrado de su mente muchos de los detalles.
Por la tarde volvió a coger aquel libro. Quince o veinte páginas más, era la lectura diaria. Y justo en el momento de ir a cerrar el libro y dejarlo sobre la mesa volvió a aparecer. Era un esquimal, sin la menor duda, de unos sesenta o setenta años, acababa de atrapar un pescado con un artilugio parecido a una caña de pescar, aunque no era una caña, al menos no como las que él estaba acostumbrado a ver. Llevaba unas botas rojas de piel con una cenefa de colores blancos y azules, sonreía. A sus pies una foca pequeña, negra, lo miraba. Cuando se repuso de la primera impresión cerró los ojos con fuerza durante unos segundos, puede que durante unos minutos, al abrirlos el esquimal había desaparecido de nuevo.

domingo, 20 de febrero de 2011

Reflejo

Se sentó frente a aquel escaparate, en el borde de una inmensa fuente que apenas si tenía un pequeño surtidor en medio. Estaba cansado, muy cansado. Después de un agotador día de trabajo había continuado con una tarde de compras que ya pasaba factura a sus piernas, a su espalda, a su ánimo. Tomó una nueva bocanada de humo de su cigarro y levantó la vista. Ante él, apenas perceptible por su contorno, estaba su reflejo. Soplaba un viento triste que hacía que sus cabellos volasen alrededor de su cabeza. Se miró, vio como sus brazos se cruzaban ante él hasta apoyarse en sus piernas, ensayó todavía una vez más el gesto de llevar el cigarro a su boca, y de golpe se paró, dejó caer los brazos sobre sus piernas y se quedó completamente quieto, sin mover un solo músculo, y entonces lo vio. Ante él estaba aquella figura recortada por los reflejos del sol y enmarcada entre unos maniquís con la ropa de la temporada anterior, y nada más, como él, nada más.
Sintió suyo aquel mundo de quietud, de soledad, de desierto. Se comprendió tal y como era, el reflejo de un reflejo en mitad de unos grandes almacenes. Vio con tristeza que siquiera el pelo seguía volando al viento, notó como su sangre huía lentamente de sus venas hasta formar un hermoso charco dentro de la fuente y luego era elevada por el surtidor llenándolo todo de reflejos rojos. Intentó hablar, pero no tenía sentido en medio de aquella soledad poblada de multitud de desconocidos que apenas si se reflejaban en los escaparates, y lloró, sintió como su interior se poblaba de lágrimas hasta dejar su cuerpo convertido en un mar de llanto cuando la última gota de sangre resbaló desde sus manos hasta la fuente.
Entonces volvió a levantar la vista y repasó con detalle el escaparate, dos maniquís de hombre con chaqueta y pantalón oscuro y una camisa que jamás se habría puesto, tres de mujer que no acertó a describir, y un montón de prendas sin sentido a los pies de cada uno de los maniquís, y el reflejo de un desconocido que se levantó sin prisas, como si no importase el tiempo porque no tenía a dónde ir, le miró durante unos instantes y dándole la espalda se alejó en silencio mientras él llevó de nuevo su cigarro a la boca.

viernes, 18 de febrero de 2011

Si hoy tocase la tristeza a mi puerta

Si hoy tocase la tristeza a mi puerta, como toca en días laborables algún que otro mendigo, casi sin fuerza, casi sin esperanza. Incluso aunque no tocase, aunque solamente asomase su cara por el cristal de la ventana, sin pedir nada, como si sólo la guiase la curiosidad que durante un instante hace que miremos por el solo gesto de la mirada, sin esperar nada, sin pedir nada. Incluso aunque no tocase ni asomase su cara por ventana alguna, si tan solo sintiese el ruido de sus pasos, aunque estos sólo fuesen un deslizar de pies que apenas rozan el suelo en un callado murmullo que muere al instante en cada paso. La tristeza no sería consciente de que es su día de suerte, de que tocó en la puerta que estaba esperando su mano durante tanto tiempo, que se asomó a la ventana tras la que alguien esperaba con los ojos cerrados, que anduvo por una calle por la que hace años no pasaba nadie.
Pero si equivoca el camino, si la tristeza pasa de lejos o encuentra otra casa donde hacer un alto. Si por un momento me descuido y, aunque pase, o toque a mi puerta, yo no estoy atento y tras esperar unos segundos se aleja. Entonces ¿qué haré con todo este tiempo, con todo este espacio vacío que acumulo entre mis manos?.
No, estaré atento, bien atento, no contestaré al teléfono, ni comeré, no haré movimiento alguno que distraiga mi mirada, ni cerraré mis ojos un instante, ni mis oídos escucharan otra cosa que no sea el silencio que puede preceder a unos pasos quedos. No, no dejaré que esta oportunidad pase de lejos y de nuevo vuelva el silencio a la madera, el vacío a la ventana, y el frío de la ausencia a la calle. Quedaré como el vigía, alerta, siempre alerta, capaz de escuchar el más leve de los rumores, capaz de ver la sombra más difusa y el brillo más tenue, capaz de lo imposible. Porque hoy tengo una misión especial, hoy soy el encargado, cuando toque, cuando llegue hasta mi puerta, de decirle a la tristeza que hoy, justo hoy, es su día de suerte.

