"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 31 de marzo de 2011

La leyenda

                                   
  Vivir en este pueblo, en el que yo vivo, tiene sus encantos no crean. Somos unos doscientos vecinos, catalogados dentro del ramo de los paletos. Aunque a decir verdad aquí es preciso ser paleto. Las costumbres son bastante antiguas. En cuanto a adelantos técnicos, mas bien pocos. Hay una radio, pero la tenemos escondida. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes. Bien, dentro de lo paletos que somos los hay más y menos, y el Antonio se lleva la palma. Se instaló un teléfono en la cantina, se puso el Antonio, oyó que hablaba, y lo mató. No, no crean que es broma. Es que el Antonio nació en el monte, sus padres eran pastores, y ha vivido siempre en el monte como pastor, y estos adelantos él dice, como su madre, que son cosas de brujas. Creo que ya adivinarán porque tenemos la radio escondida. Pero como ya dije al principio vivir en este pueblo tiene sus encantos. Sobre todo las leyendas.

  Aquí cerca, a unos dos kilómetros del pueblo, hay un bosque, junto al cual discurre un arroyo. Según cuentan, de ese arroyo unas veces, otras desde el centro del bosque, aparece un animal monstruoso que igual se lleva las vacas, que las cabras, que lo primero que coge. Durante mucho tiempo creímos que era una bestia salvaje, un animal dañino; pero un día !zas¡. Sobre las siete de la tarde se va de paseo la hija del alcalde, a saber en que iría pensando que fue a parar al bosque y !zas¡, si, !zas¡, la violó el monstruo. Durante nueve meses la gente estuvo esperando a ver como sería lo que tuviese la hija del alcalde. Porque todo hay que decirlo, el bicho la dejó embarazada. Y parió. Parió un niño rubio con los ojos marrones. Aquí la gente se calla porque es la hija del alcalde, pero el niño es clavado al dueño de la cantina. Menudo monstruo esta hecho ese. Pero bueno, quedaba por aclarar lo de las vacas y las cabras. !Quita gorrino¡. Esto de contarles las historias desde el corral es la ostia. Bien, como decía, faltaba por aclarar lo que el bicho se llevaba. Bueno, pues un día, uno en la cantina, que aunque paletos tienen sus detalles de inteligencia, dijo que por qué el ganado del alcalde era cada vez más numeroso, y porque no le atacaba el monstruo a su ganado, y donde estaba la piel de oso que había en la alcaldía. Ni que decir tiene que esto fue como una bomba. Además, ahora nos explicamos el por qué el alcalde, cada vez que su hija le decía que había sido el monstruo, le pegaba y le decía “calla embustera y di quien ha sido”.

  Y, ustedes, se preguntarán que tiene esto de leyenda. Hoy no tiene nada, pero ya se sabe, con el paso del tiempo se olvidarán los detalles, se olvidaran del alcalde, y se hablará de la leyenda del monstruo. Así nacen las leyendas.

miércoles, 30 de marzo de 2011

La isla


  Ella espera, con sus ojos clavados en mis manos. Es tan difícil vivir durante todo un año de recuerdos. De esperanzas que a veces se ven truncadas por la misma excitación. Cuando uno divide sus días entre los que tienen vida y los que sirven de puente cuesta mucho encontrar una linea a la que agarrarse. Se tiene la sensación de estar un poco de paso por los días. De esperar un momento que no concluya, que no nos lleve más allá, que nos obligue a detenernos en el durante el resto de nuestros días. Pero siempre hay un algo, no muy bien definido por nosotros mismos, que varía el sentido de las cosas, la relación con el entorno y la conjugación del vivir. Cuando creo haber encontrado el punto de referencia el vigía de mis sueños vuelve a gritar tierra, y así voy saltando de una isla a otra, perdiendo las pocas fuerzas que me quedan para el viaje. Puede que como dijo una voz el mundo propio siempre sea el mejor; pero pierdo demasiado tiempo en definir mi propio mundo, tanto que cuando al cabo ya parezco tener una idea clara de donde puedo sentarme a esperar no hay nadie más conmigo, y de nuevo hay que volver a poner bases, a crear ideas que justifiquen lo que siento y puedo hacer. Intento crear un circulo, un envoltorio del que sólo salir a voluntad propia, que me aísle, en el que sólo tenga cabida lo que yo desee, y fracaso. No por culpa del resto de islas, sino por culpa del mar, por culpa de no sé bien que Neptuno traidor. Si ataco me atacan, si huyo me persiguen hasta el más recóndito de mis sueños, si me quedo quieto y me muestro indiferente todos me preguntan y lo que es peor esperan respuestas. Respuestas de mí que no he sido capaz de crear mi propia isla, que he malgastado la mayor parte de mi vida en huir tal vez de mi mismo. Respuestas cuando tal vez el problema es que no hay preguntas, que suponemos que ha de haber algo o alguien, un principio o un final. No deja de ser una manera de saberse incompleto, incapaz de estar consigo mismo.

martes, 29 de marzo de 2011

Leo; pero no del verbo “leer” (gracias por todo, gracias por nada).


Uno está sentado al sol, en cualquier rincón de España, con unos cuantos amigos. Algún mejicano, algún colombiano, un par de norteamericanos, unos cuantos españoles. No muchos, apenas diez o quince, que cada día llegan, se sientan al sol, y escuchan pacientemente las historias. No sé por qué vienen. Puede que este sea un buen sol, puede que simplemente pasaban por aquí y se sentaron un rato a descansar. No hablan, no dicen nada, sé que están ahí porque noto su aliento. Yo venía solo a tomar el sol. Me gusta el sol. Pero un día se quedaron. Ya digo, apenas diez o quince. Bastaría uno sólo para que mi boca contase historias, aunque supiese que era un caminante que sólo equivocó el camino y acabó allí, a la sombra del mismo almendro donde estaba yo.
Ayer, un día que en nada era distinto a otros, una de las caminantes le habló de mis historias a otros. No gritó, aunque ese fue el efecto. No habló de mis historias como si fuesen las mejores del mundo, aunque ese fue el efecto. Simplemente les dijo que alguien cambiaba cuentos por miradas, y el almendro se quedó pequeño. De repente mis amigos de Ecuador, de Venezuela, de Chile, y los cuatro o cinco de España, se vieron rodeados de caminantes que acudieron a escuchar nuestras historias.
Puede que dentro de dos o tres días esos caminantes curiosos sigan su camino y no pasen más por estas tierras. puede incluso que los que siempre han estado aquí, conmigo, un día decidan que ya es hora de retomar el camino y me dejen sólo. Entonces, tomando de la mano a mis nietos, los traeré a la sombra de este mismo almendro y les diré “aquí, hace años, el abuelo contaba historias. Nos juntábamos no más de diez o quince, y contaba historias. Un día una mujer gritó, apenas un susurro audible a cientos de kilómetros, y el árbol se pobló de flores”, y quién sabe si entonces ella aparecerá por uno de los recodos del camino, dorando con su pelo la mañana, y vendrá a sentarse a nuestro lado.

