"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

sábado, 30 de abril de 2011

¿Qué tienes?


-         ¿Qué tienes?
-         ¿Qué tengo dónde?
-         En el alma
-         En el alma tengo frío.
Y los dos callaron, a la espera de que el frío no hubiese escuchado sus palabras. Porque un frío que lleva viviendo años en el alma de un hombre bueno puede ser el más aterrador de los demonios.
- ¿Y tú?, preguntó apenas con un susurro incapaz de despertar a un ángel.
- ¿Y yo qué?
- ¿Qué tienes tú?
- ¿Dónde?
- En el alma, en el alma.
- En el alma tengo un vacío, el más terrible de los vacíos. Un vacío inmenso que alcanza justo unos pasos más allá de donde alcanza la vista. Es un vacío nuevo, por estrenar. Allí todavía no asentó sus pies el frío, ni la llama. Ni hay una sola huella de caminante marcada en un suelo virgen.
Y de nuevo los dos callaron, no fuese a ser que el vacío acabase por llenarlo todo.
Y siguieron en silencio. A uno de ellos el frío acabó por subirle por la venas, poco a poco, hasta que le llegó a la mirada. Sus ojos, unos ojos que siempre habían sido de miel, se convirtieron en dos copos de nieve. Sus labios, que todavía guardaban el sabor del fuego en otros labios, se convirtieron en agua al principio del recuerdo, y en hielo. Sus brazos, acostumbrados antaño al abrazo, quedaron colgando a sus costados, como dos fríos carámbanos a punto de convertirse en pasado. Al otro se le secó de golpe la voz en la boca y anidó allí sin prisas el silencio. Un golpe de ausencias le arrebató en un instante los recuerdos y su mirada se perdió en el vacío, más allá del vacío, y sus ojos se convirtieron en dos plumas que salieron volando sin que sus manos, manos que ya no eran de carne, pudiesen hacer nada por retenerlos. Una lágrima, una que no encontró oposición en unas cuencas sin dueño, se asomó a aquel precipicio y sintió el frío de la cercanía, se estremeció apenas unos instantes y volvió a su origen, dejando allí aquellas dos almas, en una tarde de inviernos y de olvido.

viernes, 29 de abril de 2011

Estoy loco.


“Estoy loco, dicen”, y alzó la cara hacia el cielo cuando terminó de hablar, y un cielo que sólo podía acompañar el día de un loco, se le coló por los ojos como se cuelan las pequeñas ráfagas de aire que no han encontrado el camino por debajo de las puertas. “Dicen que estoy loco porque hay días en que siento con tanta fuerza todas las ausencias que aparezco en todas partes. Porque busco. Dicen que buscar siempre ha sido de locos. Porque en la búsqueda voy perdiendo. Ayer perdí un zapato, anteayer un poco de confianza, el mes pasado la vida, y no la he echado de menos hasta esta mañana.
Estoy loco, me repiten con un énfasis y una fiereza que, si no fuese porque me lo dicen sin inyectar los ojos, me haría pensar que son ellos los que están locos. Y a veces lo dicen por decir, igual que hacen la mayoría de las cosas, por hacer. Porque si no dicen, si no hacen, entonces…. Entonces nada, entonces los locos tendríamos demasiado espacio para nuestras locuras. No sé, yo por ejemplo, haría que amaneciese un día a las dos de la madrugada. Pero no como un loco, no. Lo haría desde la responsabilidad, es decir, pondría un sol, pondría un cielo, pondría a una mujer paseando por uno de los muchos caminos que imaginaría en el valle, y me pondría a mí, mirándola desde lejos, siguiendo su sombra, ya puse un sol para eso, para poder seguirla por su sombra, y soñando que el camino que anda tiene un recodo que hará que venga hasta mí.
En otros días, en días peores, porque los locos también tenemos días peores, imaginaría que escribo, y que hay gente que me lee, y entonces mis ojos se esconderían entre las líneas y mirarían. Supongo que puedo ver caras tristes, caras que llegaron buscando no se sabe bien qué, pero que no lo encontrarán. En un loco sólo se encuentra locura y decepción. O caras distraídas, que llegaron equivocando el camino y están aquí por casualidad. Que poco saben que eso es cierto, que todos estamos aquí por casualidad. Puede que nos salvemos los locos, somos los únicos que tenemos un trabajo definido. Pero yo no, yo apenas soy un loco de hace tres días, un aprendiz de loco. Alguien que cuando intenta que amanezca a las dos de la madrugada casi nunca lo consigue antes de las siete o las ocho de la mañana, y entonces siempre hay un cuerdo cerca que le dice que no fue su locura, sino que así es, así amanece. Y como no, la desesperanza se adueña de mí, porque si no amaneció por mi locura, entonces ¿puede que una mujer esté dando vueltas por un camino sin recodos y jamás llegará hasta mi?
No sé, quizás con el tiempo llegue a ser un loco de primera, de esos que acuden cada día a su trabajo y nadie lo nota, de esos que aceptan todas las leyes y nadie lo nota, de esos que aprendieron a hacer amanecer a las siete, y anochecer a las nueve, a poner siempre un sol en un cielo raso pero teniendo la precaución de añadir en ciertos días algunas nubes. Sería de muy loco una eternidad de cielos donde un solitario sol trabajase incansablemente para el olvido. Ese día alguien vendrá a mi lado y me dirá que ya no estoy loco. Seguramente me lo dirá en un día laborable, más o menos a las doce, cuando el sol sabe que se acabó el impulso de los locos y le toca bajar de sus alturas y ni una sola de las mujeres que caminen por la calle deje una sombra donde desviar la mirada. Y yo le contestaré que si, que fueron malos tiempos, que ya soy un hombre cuerdo. Pero ese día está todavía muy lejos, al menos para un aprendiz de loco que todavía es capaz de hacer florecer los almendros en enero.”. Y se marchó en mitad de una noche extrañamente iluminada, cualquiera diría que era un día lleno de estrellas.