Mi alma está llena...

Mi alma está llena de fracasos,
Fracasos fríos, a fuerza de miradas de hielo,
Fracasos sordos, a fuerza de hablarle a la soledad,
Fracasos duros, eternamente duros;
Pero mis manos,
Esas que no entienden de razones,
Siguen llenas, como si una fuente interminable
Sólo tuviese el fin de mis dedos,
De sueños por cumplir.

Y ahora escucha esto...

jueves, 17 de febrero de 2011

Al principio fue el día

Al principio fue el día, un día interminable. Duró horas, años, puede que siglos. Parecía que nunca tendría fin, que la inagotable luz estaría siempre dorando el trigo, reflejándose sin tregua en las aguas,  colgada de cada uno de los frutos de los miles de árboles. Ni el reparador sueño fue capaz de acabar con ella.
Un día, quién sabe si “un buen día”, el día interminable en el que transcurrían todos y cada uno de los hechos, un hombre enfermó, o fue atacado por alguna fiera, no queda registro escrito sobre el momento en sí, ni la tradición, oral o no, dejo constancia de ello que llegase hasta nuestros días, simplemente un día sucedió. Poco a poco la enfermedad, o la herida, fue haciendo su viaje, el hombre (puede que fuese una mujer, puede) respiró cada vez con una cadencia más lenta y rítmica (si se hiciese una investigación seria sobre el tango puede que allí estuviesen sus orígenes). Quince veces por minuto, doce veces por minuto, cinco veces por minuto, cada vez menos y más largas las respiraciones. Hasta que llegó una última, una que parecía venir desde sus pies, que recorrió todo su cuerpo, piernas, estómago, brazos y pechos, parecía como si fuese tomando nota de cada parte del cuerpo y recogiendo en cada parte cuanto pudiese serle necesario, imprescindible o no, y finalmente llegó a la boca, se tomó un tiempo, miró la cara a cuentos estaban alrededor y se hecho fuera. Al principio fue el día, un día interminable, al menos hasta esa primera bocanada de muerte. Y entonces se hizo la noche. Podríamos decir que una noche terrorífica, cruel y traidora, pero no fue así. Se dejó caer sobre los frutos y estos aprovecharon para madurar con calma, se tumbó a la orilla de los ríos y estos se dedicaron a reflejar las estrella y la luna, que hasta entonces nunca fueron visibles. Se tomó su tiempo, el justo, el justo y el que tuvo a bien acordar con el día. Yo tendré la mitad, más o menos, dijo el día, tú, dijo mirando a la noche, con un contacto leve, tendrás la otra mitad, más o menos, le contestó la noche. En los sitios donde no pudieron llegar a acuerdos tan sencillos decidieron dejarlo para tiempos mejores. Todavía hay lugares donde aun no sé da el reparto de doce y doce, más o menos.
De todos estos hechos y acuerdos quedó al margen el hombre, y la mujer, claro. Ellos simplemente acordaron que no sería mala idea que el sueño fuese compañero de la noche y la actividad del día. Tal vez no fue una buena elección, pero así quedó acordado y nunca puesto en duda (los panaderos no están totalmente de acuerdo).
Desde entonces, desde aquel día, y ahora si que hablamos con propiedad en lo de día, sucede que el día se lleva la mayoría de las bocanadas que hombre o mujer alguna es capaz de dar, pero la última, la que hizo que el día pudiese hablar de amor con una mujer a la que nunca llega más allá que a rozar, esa es de la noche, de una noche larga, de una noche interminable.