Muerte de un amigo

               

  Es increíble, realmente increíble, la sensación que se tiene. Uno está aquí, habla, respira; pero no puede evitar un ramalazo de allí. ¿Dónde?, vete a saber. De pronto, o lentamente, según los casos, se va enturbiando la vista, se tiene una sensación de vértigo; no es que yo haya muerto, no, pero un amigo mío sí, murió hace cosa de un mes. Entonces se siente algo frío aquí, y va subiendo hasta cubrirlo todo, la habitación se va llenando de ventanas y, sin embargo, la luz apenas llega a los ojos. Es ese momento en que uno estira el brazo y con la mano palpa el aire, la mueve y la siente sin peso, libre; pero siempre hay alguien que la atenaza creyendo que es eso lo que busca. Entonces el moribundo pregunta “¿Estáis ahí?”, y cuando le contestan se alegra porque cree que todos han muerto con él.

  En esos trances uno puede llegar a ver un gato, o una amapola, o un cura polaco, según los gustos o frustraciones de cada uno. Los demás no ven nada, se limitan a mirar hacia ningún sitio, con su estudiada pose de “cuánto lo siento”. Es entonces cuando llega ese que dice “os habéis enterado que...”, y mientras el moribundo habla con el cura polaco, no puede evitar oír un rumor de voces que llega de la habitación contigua. Abre los ojos de golpe y pregunta “¿Dónde ha ido el cura polaco?” (otros preguntan por un gato o por una amapola, según los casos), entonces todos le miran, y algunos, entre sollozos, oyen al médico decir que ya desvaría. Con lo fácil que sería decirle “ha ido a por tabaco, ahora vuelve”. Pero no, nadie contesta, y el moribundo se siente desposeído de su sensación de cosmopolita, recuerda que sólo habla español y se niega a hablarlo.

  “¿Estoy bien peinado?”, no es que al moribundo le importe mucho, pero no puede soportar ver tanta gente sin hacer nada, y exclama “!ay, madre mía, madre mía¡, dicen “llama a su madre”, si, la llama, porque cuando era niño era su madre la que decía “Venga, ahora ir a vuestra casa que ha de dormir”, y sus amigos se iban; pero eran sus amigos y sin embargo éstos no son sus amigos y se quedan. “Velándole”, dicen ellos, “Desvelándome” dice el moribundo que quisiera dormir y no puede.

  En cierto momento entra uno y dice a los demás “se ha muerto Juan”, y el moribundo no puede dejar de pensar “Se me ha muerto un amigo”.

lunes, 28 de marzo de 2011

Hace seis años que estoy muerto.

Hace seis años que estoy muerto. Ayer, en un descuido, casi estuvieron a punto de descubrirme en la oficina. Reaccioné rápido. Fui al servicio y me eche un poco de esa colonia que compre hará no más de seis meses, cuando comenzó a notarse más mi estado. 
Todo comenzó una noche de abril. Una de esas noches perfectas para cualquier cosa. Una temperatura que invitaba a pasear o a salir al balcón a mirar a lo lejos. Un cielo estrellado y limpio donde daba la impresión que nunca había pasado una nube. Y una extraña felicidad que me acompañaba desde hacia más de tres semanas. Terminé de cenar, me levanté y fui a la cocina a prepararme un café. Esperaba de pie, mirando por la ventana las luces de las casas más lejanas. Cuando estuvo a punto volví al comedor a recoger los últimos platos. Y entonces fue cuando vi a aquella mujer. Sentada al otro lado de la mesa. Como si ya antes hubiese estado allí. Con una naturalidad, que hizo que fuese incapaz de reaccionar, me dijo -¿me preparas uno a mi? Como si fuese lo más natural del mundo volví a la cocina, tomé otra taza y comencé a preparárselo. Volví a la puerta del comedor y le pregunté -¿azúcar?, -Si, gracias, un poco, mi trabajo ya es bastante amargo. Acabé de prepararlo y volví a a la mesa. Puse uno ante ella y me senté. Pasaron unos minutos donde no dijimos nada. Nos mirábamos de vez en cuando e íbamos tomando el café a pequeños sorbos. -¿un cigarro?, le pregunté, mientras yo tomaba uno, lo llevaba a mi boca y lo encendía. –No, prefiero no fumar ahora. Con el mío ya encendido le dije -¿Te molesta que fume yo? – No, por favor, estás en tu casa. De nuevo estuvimos unos minutos en silencio. Daba la impresión de que los dos esperábamos que fuese el otro quien comenzase la conversión. Finalmente me dijo -¿sabes quién soy? Sin saber por qué le conteste –Si. No, no sabía quién era, al menos no al cien por cien. Tenía una ligera idea, pero me resistía a creer que fuese ella. No sé, puede que hubiese imaginado la situación de mil maneras diferentes. Un accidente de coche, una larga enfermedad por mi adicción al tabaco, un ataque al corazón en el momento menos esperado; pero aquello, encontrármela sentada a la mesa y pidiéndome un café, no era, desde luego, la manera en que había imaginado que vendría a buscarme.
No sé si ella esperaba muchas preguntas mías. Preguntas de esas del tipo ¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así? ¿Por qué yo?; pero lo cierto es que eso me daba igual. No era algo que me preocupase mucho. Siempre había tenido claro que sucedería, y que ese día no importarían las respuestas, siquiera importaría todo lo que estaba sin terminar y que ya nunca sería. Ese día… ese día había llegado. ¿Estaba preparado?, nunca se está preparado para casi nada; pero me sorprendí de mi tranquilidad. Acabé sin prisas el café, todavía me quedaba medio cigarro y lo fumé con calma. No sabía si aquel sería mi último cigarro. En un accidente, en un ataque al corazón todo pasa rápidamente, sin tiempo para hacerse muchas preguntas; pero ella estaba allí, acabando también su café, y nada en sus gestos, en sus palabras, me decía si sería en apenas dos minutos o si teníamos toda la noche todavía por delante.
Continuamos charlando. Cualquiera que hubiese visto la escena desde fuera hubiese pensado que simplemente éramos dos amigos, o dos amantes, porque cruzamos más de una mirada con intención. En ocasiones reímos, en otras, sobre todo cuando hablamos de su vida, estuvimos cerca de llorar. En ningún momento mis manos tocaron sus manos, en ningún momento las suyas se acercaron a las mías. No sé, puede que ese fuese el momento. Que cuando sus manos tocasen las mías sería la señal para que todo terminase. En algunos momentos, cuando me habló del alba, no recuerdo por qué sacamos el tema, sus ojos tomaron un brillo increíble. Se iluminó su mirada y sus labios se volvieron de un rojo intenso. Estuve a punto de levantarme, rodearla con mis brazos y besarla. No me hubiese importado si ese hubiese sido mi último beso. Pero seguí allí, mirándola, sin moverme.
El amanecer nos encontró todavía charlando. Supongo que fue un descuido por parte de ambos. Lo cierto es que se levantó, me dijo que se le hacia tarde. Yo me levanté y la acompañé a la puerta. Allí nos despedimos como dos viejos amigos. Nos dimos dos besos y se marchó. Creo que justo entre el primer beso y el segundo es cuando morí; pero a ella se le olvidó. La vi alejarse. A lo lejos se volvió y me dijo adiós con la mano, yo le devolví la despedida y la vi perderse por la primera esquina.
Cerré la puerta y volví al comedor. Acabé de recoger las tazas y fui a la cocina. Era sábado, no había que ir al trabajo, podía permitirme acostarme un rato, aunque no me notaba cansado.
Desde entonces no he vuelto a enfermar. Mi piel sigue igual que aquel día, como si no envejeciese. Apenas este olor que en determinados días, sobre todo cuando llueve, despide mi cuerpo; pero acabé encontrando una colonia que consigue que no se note. Por lo demás simplemente estoy esperando. Sé que un día tocará a mi puerta, la abriré y ella estará allí. Me dirá, sin rencor, sin mayor inflexión en la voz – Me dejé algo, ¿recuerdas? Claro que recuerdo, hace seis años que recuerdo, como no recordar. De todos modos la invitaré a tomar otro café. Quién sabe, dos olvidos puede tenerlos cualquiera