jueves, 28 de abril de 2011

De la buena educación


A veces la tristeza llama a mi puerta. Suelen ser las cinco menos algo. Yo le abro y la invito a pasar. Casi sin dirigirnos la palabra, no sería cortés hacerlo antes de tomar asiento, yo le indico con mi mano una de las sillas, y ella acepta encantada y se sienta esperando que yo lo haga. Entonces, y siempre antes de entrar en materia, le propongo tomar un café. Ella, con su aire de dama inglesa, me suele contestar que preferiría un té. La dejo sentada mientras voy a la cocina a prepararlos; pero ya en mi paso noto como un dulce cansancio, que no tardará en envolverme entero, se va apoderando de mí. Vuelvo sin prisa, con la tristeza mejor no tener prisa nunca. Dejo con cuidado el té delante de ella y sin preguntarle le añado un terrón de azúcar y unas gotas de limón. Ambos comenzamos a tomar nuestras bebidas sin prisa, a sorbos cortos. Mientras ella mira mis ojos y nota como la pequeña luz de alegría que había en ellos hace apenas unos minutos se va debilitando poco a poco, y sonríe complacida. En esos primeros instantes le devuelvo la sonrisa, aunque un espectador imparcial dudaría mucho que ese gesto en mi cara y en mi boca sea una sonrisa. Seguimos en silencio, apurando lo que queda en nuestras tazas. Mi café, un café fuerte porque ya conozco las artes de la tristeza, no consigue que el olor de su té no llegue hasta mi y llene mi olfato de lirios. Enciendo un cigarro, sé que eso le molesta; pero no seria justo que todas las batallas las ganase ella. Y noto como hace un leve mohín con su nariz y consigue que ya no quede rastro de alegría en mi mirada.
Sobre las cinco y media, ya nos conocemos demasiado como para que yo sea un rival digno y en apenas media hora se acaba la guerra, se levanta mientras me dice algo sobre la prisa que tiene ese día. Yo me levanto y la sigo hasta la puerta, intentando avanzarla para poder abrírsela, ni en los peores momentos pierdo un ápice de educación. Una vez allí la abro sin prisas. Ella avanza apenas dos pasos, de modo que su cuerpo ya está casi fuera, y entonces se vuelve, se acerca a mí y me da uno de sus besos en la mejilla. Era innecesario, pero le gusta asegurarse de que no hizo el viaje en balde. En esos momentos me gustaría poder decirle que fui yo quien la llamó una vez más, que todas sus artes y técnicas eran innecesarias; pero se la ve tan feliz por haber hecho bien su trabajo que me da lástima y allí, de pie en el marco de la puerta, viendo como se aleja, le digo adiós con la mano mientras hago esfuerzos para que una lágrima asome a mis ojos y ella pueda irse sonriendo.