Y ahora escucha esto...

lunes, 14 de febrero de 2011

Y se cansó de la vida

Y se cansó de la vida, una mañana se cansó de vivir; pero no de una manera brutal, de esas de las que siempre se vuelve a tener un ansia desmedida de vivir cuando el sudor abandona los poros, no. Fue un cansancio dulce, suave, que se fue colando casi sin que él se diese cuenta, hasta que una mañana le susurró despacio al oído y él comprendió. No luchó, puede que en otros tiempos, en otros lugares, hubiese emulado alguna de las gestas de los más que desfigurados caballeros medievales, pero estos eran tiempos de silencio. Escuchó aquel susurro en su oído como si la voz del más ronco de los moradores del averno gritase con la única esperanza de que aquel grito llegase a formar parte de todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, hasta que grito y alma fuesen la misma cosa. Sintió avanzar las palabras por su piel, colarse por sus poros hasta formar parte de su torrente sanguíneo, con una sensación muy parecida al agradable calor de los primeros soles de abril en su piel. Dejó que aquel grito, que sólo él escuchaba, llegase a su corazón, y allí, con una contracción como nunca antes había sentido, estalló en torrentes de sangre por todas y cada una de sus venas hasta llegar a cada rincón de su cuerpo. Ni un pelo, ni un milímetro de carne y hueso, dejó de sentir aquel grito desgarrador, y entonces él se convirtió en grito.
Se sentó, apoyando su espalda contra la pared. Encogió sus piernas y las atrapó rodeándolas con sus brazos. Entornó los ojos, sintiendo como el sol calentaba su cara. Esperó, todavía llegaba hasta él el eco de aquel grito, repetido en sus pulmones, en su vientre, en sus pies, y siguió escuchando aquel grito, cada vez con menos fuerza, con menos. Sus brazos cayeron a sus costados, como dos pétalos de amapola. Murió. Sin una sola contracción, sin un último estertor, sin que sus labios se moviesen intentando una última frase o al menos una última palabra. Quedó apoyado contra la pared, quieto, y murió.
Al rato, cuando ya no quedaba rastro de aquel grito y el sol todavía dejaba caer su sombra con indolencia sobre el suelo, volvió a abrir los ojos, apoyó sus manos en el suelo, tomó impulso y se levantó. Aun tardó unos segundos su sombra en hacer los mismos movimientos. Finalmente se alejó, camino abajo, su sombra todavía esperó a que el sol se escondiese tras el horizonte.

viernes, 4 de febrero de 2011

Cansancio y despedida


No sé, puede que tenga que ver con el cuento que he colgado hoy en el blog, y este cansancio que no conoce la palabra “descanso” haya hecho demasiada mella en mí. Puede que haya sido el ser especialmente pretencioso en aquello de “cada día te contaré un cuento….”, sin tener en cuenta que los días serían muchos y yo sólo soy uno. O puede que la necesidad de abrir de vez en cuando una ventana, comprobar que fuera sigue habiendo gente, y que esa gente todavía me reconoce e incluso reconozco a muchos de ellos, se haya pasado. El caso es que de nuevo escribo al sol, en mi terraza, y siento la imperiosa necesidad de decir adiós. No hasta luego, eso sería creer que la persona que vuelve es la misma que se fue, y eso nunca es así. Adiós, el que empezó no hace mucho más de mes y medio a colgar sus cuentos con la intención de pasear ante los ojos de otros se ha ido, ya no está aquí.
Puede que siga usando el blog para “ser desagradable”, o para poner las “opiniones de alguien que debería estar callado”; pero eso ya no me obliga a nada. Puedo ser desagradable cinco días seguidos y no volverlo a ser en meses y, aun así, eso sólo me serviría a mí para ir vaciando mi alma de desencantos, de fracasos, de desacuerdos; pero los cuentos vuelven a su creador. Ahora los tengo a mi lado, al sol, mirándome, como ya me han mirado otras muchas veces, y tienen una sonrisa cómplice en su rostro.
Adiós, se quedan unos cuantos cuentos que todavía me hubiese gustado compartir. Ya no llegaremos juntos a las dos mil visitas.


....y ahora escucha está última canción.

Hoy no

Hoy no, hoy estoy demasiado cansado para seguir jugando a este estúpido juego cuyo único fin, una y otra vez, es siempre la muerte. Hoy necesitaría saber que hay una posibilidad de engaño, que cabe despistarla en una esquina, y que olvidará el ansia incontrolable con la que cada día se va llevando un espacio de tiempo, de sombras, de carne.