sábado, 26 de marzo de 2011

De la pequeñez de mi habitación

  Cuando llegué a la ciudad, allá por el mes de octubre, disponía del suficiente dinero como para haber alquilado la habitación más cara y lujosa. Sin embargo, movido por un falso sentimiento intimista, resolví que lo más adecuado para mi empresa sería una habitación pequeña, tan pequeña que unos pocos muebles y yo la llenáramos por completo. Recorrí los barrios donde pensé que podría encontrarla, pero la mayoría de las que visite eran amplias, extremadamente amplias para mis deseos. Yo deseaba una habitación donde poder crear un clima de comunión entre los objetos que me rodearan y mi labor como escritor. Una habitación donde todo formase parte de mi mismo.

  Por fin, serían ya mas de las nueve de la noche, encontré un pequeño cuartucho en uno de los barrios más alejados del centro. Nada más entrar en el tuve la sensación de reconocerlo. No fue difícil ponerse de acuerdo en el precio del alquiler, por una parte porque el dueño estaba necesitado de dinero y, por otra, porque ya he dicho que no eran precisamente económicos mis problemas.
  Aquí precisamente es donde comenzaron mis problemas, en esta habitación, o, para ser más exactos, por culpa de esta habitación.

  Lo que en un principio fue sentirse parte de un entorno que me envolvía, que estaba tan cerca de mi que se confundía con mi piel, se fue transformando poco a poco en miembros de mi cuerpo que me hacían más lento y torpe. En los primeros días disfrutaba de tener que apartar la silla para poder pasar de un lado a otro del cuarto. Esto me producía el placer de ver a la silla no sólo como un objeto inanimado y solamente recordado por su uso sino como un ser más de mi entorno imprescindible para llevar a cabo mis tareas. "Por favor señora silla sería tan amable de dejarme ir al armario". Eran juegos que me ayudaban a escribir con mayor fluidez. Pero todo tiene un precio. En poco más de tres metros cuadrados es fácil imaginar lo que supone vivir junto a una cama, un escritorio, una silla, un armario, un arcón, y un mueblecito para la palangana. Todos ellos forman parte de la vida diaria. No hay un solo día en que todos y cada uno de ellos deban de ser nombrados o recorridos de un sitio a otro. Incluso hay días en que es más pesada y duradera la labor de sus traslados que cualquier otra. A veces imagino cuan libre y feliz me desplazaría en una de las primeras habitaciones que vi al llegar a la ciudad. Dejaría mis pies deslizarse por esa alfombra persa de tres metros por dos y medio. Lo que entonces me daba miedo por el temor de no ser capaz de recorrerla en un solo día hoy se me antoja un placer lejano e inalcanzable. Bien cierto es que en los primeros días pude tomar la decisión de abandonar este cuartucho, y aun diré que en más de una ocasión paso por mi mente. Pero eran días en los que aun era muy fuerte en mi la sensación de la necesidad de este ambiente, era mucho más fuerte que mi capacidad para ver lo que me traería el devenir de los días.

  Y ahora ya soy incapaz de abandonar la habitación. La explicación es bien sencilla, la composición de la habitación es de tal categoría que cuando uno quiere salir tiene que dar un rodeo y pasando sobre la cama situarse frente a la puerta en el fondo de la habitación, y entonces uno tiene una visión de la habitación entera, y se ve la silla, y el arcón, y el resto de los muebles, y a poco que uno tarde solamente un segundo en empezar a moverse se le viene encima toda la angustia del abandono, toda la impotencia de dejar atrás aquello en lo que uno soñó durante tantos años. No, no es fácil.

  Hubo un tiempo en que, alguno de los amigos que hice en la tertulia del café, venían a hacerme alguna visita, sin embargo estas pronto dejaron de producirse. No sabría decir bien si el motivo fue la incomodidad que representa la habitación para que la ocupe más de una persona aunque solo sea de manera momentánea o si se debió a mis enfados cuando alguno de ellos golpeaba sin querer algún mueble contra otro al moverse por la habitación. Lo cierto es que hoy en día sólo los veo desde la ventana de tarde en tarde pasar por la acera de enfrente. Ellos a veces alzan la vista hacia mi cuarto y alguno de ellos, no todos porque con algunos se rompió toda relación, levantan la mano y me hacen gestos, luego los veo como murmuran algo entre ellos y se alejan doblando la esquina y tomando la pequeña avenida que va a dar en el paseo del río. Yo no espero que comprendan mi situación, ni siquiera espero que sientan compasión de mi. Cada uno es el verdugo y también la víctima de sus propios actos. Tampoco espero que la situación cambie, ni para mejor ni para peor. Pero no puedo dejar de sentir un cierto temor al pensar en lo que pasará el día que yo ya no esté.

viernes, 25 de marzo de 2011

La entrevista (hay un error, mas soy consciente)


  Me miré al espejo. Era un martes a las nueve de la mañana. Miré el calendario de mi reloj de pulsera. Martes 27 de abril. Mi cabello ya estaba perfectamente ordenado. Había conseguido colocar esa greña anárquica que siempre caía en mi frente entre el resto del cabello bien acoplado al lado de mi oreja, aunque no sin cierta dosis de agua. Repasé una vez más mi afeitado. Ora miraba este lado de cara, ora levantaba la cabeza para mirar debajo de mi cuello. La ropa descansaba sobre el lomo de una silla perfectamente doblada. Me fui enfundando una a una las prendas de vestir con sumo cuidado. Primero los calzoncillos de algodón, después unos finos calcetines de los pocos que me quedaban sin hilos colgando por sus costados. Conseguí meterme la camiseta en el primer intento, cosa por otro lado poco habitual. Era acaso una premonición. Respondía a algún secreto misterio el hecho de que cosas que a diario me resultaban difíciles de conseguir en el primer intento hoy, precisamente hoy, que era uno de los días más importantes de mi vida, no por la importancia del día en si, sino por la poca importancia que aún la suma de mis días anteriores tenía, las cosas me salieran a la primera incluso dándome la sensación de que me ayudaban los objetos. Cogí con sumo cuidado la camisa de seda. Había costado un buen rato conseguir que no tuviese ninguna arruga y no era el caso producírselas por un descuido al cogerla. Metí primero el brazo derecho, y aun no tenía la sensación de que la mano hubiese acabado de entrar por la manga cuando ya la sentí salir por el otro extremo. Así mismo sucedió con el otro brazo. De aquí a estar completamente vestido no puedo dar razón de como fue, simplemente me miré al espejo y estaba impecable. Daba perfectamente la sensación de limpio, de una persona que todavía está por estrenar en todos los sentidos.