miércoles, 27 de abril de 2011

Después de unos días de lluvia


Estás sentada, mirando por la ventana después de unos días de lluvia. Más allá de los cristales puede que haya tejados, tal vez alguna que otra nube colgada del cielo, y quizás un horizonte; pero tú no los ves. Estás sentada, mirando por la ventana después de unos años de sueños. La última gota de la tormenta de hace poco más de una hora arrastra por el cristal lo que queda de tu último sueño. Apenas un eco lejano que casi no llega a tus oídos. El cristal devuelve entre sombras el contorno de tu rostro. No es un buen momento. En el aparato de música suena una canción que habla del ayer, y toda tú eres ayer. Un ayer que parece haber trabajado tan sólo en tu contra. La última gota de lluvia hace rato que desapareció por el cristal y sin embargo tú la sigues viendo, baja por tu mejilla, en el reflejo en tus ojos siguen lloviendo como lo ha hecho en los últimos años. Nadie llegará a tu puerta, aunque tocasen cientos tú sabes que no llegará nadie. Y aun así sigues esperando. Y en la espera un labrador infatigable trabajó en tu rostro.
Te levantas cuando la oscuridad ha hecho que desaparezca la ciudad en tu ventana y en su lugar ha dejado a una mujer que prefieres no mirar ahora. Apagas la música como si así pudieses apagar cada uno de los ayeres; pero la habitación parece el lugar donde el eco duerme cada tarde y en tu cabeza sigue sonando la misma canción una y otra vez. Coges un libro. Piensas que puede que viviendo otras vidas acabes por olvidar la tuya, y en cada palabra, en cada línea, vuelves a encontrar escondido al malicioso bufón que te ha recordado día tras día que sigues siendo la reina de un reino donde sólo vives tú. Cierras de golpe el libro y coges la agenda. Puede que allí encuentres un poco del descanso que ahora tanto necesitas. Pero la agenda te devuelve al vacío. Una agenda llena de citas, de tareas, de lugares a los que tienes que ir huyendo de ti, y a los que siempre acabas yendo sola. Vuelves a sentir una gota de lluvia cayendo por tu mejilla, sigue lloviendo en tus ojos.

Y ahora escucha esto...