            Hoy no, hoy apenas puedo mantener los ojos abiertos, y mis piernas duelen, y mis brazos, y siento cada poro de mi cuerpo como si fuesen los poros de un extraño y tuviese que llevarlos a cuestas por un salario que nunca nadie vendrá a pagar.

            Quizás ayer, aunque ayer también es parte de su reino. Puede que mañana, aunque mañana sólo será si ella todavía está distraída peinándose una y otra vez su larga melena en el espejo.

            Apenas le quedan unas horas al día, pocas, de esas que hoy no sé si son un regalo o el peor de los castigos. Yo estoy en ellas, y mi cansancio se esparce desde hace tiempo y parece no importarle el juego. Estoy casi seguro que seguiré cansado después de haber perdido el juego, mucho tiempo después. Como si sólo este cansancio estuviese más allá de las reglas, como si sólo él no envejeciese, no se llenase su cabello de canas, ni sus músculos perdiesen nada de su frescura, el vuelve una y otra vez, cada día, como un joven cuyo parto se debe a cada nueva alba. Y yo lo arrastro, y yo si envejezco, pierdo, como si todas y cada una de las reglas sólo tuviesen ese único fin.

            Pero hoy no, hoy estoy demasiado cansado para seguir jugando.


...y ahora escucha esto.

jueves, 3 de febrero de 2011

El mal poeta.

Ayer fui un pecador. Al menos lo fui a primera hora de la mañana, cuando pensé en Camila. No duró mucho, apenas unos minutos, pero pequé sin límite. Luego recordé sus ojos, sus labios, su silueta contrastada contra la luz de la mañana que entraba por la ventana de la habitación. Y fui un poeta. Recuerdo que logré componer en mi cabeza cinco o seis versos sobre el momento.
A media mañana, cuando el sol ya comenzaba a encaramarse a la cúpula del cielo, volví a pecar. Esta vez fue con Dolores. Quizás fue que acababa de almorzar y el vino todavía hacia su efecto en mi cabeza, quizás fue la tranquilidad con que el sol se colaba entre las hojas de la parra, tejiendo aquel hermoso tapiz de sombras en el suelo, o quizás fue mi facilidad para el pecado; pero pequé más tiempo. No sabría decir si fue media hora, o una, porque pequé mientras un dulce duermevela acunaba mi cuerpo. Al rato la poesía volvió a mi pensamiento. Su cuerpo recostado contra la baranda del pequeño porche, un poco dejado caer hacia atrás, de modo que sus pequeños senos se marcaban casi con vergüenza contra la tela de su vestido blanco. Sus manos apoyadas en la barandilla, como dos ramos de flores dejados caer sin fuerza. No sé, puede que fuese un poco de todo eso o que el vino dejó de hacer efecto, pero de nuevo volví a componer unos cuantos versos en mi cabeza que no tuve el cuidado de anotar en cualquier papel.
Al final casi del día, cuando apenas quedaban unos cuantos rayos de sol en el horizonte, y parecía que ya la oscuridad lo cubriría todo, pequé, pequé de nuevo. Porque entonces Luisa vino hacía mí con el sol al fondo, marcándose entre sombras sus caderas, invitando a recorrerlas hasta el amanecer. Y pequé. No duró mucho, apenas hasta que el último rayo de sol desapareció tras las montañas. Y entonces su cuerpo se quedó como suspendido de alguna estrella. La luz blanca y suave de una luna que todavía se asomaba sin fuerza dio en su rostro y lo volvió de nácar. El silencio de la noche subió desde sus pies hasta su pelo convirtiéndola toda ella en un suspiro apenas aguantado por la calidez de mi mirada, y de nuevo la poesía sintió la necesidad de pasar sus manos por ella, de notar su piel, sus labios, de besar su boca, y de nuevo unos versos de los que no quedaron constancia acudieron a mi cabeza para acabar sin dueño.
Finalmente la noche se sentó a mi lado, me miró a los ojos, como esperando, como esperando, y le dije “seguramente no quedará constancia de cuantos versos hoy imaginé porque puede que sea el peor de los poetas, pero nadie, nadie, pondrá jamás en duda que hoy pequé como no pecó hombre alguno”. Y la noche me tomó en sus brazos como la más dulce de las amantes.