  Aún dudé un poco sobre si sería adecuado el color de la camisa. No quería que el más mínimo detalle pudiese adueñarse de la situación hasta tal punto que el resto sucumbiese a él. Debía de estar todo de tal manera que no derivase de su estado sino aquello que se preveía. Y entonces fue cuando miré por la ventana de mi habitación. Sentí un cosquilleo que me recorrió todo el cuerpo. No podía haberse conjurado también la naturaleza para que todo estuviera perfecto. Hacía un sol precioso. Pese a estar en enero el sol era cálido como el de las primeras tardes de abril, ese sol que invita a estar horas y horas recostado sobre la yerba mientras nos va inundando de vida. Algo debía de ir mal. Volví a revisarme ante el espejo, sólo que esta vez no me vasto con darme cuenta de que las cosas estaban bien. Mire cada una de las costuras de mi pantalón y de mi camisa. Me los quite con cuidado y volví a colocarlos sobre la silla. Revise mi ropa interior. Volví a colocarme ante el espejo y, completamente desnudo volví a mirar mi cabello y mi afeitado. Olí mis axilas y comprobé cada una de mis uñas. Todo parecía estar en su sitio. Tal vez simplemente sentía un nerviosismo propio de la entrevista que iba a realizar. Quizás era ese miedo irracional hacia lo desconocido que nos hace dudar de todo, creer que todo lo que siempre estuvo ahí no fue sino producto de nuestra imaginación y algún maligno duende lo ha hecho desaparecer de pronto por el mero hecho de jugar con nosotros.
  Recordé que todavía no había desayunado. Era pronto aún para la entrevista. Esta se realizaba a las once de la mañana y todavía no eran más de las nueve y cuarto. Aproveche el hecho de estar desnudo para preparar el desayuno, así evitaría manchar alguna de mis ropas. Fui hacia la cocina y busque en la despensa cualquier cosa para desayunar. Me quedé helado. No solamente había mucho donde elegir, sino que tenía los bollitos que tanto me gustaban y, entonces, me volvió a asaltar un horrible presentimiento. Abrí rápidamente la nevera y mi miedo se confirmó, allí estaban los flanes de huevo invitándome a sentirme dichoso porque mi desayuno sería especial. No volví a revisar mi ropa porque se apoderó de mí un profundo sentimiento de vergüenza, me pareció como si todo el mundo estuviese asomado a mi ventana. "Mirad, mirad como se pierde entre sus miedos más pueriles". Pero no pude apartar ya de mí esa sensación de que algo saldría mal, de que simplemente se me estaba preparando una trampa en la que yo, como cualquier presa, iba siguiendo uno a uno los cebos puestos por el cazador. Por más que lo intentaba no conseguía ver donde estaba esa trampa y, esto, lejos de tranquilizarme me preocupaba más todavía. Pensaba que precisamente esa es la premisa de una trampa, el no ser descubierta por la presa hasta que esta ya no puede escapar.

  Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban, quizás demasiado pocas para encarar la entrevista con alguna posibilidad de salir bien de ella. Incluso quizás no las suficientes para levantarme de la mesa y dejar en la cocina los restos del desayuno.

  "El trabajo será mío" dije en voz alta para intentar ahuyentar mis temores. Y me dirigí a el cuarto de nuevo. Otra vez se repitió todo el proceso de vestirme y comprobar que todo estaba en orden. De repente desapareció todo mi miedo, volví a sentirme feliz y, porque no decirlo, ingenuo. Caminé con paso suelto y alegre hacia el comedor. Recogí de encima del aparador mis objetos personales. Mi cartera de piel, regalada por mi mujer en el día de mi santo, el tabaco y el encendedor. Finalmente eche un último vistazo a la citación para asegurarme del lugar al que tenía que acudir. "Hotel "Florazul", avenida del Maestro Estevez,25.
Motivo: entrevista para cubrir el puesto de administrativo en la empresa Ruiz S.A. Día 26 a las once de la mañana". Salí feliz de casa. Quizás todo era producto de una noche en la que había dormido poco debido tal vez a la copiosa cena o tal vez a los nervios. En cualquier caso hacia una mañana preciosa y nada ni nadie alteraría mi estado de ánimo.

jueves, 24 de marzo de 2011

Ana y Ana


Estira su mano derecha y recorre su pierna desde la ingle hasta donde le dejan los uniformes pliegues. Sus dedos son como pequeños niños que juguetean por su piel dándole besos desde la rodilla hasta el interior de sus muslos. Ana vuelve a mirarse en el espejo, recorre con su mirada todos y cada uno de los recodos de su cuerpo. Cierra los ojos y murmura algo parecido a “bendito Rubens”. Coge uno de los vestidos que piensa probarse para la cena de esa noche. No sin cierta dificultad introduce sus brazos, sintiéndolos tropezar a cada momento. Avanzan con paso lento entre las costuras, teniendo que luchar con la tela por buscar la luz del otro extremo. El día es cálido y su cuerpo comienza a perlarse de gotas de sudor por el esfuerzo y por el exceso de grasa. Son tan sólo veinticuatro años, y ya una buena parte de ellos arrepintiéndose de lo que descuidó y ya tiene mal apaño. Vuelve a quitarse el vestido, y lo culpa de no ajustarse a su cuerpo y convertirla en una top-model. El vestido esboza una leve sonrisa al ser arrojado con desprecio sobre el borde de la bañera. Atrapa el segundo vestido y lo introduce con rabia por su cuello. El vestido se ajusta como queriendo estrangularla. Hace que se formen dos pliegues justo debajo de su garganta, y parece que le falte el aire. Respirando con dificultad lo ajusta a su cintura y gira lentamente la cara hacia el espejo. Sus ojos se nublan durante unos segundos. Vuelve a mirarse y cree estar viendo a otra persona. Pasa sus manos con delicadeza por sus caderas y siente un escalofrío por todo su cuerpo. Cogiéndolo por los volantes lo alza hacia arriba para quitárselo. El borde del cuello se aferra a su nariz, después se pega en sus orejas haciéndolas subir y enrojecer. Finalmente va a ocupar su lugar junto al otro vestido. Su marido cruza hacia el comedor por delante de la puerta del cuarto de baño y le lanza una fugaz mirada. Ana apenas presiente la sombra de él alejándose por el pasillo. Escucha los últimos pasos justo antes de que se tumbe en el sofá. Mirándose al espejo se dice que las cosas están bien, que cada cual es para cada quien; pero el espejo parece decirle cosas muy diferentes. El espejo, sin ninguna diplomacia, le devuelve sus dos piernas juntas formando casi una, y unos senos extremadamente grandes. Por un momento se olvida de todo esto y recuerda que la comida está al fuego. Se enfunda una de sus eternas mallas y una camiseta amplia y sale hacia la cocina. Al pasar por el comedor ve a su marido tumbado, como no, delante del televisor. No le echa las culpas a él. No fue él quien cambió los tiempos ni las normas que ahora juegan con sus vestidos. Ni fue él quien la hizo beber de las fuentes de la vanidad sin darle el molde de sus deseos. Y sin embargo Ana sabe que todavía quedan unos cuantos vestidos colgados en el cuarto de baño, esperando el desengaño de las curvas de su cuerpo.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Lo que nos lleva