martes, 26 de abril de 2011

El día en que rió Robert Parrish

Allí, tirado en el sofá, a sus treinta y cuatros años, y sin mayor preocupación que mirar el televisor. Esta podría ser la impresión que sacara un observador asomado a la ventana de aquella casa-chalet situada a las afueras de Valencia. Pero Ruiz tenía otras cosas en que pensar y, últimamente, la idea que más rondaba por su cabeza era el suicidio.
Volvió a tomar otro trago de su cerveza y se miró el estómago. Estaba medio tumbado en el sofá, sólo con los pantalones y unas chanclas de color rojo. Miró su estómago y vio marcarse los músculos. Los vio subir y bajar a cada nuevo trago de su cerveza. No eran producto de una cuidada dieta y largas horas en el gimnasio, la droga y su vida nocturna es lo que nunca le habían dejado acumular un gramo de grasa.
Apagó con desgana el televisor y levantándose del sofá se dirigió a su habitación. Abrió el primer cajón de la mesilla de noche y tomo una jeringuilla. Corrió el cabecero de la cama hacia adelante y, apartando un trozo de falsa pared muy pequeño, extrajo una bolsita y volvió a dejarlo todo como estaba. Se sentó sobre la cama y preparo con habilidad la jeringuilla. Con el cuidado de quien no quiere derramar ni una gota de su vaso de cerveza la introdujo en su vena cuando todo estuvo a punto. Se recostó con suavidad y cerro los ojos.
Esta vez no fue como las otras. No entró en un mundo mágico y apacible del que dolía volver. La primera visión que tuvo fue él a los dieciséis años. Iba subido en su moto a toda velocidad por las calles de su pueblo. Notaba como el viento le daba en la cara, y él se envaraba sobre la moto. Veía como iba parando de grupo en grupo de jóvenes para cerrar los primeros negocios con las pastillas. En aquellos tiempos fue cuando comenzó todo.
- Venga Ruiz, tío, enróllate. Ya te lo pagaré el sábado que viene. Tengo a la vista un rollo que no me puede fallar.
- Más te vale. Si no tendrás otra cosa a la vista y no será precisamente un rollo.
Los colegas le tenían miedo. En parte porque sabían que era decidido, y en parte porque sabían que no estaba él solo, sino que era apenas la punta de todo un grupo. A él le gustaba sentirse temido, ver como los demás le suplicaban en ocasiones las pastillas para el fin de semana.
De nuevo estaba ante un grupo. Esta vez la cosa era diferente, una de las chicas del grupo le gustaba bastante y sin embargo no le hacía apenas caso. Mientras iba dando las pastillas no dejaba de mirarla. En más de una ocasión había estado tentado de no darle a ella, pero el negocio, y un sucio plan que había estado elaborando durante meses, le empujaban a ofrecérselas incluso cuando no tenía con que pagar.
Despertó bruscamente, tirado en aquel camastro, empapado en un sudor artificial que le helaba la sangre. Le costó más de diez minutos ser capaz de dejar caer una de sus piernas al suelo. Sintió el frío penetrar por sus dedos y dolerle como no le había dolido antes. Finalmente se tiró sobre las baldosas de la habitación. Todos sus músculos se quedaron semirígidos. A duras penas consiguió ponerse en pie. Fue a la nevera y cogió una cerveza. Los cascos vacíos se amontonaban por toda la casa. La casa estaba situada en una zona residencial de las afueras. Por fuera daba la impresión de una pequeña mansión donde, por fuerza, no podía vivir sino una familia adinerada; por dentro, en palabras del propio Ruiz, no pasaba de ser una más de las gorrineras de su pueblo. Los muebles estaban manchados, los tapizados descosidos, las paredes pedían desde hacía tiempo una mano de pintura, y hasta el propio Ruiz necesitaba urgentemente un buen arreglo.
El selecto vecindario lo soportaba porque Ruiz siempre había tenido la precaución de tener, su buen dinero le costaba, bien arreglado el jardín. Ricardo, un jardinero profesional, que nunca había visto de la casa sino la caseta exterior de las herramientas y el jardín, se encargaba de que todo estuviera en orden.
Entre el vecindario de Ruiz, los dos más cercanos, uno a derechas y el otro a izquierdas, eran un abogado de prestigio, inmerso últimamente en un juicio de nivel nacional, y al otro lado un jugador americano de baloncesto que no hacía más de dos meses que ocupaba aquella casa.
Dejó la cerveza sobre la repisa del lavabo y se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos. Y, para su corta edad, veía el pelo huir en dirección a su espalda. Sacó su cartera del bolsillo de su pantalón y extrajo un calendario. -24 de mayo, leyó, ese era el día, y ya no faltaban muchas horas. No tenía sentido preparar nada, sabía que sería en cualquier momento, en el que menos lo esperase. Podría estar sentado, tranquilamente, mirando el televisor, y de pronto oiría un silbido a sus espaldas y notaría entrar en su cuello un puñal; o, tal vez, mientras saliese a tirar la basura al contenedor de la esquina, al volver, mientras metía la llave en la cerradura, y empezase a pensar que no vendrían, oiría un sonido sordo, como el ruido que hace una bala disparada desde una pistola con silenciador, y sentiría un calor suave en una de sus sienes, justo antes de ver la nada.
Desechó esos pensamientos de su mente. Entró en la cocina y se preparó un bocadillo. Lanzó el casco de cerveza que llevaba en la mano al fregadero y cogió otra de la nevera. Con el bocadillo en la mano salió a la parte trasera de la casa. Se sentó en la hamaca y comenzó a cenar. Sintió como un pinchazo en el costado y, metiendo su mano entre el respaldo de la hamaca y su pantalón, sacó la pistola que llevaba y la dejó en la mesa, junto a la cerveza.
La noche era clara y estrellada. Para estar en el mes de mayo hacía un día totalmente veraniego. Seguía allí, sentado, con tan sólo un pantalón y unas chanclas como única vestimenta. Cuando acabó el bocata volvió a la cocina y se preparó un café. Al salir, y pasar por el comedor, metió una cinta en el cassette. Sentado en la hamaca escuchó las primeras letras de una canción de Celtas Cortos que le gustaba bastante y comenzó a cantarla en voz baja “nunca llego a la hora apropiada, o pronto o tarde cuando ya no queda nada...”.
Estaba a punto de dormirse, los párpados le pesaban como losas por efecto de las muchas cervezas de aquel día. Uno de sus brazos resbalaba pesadamente por un lateral de la hamaca. A su derecha, en la otra casa, se veían dos figuras a través de la ventana del comedor. Le vino a la memoria el cuento de Gulliver, las dos figuras eran altísimas, probablemente más de dos metros cada una, fue lo último que pensó antes de que definitivamente se cerraran sus ojos.
Aquella carcajada hizo que abriera los ojos como un relámpago. Los músculos de aquel estomago que siempre le habían servido para poco más que tragar cerveza se tensaron hasta casi agarrotarse, su mano salió disparada hacia la mesa y atrapó el mango de la pistola. Sin tiempo a abrir del todo los ojos levantó la mano y disparó hacia la figura que se recortaba contra el verde claro de la valla. Quedó todo en silencio. Las dos figuras desaparecieron rápidamente de la ventana del comedor. Ruiz se levantó y avanzó con cautela hacia el cuerpo que yacía tendido a pocos metros de él. Lo volvió bocarriba con el pie. Era Ramón, uno de los asalariados mejor pagado.
A la mañana siguiente la policía, alertada por el vecino abogado, recogió el cadáver del jardín. Preguntados los vecinos ninguno supo decir lo que había pasado, ni el abogado que había vuelto aquella mañana, ni el jugador de baloncesto, ni su amigo americano, que tras el interrogatorio volvió a su país. Del inquilino de la casa sólo pudo saberse su nombre “Ricardo Ruiz” según constaba en el sumario, pero nunca se le pudo encontrar la pista, aunque teniendo en cuenta que para la policía aquello fue un ajuste de cuentas el “nunca” fue relativamente corto.