...y ahora escucha esto.

miércoles, 2 de febrero de 2011

A veces

A veces quiero escribir, no siempre. Y me siento ante el ordenador, intentando forzar mi mente, buscando un tema, la punta de un tema, algo que se acerque al fantasma de un tema. Y entonces una tristeza inmensa, una que casi cuesta tragar, se apodera de mí. Hago un barrido sin mucha fuerza sobre los temas clásicos. El amor, la vida, la muerte, ya se sabe que la muerte siempre ha sido clásica, aunque nunca deje de tener esa frescura de lo que está a punto de nacer a cada instante; pero nada, la tristeza lo cubre todo de un manto hecho de gasa, de la más cálida y suave de las gasas. En las más desesperadas de las ocasiones pongo música. La música, a veces se parece mucho a alguna de las musas de los antiguos, y trae de la mano alguna que otra letra que no acabarán mal del todo en un texto, uno cualquiera; pero en otras ocasiones, la mayoría, suele traer en su mochila una suave sensación de cansancio que me invita a cerrar los ojos y dejarla entrar, abriendo de par en par cada una de las puertas de mi alma, y sumiéndome en un dulce duermevela demasiado alejado del mundo de la creación. Al final me abandono. Un mal día para escribir, sólo acudió a la cita mi intención, y con eso no basta.

martes, 1 de febrero de 2011

Principio y final de un camino

Ante mi se abre un camino largo, muy largo. Miro hacia atrás y nada; pero no un nada filosófico que quiere decir “ahí está todo, pero comienzo de nuevo”, no, simplemente no hay nada. Ningún camino llega al principio en el que ahora estoy. Muchos antes que yo han estado en este comienzo, y muchos antes que yo se han preguntado por qué camino han llegado a éste, y la respuesta siempre ha sido la misma “nada”. De todos modos no hay mucho tiempo para pensar, la belleza del camino que tengo ante mí me atrae imperiosamente. Los almendros han florecido, el sol juega con sus ramas y con la flor a crear sombras dulces sobre la tierra. A ambos lados flores compiten por lograr un tapiz multicolor, y una suave línea en el horizonte esconde las últimas sombras de la noche anterior. Doy mi primer paso sobre la cálida tierra. No escucho el sonido de mi pie sobre ella, pero sería extraño que fuese capaz de oírlo porque un coro de sonidos que viene de los pájaros, de una fresca brisa, y del arroyo que discurre paralelo al camino lo ahogaría sin remedio. Mi segundo paso, y una increíble sensación de nostalgia y miedo se apodera de mí. ¿De dónde vengo?. Vuelvo de nuevo la vista hacia atrás. Cuando niño, y no tan niño, aprendí conceptos como el vacío, la nada, y otros similares para definir las ausencias. Ahora no me sirven en absoluto.
Tras de mi tan sólo una sensación de olvido que hace que mi corazón lata a una velocidad incomprensible. En ese momento me doy cuenta de que soy incapaz de recordar. Seguramente conocía a gentes antes de encontrarme aquí, puede que haya estado en otros lugares, en muchos otros lugares; pero soy incapaz de recordar ni uno solo de ellos, ni una persona, ni un gesto. Y me asalta la angustiosa duda de si tampoco de mi se acordarán en ningún lugar, de si habré caído en el más triste de los olvidos. Doy dos pasos hacia atrás, justo los mismos que había dado sobre el camino, y me quedo parado, helado, sobre el borde del comienzo. Ante mí no se abre un vacío insondable, siquiera un abismo de fuego que me promete la muerte; ante mi tan sólo el miedo, la duda, que hace que me quede parado, sin fuerzas para dar un paso más. Puede que si lo diese, que si mis pies tuviesen la fuerza necesaria tan sólo para ese último paso, volviese al lugar de donde vengo, apareciese de nuevo entre los seres queridos y los odiados, entre los lugares que conozco y en los que me siento seguro. Pero el miedo me hace quedarme quieto, pensando en la posibilidad de que no venga de ningún lugar, ni conozca a gente alguna, me hace pensar que puede que no tenga un pasado sobre el que volver, no ya que sea un pasado terrible al que no valdría la pena volver, sino simplemente que no exista, que ese primer paso en ese nuevo camino sea un nacimiento y antes sólo exista un oscuro vacío dispuesto a hacerme desaparecer. Me vuelvo de nuevo. Asombrado veo que el camino ha cambiado, han cambiado los árboles y las flores. Incluso las huellas de aquellos dos primeros pasos que di han desaparecido completamente.
Ante mi se abre un camino largo, muy largo.


...y ahora escucha esto.

Sueño

Sueño