No tengo grandes historias que contar, ni amores fabulosos con grandes damas, ni grandes aventuras peligrosas en lejanos países que marcaron mi cuerpo y mi alma con profundas heridas... ni tú tampoco. No tengo unos ojos grandes o rasgados cuyo color compita cada día con el cielo, ni mi pelo es oro que a borbotones se deja caer sobre un rostro angelical, ni tengo el porte de un glorioso guerrero cuyas pieles y adornos lo acercan a la puerta de los dioses... ni tú tampoco. No dispongo de una inteligencia clara y vivaz que me haga comprenderlo todo y estar bien a cada momento, ni la palabra encuentra un acomodo perfecto en mis labios y en mi pluma, ni tengo el don de la elocuencia que hace que todos duerman en mis palabras... ni tú tampoco. No tengo un futuro brillante ante mí que me prometa la felicidad y el éxito, siquiera sé si mañana será, al menos, la mitad de triste que hoy, no tengo ni tiempo ni fuerzas para crear mañanas... ni tú tampoco.
Pero, ¡dios!, con lo poco que tengo y que tú tienes, cuánto te quiero. Cuánto pueden llegar a amarse unos ojos que casi no son de nadie, a unas manos cuyo único mérito es querer tocarme, o unos labios donde puedo llegar a dormir tranquilo.
Ya ves, eso tenemos, tú casi nada, yo nada, y un huracán de amor que regalar y que nos lleva.

martes, 22 de marzo de 2011

Estoy hecho de hueso

Estoy hecho de hueso, todo de hueso, un hueso duro y frío que forma mi cuerpo desde el primero de los dedos de mis pies hasta el último y encanecido pelo de mi cabeza. Antes, aunque no sabría precisar cuando, la carne recubría cientos de venas, y músculos, y diferentes líquidos que sería incapaz de nombrar. Puede que fuera cuando las calles todavía eran de tierra, y un coche era un motivo para detenerse a su paso, con la mirada asombrada por la magia de la velocidad y el deslumbrante brillo de sus cristales. Entonces estoy casi seguro que estaba formado por algo más que este rígido hueso en que me he convertido. Recuerdo la sangre en mis rodillas después de algún desafortunado paseo en bicicleta, o después de algún partido de fútbol de los de mil contra mil en un espacio donde apenas cabían quince o veinte. Incluso la recuerdo en mi cabeza, abierta contra un pilar en una tenaz lucha contra la gravedad y mi deseo de perseguir una pelota. Cuanto daría por sentir hoy el calor de aquella sangre fluida y roja, aunque fuese convertida en un líquido denso y pegajoso. Sentirla bajar por este hueso que hoy día soy, dejando un rastro rojo sobre el marfil.
Y aun así daría bien empleado el tiempo si sólo mis ojos, y mis manos, y todos y cada uno de mis poros, y mi sexo, sólo ellos se hubiesen convertido en hueso. Pero el avance ha sido inmisericorde. No le bastó con convertir la carne en hueso, la sangre en hueso, y todos y cada uno de los movimientos en una atroz lucha, no. El hueso subió, siguió subiendo, y no paró hasta convertir en hueso también mi cabeza. Primero el cráneo, trabajo por otro lado innecesario, luego la carne y los músculos que rodean a este, después todos y cada uno de mis cabellos, que hace años no bailan al viento; sino que se adentro y convirtió en hueso cada una de las neuronas y las conexiones que entre ellas se establecían, hasta convertir en hueso mi pensamiento.
Ahora bastaría un golpe seco, aunque la fuerza de este no fuese exagerada, para derribarme como si sólo fuese un castillo de naipes de marfil. Y bastaría una idea, la más torpe de las ideas, la más simple de las ideas, siempre y cuando esta tuviese frescura, juventud, o tal vez solamente insolencia, para que el pensamiento que atesoré durante toda una vida, y que ahora brilla al sol convertido en principio de sepultura, acabase en nada, en nada.

lunes, 21 de marzo de 2011

Me han vendido, Juan.

-    -    Me han vendido Juan, me han vendido.

Es un día claro. No se ven nubes por ningún sitio. El sol apenas hace unas horas, no se podría adivinar cuántas, que se pasea a sus anchas por un cielo demasiado claro. No parece el mejor día para una emboscada, ni para una puñalada a traición. La hoja de cualquier cuchillo, hasta el cuchillo más negro, el que está forjado por los sentimientos más oscuros que corazón alguno pueda albergar, brillaría desde lejos en aquel día. No se escucha nada en kilómetros a la redonda, sería imposible no escuchar los pasos de los traidores. Aunque sólo fuese uno, el más ruin y débil de los traidores, sus pasos se escucharían mucho antes de que en su mente se hubiese forjado la idea de levantar el brazo con las más terribles intenciones. Los dos, Juan y Antonio están sentados con sus espaldas apoyadas en el único árbol de aquel despoblado lugar. La sombra de las no más de cinco ramas les han servido para refugiarse de aquel abrasador sol. Ya son más de cinco días de huida parando apenas para dormir lo justo.

-        Me han vendido Juan. No importa lo rápido que corramos ni lo lejos que consigamos llegar. Sé que sentiré hundirse un puñal en mi carne y la noche bajará por mis venas como una amante desbocada, hasta llegar a mi corazón y convertirlo todo en sueño, en un sueño del que ya no seré capaz de regresar.

Pasa la lengua por sus resecos labios. Sus ojos se cierran unos segundos buscando un descanso que aquella cegadora luz hace tiempo que no les da. Ya no tiene muchas más fuerzas. No le importaría escuchar el silbo apenas audible de una hoja de acero e intenciones y sentirla clavarse en su carne. No le pediría explicaciones, de nada sirve pedir explicaciones a la muerte. Apenas rogaría unos segundos más de vida, los justos para poder mirar a los ojos a su asesino y poder darle las gracias. Pero vuelve a abrir los ojos y todo sigue en su sitio. Juan sentado a su lado, codo con codo, todavía con los ojos cerrados, el sol en el cielo, como un agujero de fuego por el que los infiernos están soltando lastre, el páramo infinito que nunca acaban de cruzar rodeando cuanto alcanza su vista, y el miedo colgado de una de las ramas, esperando que reanuden la marcha para subirse a su espalda.