lunes, 25 de abril de 2011

Abrimos de nuevo


Bueno, mañana abrimos. No sé si todavía estaréis por ahí, aunque las visitas siguen; pero mañana, a las ocho de la mañana, más o menos, como siempre, abrimos de nuevo.
Por cierto, abriremos con un guiño a la gente de mi generación, más o menos. ¿Os acordais de Robert Parrish?, decían que tenía la cara como un jefe indio, que nunca sonreía. Un abrazo

jueves, 21 de abril de 2011

El hijo del guardián


  Hace tiempo a mi padre, uno de los guardianes mas poderosos que han existido, le fue encomendada la misión de velar por los relatos. Hoy, unos cuantos años después es a mi, el hijo primogenito de aquel guardian, a quien le es encomendada esa misión.

  Yo no alcanzo a verle a mi padre el tacón de sus inmensas botas, ni mi sola presencia atemoriza a los intrusos. Sé bien que nunca conseguiré por la fuerza ni por mi semblante ser un buen guardian. Más bien al contrario. Mi constitución física tiende a crear una sensación de entre lástima y repulsa. Mi sóla presencia hace que quienes están a mi alrrededor se sientan incomodos, actuen conmigo de una forma esquiva y vaga. Por algunos de estos motivos y para el buen desempeño de mi labor, cosa a la que estoy obligado por tradición y estirpe, tuve que buscar otras formas tal vez menos propias del buen hacer pero no menos efectivas.

  Adopté la postura del traidor, del rastrero, del que no opone resistencia cuando alguien intenta apoderarse de los relatos, pero cuando me vuelven la espalda asesto mi puñalada justo en mitad de la vida. Espero escondido sin que nadie me vea, maullo para parecer un gatito desvalido perdido entre las lineas, o finjo estar dormitando sin darme cuenta de nada; pero nada más lejos de la realidad, yo fuí concebido para desempeñar sin fallos mi misión. Nadie nunca dejó escrito cuales serían las artes de los guardianes, sólo una frase está grabada en la tumba del primer guardian “nací para defender los relatos y muero legándoselos a mi hijo”. Así pues no existe ningún excéntrico código de los guardianes que nos obligue a ser caballeros andantes, ni a poner la otra mejilla, ni a esperar que el enemigo haga el primer disparo, simplemente debo salvar los relatos, conseguir que estos sigan en manos de mi dueño y creador, el mismo que es dueño y creador de los relatos.

  Tampoco me cuestiono mi misión. Si existe alguna duda de si hay un Dios, no existe ninguna de si hay un creador, en estos momentos hablo con él y él me guía, de él es mi destino y mi creación, y a él le debo cuanto soy bien sea mucho o poco.

  Al final sólo espero haber sido un digno guardian. Haber conseguido que los relatos sigan el curso para el que fueron creados. Y si algún día, cuando ya esté lo suficientemente cansado como para empezar a dudar de si seré capaz de seguir custodiando los relatos con el mismo ímpetu y la misma lealtad de la que hoy estoy dotado, el creador me considera digno de proveerme de un hijo al que enseñar nuestra misión, no le aburrire con largas charlas sobre las artes del buen guardian, ni perderé el tiempo en contarle relatos de nuestros antepasados, bastará con que sea capaz de entender cual es nuestra misión y porqué hemos sido creados y porqué debemos morir.

miércoles, 20 de abril de 2011

El dormidor


Comienzo a sentir el calor de sus mejillas enrojeciendo por momentos. Sus ojos luchan sin mucha convicción con los últimos sonidos mal cantados de Te recuerdo Amanda. La voz es extremadamente monótona y cascada, hay veces en que el propio dormidor está a punto de sucumbir a su monotonía. Pero él mira la paz que emana, recostada contra la almohada, y murmura algo contra los cientos de personas que aguardan como una jauría. Él recuerda el sol de mayo filtrándose por la cortina de su habitación, y se niega a que pueda desaparecer un día. La respiración comienza a ser rítmica y pausada. Esto es la paz, piensa él mirando el rostro recostado contra la sabana. Esto es la paz y aquí es donde habita gran parte de lo que he perdido. Quiere ver el reflejo en las mejillas enrojecidas de algún muchacho rubio recostado contra la yerba en no sabe bien que año de la década de los setenta. Y deja resbalar una lágrima por su mejilla. Quiere entrar en el sueño de su hija y buscar allí un pequeño rincón donde dormirse él en algún otro sueño. Pero los demás no quieren, se le agarran de los pies, se aferran a sus caderas, y lo arrastran y lo empujan contra la vida. Y él llora, llora y mira por la ventana los tejados dormidos de su pueblo. El sólo quiere un día, una noche en que poder dormir el sueño de los niños.

martes, 19 de abril de 2011

PIII Trabajo, salvo al mundo, trabajo.