-        Me han vendido y aun no entiendo el por qué. No he hecho otra cosa en mi vida que trabajar. Siempre en las tierras más yermas y jamás una queja. Siempre empezando de cero cada vez que las estaciones daban una nueva vuelta en su ciclo, y jamás una queja.

Tapa su cara con sus manos y siente la aspereza de sus palmas. Los callos se clavan en sus ojos. No es capaz de comprender a quien pueden haber ofendido aquellos callos. Nunca robó la comida a nadie. Sus ropas son de las más pobres de aquellos lugares. Y sus lágrimas no tienen más valor que la poca sal que han ido dejando en su rostro en los últimos años. Golpea con la cabeza el tronco en el que la tiene apoyada. El tronco le devuelve un sonido hueco, como el que el siente dentro de si.

-        No, Juan, no es posible que alguien se haya sentido ofendido por mí. Yo no he sido nadie, no soy nadie.

Un pájaro, que parece haber salido de la nada, llega volando con pereza y se para en una de las ramas. El cuervo busca la sombra de otra de las ramas y se acurruca desapareciendo entre las sombras.

-        Mal agüero, Juan. No debe de estar lejos el momento. En algún sitio hemos dejado un rastro pese a nuestros cuidados. Nos encontraran, seguro que nos encontraran. Sólo espero que hayan mandado al mejor. Ya son muchos años muriendo como para no morir a la primera puñalada. No, no me da miedo el dolor; pero no sería justo que ni para morir tuviese suerte. Tal vez sería mejor tumbarnos aquí, en silencio, de espaldas a este abrasador sol, y esperar sin prisa a que llegue. Así seríamos una presa fácil, podría tomarse su tiempo para no errar. Bueno Juan, hablo de mi, tú si tienes fuerzas todavía puedes seguir el camino. Yo te serviré de escudo. Si quieres le plantaré batalla. Sé que es batalla perdida pero algo de tiempo te conseguiré.

Juan sigue con los ojos cerrados, apoyado contra el árbol, como si siempre hubiese estado allí. Su pecho apenas sube y baja, su respiración es tranquila. Parece como si él no hubiese estado huyendo en los últimos días del más persistente de los asesinos. Cualquiera diría que simplemente pasaba por allí y se sentó a descansar un momento, más por pereza que por otro cosa. No hace movimiento alguno, no contesta, no parece estar atento a las quejas de Antonio. Parece como si sólo estuviese esperando el momento de reanudar la marcha. La palabra que le haga levantarse y volver a iniciar aquel interminable camino que no consigue alejarlos de nada.

-        Nadie, Juan, en ninguna dirección. Esto puede darnos la sensación de seguridad. La vista alcanza varios kilómetros en todas direcciones y nadie. Pero estoy seguro que él es rápido. Bastaría cerrar los ojos unos instantes para, al abrirlos, tenerlo delante, con el brazo en alto y sereno, estoy seguro que no sonreiría, no tiene por qué, él sólo viene a hacer su trabajo. Nada personal. Los he visto en otras ocasiones. Nada personal. ¿Nada personal?, la muerte siempre es personal. Siempre lleva un nombre en la hoja de su guadaña, sólo uno. Uno que se borra cuando la guadaña corta de golpe cualquier hilo con la vida. Sólo uno. Y hoy esa hoja se ha tomado la molestia de llevar dos, el tuyo y el mío. Puede que la muerte piense que hoy es su día de suerte; pero no le daremos ese gusto Juan. No. Márchate. No hace falta que corras ni camines con prisa, yo la entretendré cuanto sea necesario. Si es necesario primero suplicare, me lanzaré a sus pies, mientras veo como te alejas. Luego, cuando ella crea que ha llegado el momento, intentaré luchar. Lo haré lo mejor que pueda, te lo juro. No será fácil, aunque ello me cueste que llene mi cuerpo de cortes con su afilado cuchillo. Seguro que yo también le haré alguno, si, ya sé que de nada vale luchar contra la muerte con este desdentado cuchillo; pero lo haré, te daré tiempo. Hasta que no vea que tú imagen se pierde en el horizonte no desfalleceré.

Una débil ráfaga de viento levanta los cabellos de Antonio. Se vuelve sobresaltado. Nada. Nada hasta donde alcanza la vista. Tan sólo un débil olor a muerte que no es capaz de adivinar de donde viene. La intranquilidad comienza a apoderarse de él. Levanta la vista. El cuervo sigue acurrucado en lo alto de la rama, a la sombra. No se mueve, parece estar muerto, o esperando. Juan sigue con los ojos cerrados. Tan sólo unas gotas de sudor en su frente dan fe de que todavía sigue vivo, porque su pecho apenas se mueve con la respiración.

-        Dile a mi mujer que luche hasta el final. Aunque no sea así. Diles a mis hijos que su padre ha sido un valiente. Aunque veas que caigo de rodillas e imploro por mi vida. Cuando ese cuchillo que ya casi siento mío me quite la vida que no me quite nada más Juan. Que no me quite nada más.

Y dejando caer de nuevo la cabeza hacia atrás la golpea contra el tronco y la deja apoyada allí, con los ojos cerrados. Apenas escucha un silbido suave. Puede que otra ráfaga de viento, piensa mientras recuerda a su mujer, a sus hijos. No hace ningún movimiento, imposible. No abre los ojos. No hace falta. Las últimas fuerzas que le quedan las usa para cumplir una promesa.

- Gracias, Juan, gracias.

sábado, 19 de marzo de 2011

Monólogo del gato (segunda parte de la locura, y final)

                    
  Él dice que no le importo, que no le preocupo; pero sabe bien que no es cierto. Yo soy el gato, si, el gato de la portera. Soy el único que conoce bien el pasamanos de la escalera. No es un dato fundamental, pero hoy en día es preciso saber hacer algo bien, y yo se bien como es el pasamanos de la escalera. Sin embargo Roberto sabe bien porque lo hizo y no le sirve de nada. Las razones casi nunca sirven de nada si no son validas más que para uno mismo. Estoy en el cementerio, supongo que no hará falta explicarles porque estoy en un cementerio, y supongo también que se habrán imaginado ya que soy un gato negro.

  De todas formas he venido (“un día abrí los ojos, he venido”) más por Roberto que por mi.

  Tal vez ustedes piensen que soy un personaje sin entidad, que tengo razón de ser a partir de que existe Roberto Entralba. ¿Por qué no se les ocurre pensar que tal vez sea Roberto el personaje que tiene razón de ser a partir de mi?

 Muchas veces me he preguntado si Augusto Pérez no seria una excusa, una excusa para que entrara en escena, surgiendo de los pelos mas blancos que pudiera tener en su barba Miguel, !Orfeo¡. Sólo de nombrarlo se me ponen los pelos y el rabo de punta.

  Si hubiera un hilo lógico, mínimamente lógico, (a veces pienso que digo tonterías) ahora yo debería explicar a que responde la actitud de un gato ante un perro. Si hubiera un hilo lógico, mínimamente lógico, (aquí se acabaron las tonterías) no habría opresores ni oprimidos.

  Para ser un gato que nunca estudió (historia ni religión) me defiendo bastante bien en el campo de la oratoria.

  Estoy en un patio frío, subido a una baranda. Será ahorcado, si, estoy seguro (no me lo puedo creer) será ahorcado. Salen cuatro hombres por la derecha, uno porta un traje chaqueta veis, con fruncidos a los lados y tocado por un sombrero de cuero gris. Los otros tres no portan nada, se aferran a unos brazos desnudos, a los de Roberto. Cruzan el patio de un extremo al otro. Roberto está, incluso, demasiado tranquilo. Todo hay que decirlo, hay un gran cielo de celofán gris con un roto en medio. Hay un gran silencio, respecto a esto se podría hacer algo de gran impacto poético: “y en el silencio del sombrío patio se oía solo un respirar de muertos” firmado gato. De pronto, no, es mentira, no fue de pronto, ni siquiera fue algo imprevisto, lo tenían todo muy bien planeado, se había ensayado con un saco de tierra del mismo peso de Roberto, también se sabia el parte meteorológico, incluso, de vez en cuando, me miraban a mi de reojo como si ya supieran que iba a estar presente. Se tensaron cientos de fibras de cáñamo sobre una garganta y un fluir de venas, y por una boca rota, desgarrada, se escaparon sueños del color del alba. Ya salió el poeta, loco, incontrolado, ladrón de pinturas, buscador de tierra, el albañil de sueños, tensador de espadas, chupador de heridas, hijo de la nada; repito, ya salió el poeta.

  Sentí que el aire pesaba en mis sueños, me aferre un momento a lo irreal, cuando abrí los ojos, con dos rayas rectas, perpendiculares a la madre tierra, vi lo nunca visto. Un cielo de celofán desplomado a tiempo cayo sobre todos y por el agujero surgió la figura de Roberto Entralba. Salté de la tapia, y me fui acercando tal como amanece, pude ver su cara, estaba tranquilo, no esperaba nada, como si supiera que estaba previsto, todo preparado, momento a momento, ya lo dijo alguien “el mañana es un presente cierto amañado en un anteayer”.

  Me miró a los ojos. Le mire a los ojos. Y vi dos pupilas rectas, perpendiculares a un cielo de celofán caído en el suelo. Dijo “¿no comprendes? Alcé entonces la vista. Si, si comprendía. El cielo era un inmenso papel de celofán gris, con motas blancas y azules, y se veía una gran boca con todos sus dientes riéndose.

  Me dijo “no pueden matarnos, mi querido gato, les hacemos falta, siempre hicimos falta”.

Y ahora escucha esto...

viernes, 18 de marzo de 2011

Locura (primera parte de la locura, mañana la segunda)


  Five o`clock. Lo han dicho los americanos. Es hora de levantarse. Y yo, Roberto Entralba, nacido el día 12 de mayo de 1.952, me levanto, como miles de personas. Bueno, a ser cierto, no me levanto como todos, es una manía que tengo desde niño, me gusta levantarme por los pies de la cama.

  Hoy no es un día corriente. Hay algo que no funciona, algo que no está bien. Si, ahora me doy cuenta, anoche dejé una hoja de la ventana abierta y entra luz. Por lo demás ha sido como todos los días, una ropa me vistió, un peine me peino, unas manos acercaron a la boca una taza de café. Son los hábitos. No se sabe porque se hacen; pero se hacen.

  En la escalera me encontré con la portera y le pregunté como se encontraba su gato. Ni siquiera me paré a escuchar la respuesta, porque la verdad es que a mí no me importa ni cómo está su gato ni como está ella; pero desde niño siempre fui muy educado.

  Ya en la parada del autobús me di cuenta de que el cielo estaba cubierto de papel de celofán gris con motas blancas y azules, y a través de él se veían unas barbas blancas por las que discurrían rojas gotas de sangre. De pequeño me había gustado mucho hacer estas composiciones de color e imaginármelas, pero ya hacia tiempo que...

  Se ha parado un abrigo marrón a mi derecha y me mira fijamente, este, este es el que me persigue hace tiempo; pero no, para eso fui a un psiquiatra. He de repetirme “ no me persigue nadie, no me persigue na... “.

  Esa falda verde creo que ya la he visto en algún lado, aunque no agarrada a ese pantalón gris. Poco a poco me está entrando miedo, ya son mas de diez trajes los que me rodean. Sonrío, me imagino que estoy en el escaparate de una tienda de modas y soy un traje mas. Tengo un letrero a mis pies que dice “ moda otoño-invierno, modelo Roberto Entralba, tejido de algodón 100%, precio 12.500pts”. Huyo, me voy del escaparate, todos los demás se quedan con sus letreros a sus pies y me miran extrañados. Me entran ganas de volverme y gritarles que rompan sus carteles, pero no me harían caso, me llamarían loco.

  Seven o`clock. Probablemente ya he hecho tarde, y mas probablemente aun será que no vaya. No conozco el nombre de mis dedos sino por las teclas que he de apretar, soy el 216, un hombre pacifico, que acata las ordenes, soy aseado tanto en mi persona como en mi trabajo, y no tengo malos vicios. No, no es broma. Es lo que consta en mi expediente, y dos líneas mas abajo pone “ para la empresa seria...”.

  Es casi imposible, se cuela un rayo de sol entre los edificios y logra llegar a los adoquines de una acera, donde, con sus arrugas bien plegadas y ordenadas, una viejecita (diminutivo cariñoso que proviene de mi buena educación) lo acoge entre sus canas.

  Un hombre abre los ojos con expresión de espanto y se mete en una cabina telefónica. Sale y se le ve mas tranquilo. A los pocos minutos suena la sirena de un coche de la policía, detrás vienen dos camiones llenos de obreros y materiales para la reparación. Al hombre del teléfono se le alegra el rostro. Bajan los obreros y en pocos minutos es tapado el hueco por el que se filtraba el rayo de sol. Vuelven a subir todos a sus vehículos y se marchan.

  El traje chaqueta del teléfono comienza a andar y se pierde entre las afiladas esquinas de cemento. Todo queda socialmente tranquilo, salvo un montón de arrugas que sufren espasmos, de pronto se paran. Avanza un coche negro con una cruz encima por la avenida, frena frente a la viejecita y la meten dentro.

  Veo mis pies moverse velozmente, flotando sobre las aceras. Mi traje y mi piel chocan contra los esquinas de cemento que me van produciendo heridas. Allá, en lo alto, veo un cielo de celofán gris con motas blancas y azules, y tras él la risa de una boca rodeada de barbas blancas. Veo como mis pasos se hacen cada vez más lentos. Ante mí hay una parada de autobús con un escaparate delante lleno de trajes y vestidos. Comienzo a buscarlo y lo encuentro entre un vestido rosa y el bastón de una gabardina. Si, es el, no me cabe duda. Es el traje chaqueta del teléfono. Levanto mi bastón ( uso bastón porque cojeo ligeramente de la pierna izquierda ) y le doy de lleno. Cae al suelo deshilándose, se entrelazan la fibra y el algodón. Se cubre todo de la lana roja de un jersey. Me quedo quieto, sonriendo. De lo alto de una escalera cae un hombre asombrado con un trozo de celofán  en la mano. Se cuela un rayo de sol por el roto del cielo y va a dar sobre un coche negro con una cruz encima. Veo una boca desencajada rodeada de barbas grises.

  Siento como unas manos se aferran a mis brazos, son dos uniformes azules con gorras y botones dorados.

  Me encuentro en una sala llena de bancos. Cierro los ojos y pienso que será muy difícil explicar que lo hice porque taparon un rayo de sol y murió una viejecita. Me quedo quieto, inmóvil, oigo un volar de moscas y todo se llena de trajes y vestidos, incluso hay una gran sotana negra. Ahora estoy seguro de que he perdido el empleo. Veo como se llevan unos pantalones de pana azul y una chaqueta gris con coderas. Yo voy dentro. Ya sé la sentencia, me condenan a morir el 13 de diciembre bajo un cielo gris de celofán.

Y ahora escucha esto...

jueves, 17 de marzo de 2011

Dos torpes hablan de literatura.


-        Genaro, hay un día de lluvia en tu mirada, ¿qué te pasa?

-        No sé, a veces es como si el tiempo se detuviese a tomar un tequila en mis entrañas. Lo noto ausente, riendo con tantos otros y sin embrago olvidándose de mí. 

-        Genaro, a la tristeza hay que darle la cancha justa. Es una mujer siempre con hambre, bastará que le digas “¿quieres?” para que tome sin descanso, como si este fuese el último día de sus ansias. Vale más hacerle un quiebro en la mañana, justo cuando la notes distraída, mirando el amanecer. Entonces la dejas allí, sentada en la vieja silla, junto a la ventana, sales a la calle, sin hacer ruido, porque su hambre tiene piernas de dragón y su vigilia es incansable como este frío que parece que  nunca vaya a abandonarnos.

-        Ya lo sé, Juan Luís, ya lo sé. Pero uno no siempre tiene el alma para la huida. Hay mañanas en que la tristeza ha sido la mejor de mis amantes. He sentido el calor de su cuerpo en la noche, su respiración pegada a mi oído, su deseo despertando en mí deseos que hace tiempo creía muertos. En esos días de nada me vale el silencio, ni la precaución, siquiera tiene sentido ir a la despensa donde uno guarda para tiempos peores la alegría, porque todas las llaves de la casa las tiene ella en su zurrón. Hoy puede que sea uno de esos días. Un día de nostalgias donde la mirada se puebla de ausencias y las manos añoran el tacto tibio de la noche.

Los dos a la vez dan un trago de su tequila. Los dos a la vez miran a lo lejos, por la ventana de la pequeña cantina. Los dos a la vez notan la lluvia en su pelo, en su cara, en su vientre. Los dos a la vez vuelven como de un viaje lejano. De un viaje que casi acabó con sus fuerzas. Dejan el vaso en el mostrador. Se dan la mano. Un “adiós” imperceptible en los labios de ambos que apenas si se escucha. Genaro sale primero, con un extraño día de lluvia en su mirada. Juan Luís va al fondo de la cantina, le da la mano para ayudar a levantarse a una mujer que hace rato está sentada en una vieja silla, ausente, mirando por una de las ventanas. Ambos salen fuera. Ella mirando fijamente la espalda de Genaro, que se aleja camino abajo. Él con una extraña sensación de humedad en el alma.

miércoles, 16 de marzo de 2011

De cuando un ángel se da cuenta que lo es.

No es fácil, porque nadie nos dice que lo somos. Pasamos por la vida más o menos desapercibidos. Podría ayudarnos que fuese verdad que llevamos alas, pero no es así. Nuestra espalda no difiere mucho de la de cualquier mortal. Incluso somos un poco más propensos a sufrir de dolores de espalda porque antaño si que tuvimos alas donde ahora sólo hay un vació con una nostalgia eterna de la pluma y el viento.

Si por lo menos nuestra piel fuese suave, con esa suavidad que sólo nos es propia en los primeros años de la vida, entonces quizás podríamos darnos cuenta de que no es normal, de que eso debería responder a algo misterioso. Y si nuestra cabeza, por lo demás una cabeza que no es en absoluto ajena a las canas, siguiese un simple proceso de pensamiento “mi piel no envejece, sigue igual de suave que al nacer, luego he de ser un ángel”; pero no, nuestra piel envejece, muy a pesar nuestro, y se llena de surcos, por los que la sudor, de los primeros días de agosto, baja sin descanso, alejándonos de la idea del ángel, ¿por qué no sería normal que un ángel sudara?.

Si nunca hiciésemos el mal, si tan siquiera la idea del mal pasase nunca por nuestra imaginación, puede que entonces…. Pero entonces no seríamos ángeles, seriamos dioses, y tendríamos clara noción de serlo, sin duda alguna, nunca un dios dudó, o al menos nunca quedó escrito que así sucediese. Pero claro, los ángeles, que nunca han sido dioses, no tienen porque ser eterna y sistemáticamente buenos, no hay ley divina que así lo diga. Y sucede que a veces, pocas veces, es cierto, porque podríamos caer en la tentación de ser demonios, hacemos algún pequeño mal inmerecedor de ser anotado en la columna de los males, o lo pensamos, que casi es peor. Y eso nos aleja del convencimiento, o al menos de la sospecha, de ser ángeles.

Pero luego llega la madurez, periodo especialmente propicio para que un ángel se de cuenta de que lo es. Y uno mueve la espalda como con cansancio, sintiendo que los músculos están doloridos, y se da cuenta, con una claridad de la que nunca antes había sido consciente, de que hubo un día, tal vez demasiado lejano, que en el vació que hoy existe entra omoplato y omoplato, antes hubo unas preciosas alas capaces de lo imposible. Y en eso está cuando hace repaso de su trato con las gentes, de las miradas de estas cuando uno está cerca, de sus sonrisas, y la extrañeza de todos estos gestos para con uno, da paso a una certeza casi abrumadora de que sólo se pueden producir ante la presencia de un ángel.

Y al final está la prueba definitiva, cuando con una tranquilidad de la que uno se creía desposeído, en una tarde de mayo, suele ser en una tarde de mayo, paseando entre los almendros, aquellos que se empeñaron ya en florecer, viene de golpe a la cabeza la pregunta que dará con la respuesta, con la única respuesta posible. ¿Y si no soy un ángel que soy?, y por más que se intenta no hay respuesta, ninguna respuesta, por débil que sea su argumentación, que no nos lleve a la única conclusión posible. Y se deja de sentir el vació en la espalda, y uno lo sabe, sabe que no puede ser de otra manera, que no puede ser otra cosa, que es un ángel, y sonríe.

Sueño

Sueño