Lunes, nueve y cinco minutos. Ya he mirado cuatro veces el reloj desde que entré a trabajar a las ocho, y todavía es lunes, va a ser una larga y dura semana. Los detalles no acompañan. Un espléndido sol reflejándose en los folios que hay sobre mi mesa, una brisa suave que entra por la entreabierta ventana y llega hasta mi cara, y mi poco interés por este trabajo. Lunes, nueve y siete minutos, toda una eternidad en dos minutos, y una todavía más larga, aterradora e inexorable eternidad por delante, una que durará más de seis horas, casi siete. Si, va a ser una larga semana. A mi alrededor, en cinco mesas más, hay otras tantas personas, y me invade el deseo de preguntarles si tienen el mismo poco interés que yo por el trabajo. Miro sus rostros con disimulo. Cada uno de ellos y ellas, tres hombres y dos mujeres, están atareados, moviendo informes de un lado a otro de la mesa, tecleando en las teclas del ordenador, levantándose para ir al archivador y cambiar unas carpetas por otras, pese a que son idénticas. Volviendo a sus puestos y de nuevo mover folios, teclear, cambiar. Y yo miro un folio, tecleo, me levanto y me siento. Las nueve y doce minutos. El viernes pasado tuvimos una reunión con nuestro encargado. Eran las cinco y media y nos cito a la sala de reuniones. En principio nos alegró, viernes a punto de irnos y reunión, menos folios que mirar, menos teclas que apretar y menos informes que archivar. Siéntense, por favor, nos dijo cuando íbamos entrando en la sala. No sé cual será el mejor momento para convocar una reunión, siquiera sé si coincidirían los mejores momentos míos con el resto de compañeros, o si existe realmente un buen momento para iniciar una reunión de trabajo, pero para mi no lo era en aquel momento. Primero nos felicitó por el trabajo que estábamos realizando últimamente. Nos habló de lo importante que era para el desarrollo de la empresa, y sobre todo para el buen funcionamiento de las empresas a las que servíamos, que todos y cada uno de los informes fuesen de una alta calidad. De cómo así conseguíamos que las cosas funcionasen con absoluta precisión pese a lo complicada que era la maquinaria de la que formábamos parte. Nos habló de que… no, no es un buen momento para mí una reunión un viernes a falta de poco tiempo para acabar la semana de trabajo. A partir de aquí apenas si recuerdo alguna que otra frase suelta. Me dediqué a mirar con disimulo por la ventana. En febrero a estas horas apenas quedan unos minutos de sol, y yo lo necesito, lo necesitaba. Miraba a mis compañeros, absortos en la explicación que el encargado, Luis, iba desgranando frase a frase, usando las modulaciones de voz y los gestos necesarios en cada momento. Durante unos minutos debió de hablar de algo que no acababa de funcionar bien del todo puesto que eso indicaban sus gestos y el tono entre de reproche y de condescendencia que usaba en sus frases; pero el sol comenzaba a esconderse detrás de los últimos edificios y mi ánimo se iba con él. Puede que por eso justo en ese momento y dirigiéndose a mi dijese aquello de que no era necesario afligirse tanto, que bastaba con sobreponerse y estar a la altura de las circunstancias. No sé que habría pensado de mi si en ese momento le hubiese dado mi opinión sobre lo que pienso de la empresa y le hubiese explicado la verdadera causa de mi “aflicción”, pero me limite a mirarlo en silencio e intentar cambiar la expresión de mi cara para que volviera a olvidarse de mi y continuase con su tono impersonal.
La reunión se alargó más de lo previsto. Sus últimas frases tuvieron que ver con que el mundo es un gran engranaje, con que todos y cada uno de nosotros somos una pieza de esa gran maquinaria, las empresas para las que trabajamos, nuestra empresa,  y que de nuestro trabajo, nuestra entrega y nuestro buen funcionamiento depende que no se desmorone y siga funcionando con la suavidad necesaria para asegurar no sólo nuestro porvenir sin no el porvenir de nuestros hijos. Probablemente si no hubiese dicho lo último hubiese sido una reunión más, un incordio más, una perdida de tiempo más. Pero yo no tengo hijos, siquiera tengo un proyecto en el que aparezcan, ni tengo motivo alguno para que la maquinaria siga funcionando, con suavidad o sin ella. Yo me limito a venir a mi trabajo, a mirar por la ventana como el sol de febrero cruza el cielo inexorablemente sin esperarme día tras día. Miro folios, tecleo, archivo informes, salvo al mundo de perderse en la anarquía, y trabajo, trabajo cada día de ocho de la mañana a seis de la tarde.
Las diez menos cuarto. Dale un motivo al tiempo para que vuele y el conseguirá que cada segundo sea un siglo, dale motivos para ir lento y devorará las horas, los días, como si de ello dependiese su vida. Y el tiempo no tiene vida, sólo tiene medida, como no tiene sentimientos, ni puede sentir compasión de mí, haga un hermoso día de sol o un día de lluvia de esos en que los zapatos se hicieron para llevarlos de charco en charco. Ojalá pudiese dar unas horas de mi vida, daría estas, saltaría a las seis de la tarde de golpe, a la boca de metro, pese al encuentro con lo extraños; pero eso no es posible, volverá a jugar con el engaño de su lentitud para de golpe haberme hecho diez años más viejo, veinte, treinta, como ya ha hecho en otras ocasiones.
Las diez, no aguanto más, suelo bajar a tomar mi café a las diez y media, pero hoy sería incapaz de bajar con mis compañeros y mantener una charla al menos digna. Me levanto y salgo de la oficina sin mirarles, ya inventaré luego una excusa adornada con algún dolor de estómago o de cabeza, pero hoy necesito tomarlo solo, al menos físicamente solo.
Las diez y cinco minutos. He bajado a una cafetería a la que nunca vamos, no venía huyendo para caer en las manos o en la boca del camarero que siempre nos sirve. Hubiesen sido demasiadas preguntas. “¿Por qué baja sólo?, ¿los demás no bajan hoy?”, y si se me hubiese ocurrido contestar a una de ellas, aunque sólo hubiese sido una, entonces habríamos entrado en una conversación que en absoluto me apetecía. Y además, supongo que ser un animal de costumbres tendrá sus cosas buenas pero también sus cosas malas, el café de esta cafetería está infinitamente mejor, aunque puede que sea mi situación lo que hace que me parezca así. Estoy sentado, solo, al lado de uno de los amplios ventanales, viendo la calle, y hasta mi nariz llega el agradable olor del café. El tiempo no se ha parado, pero al menos sigue pasando con la misma lentitud con que lo hacía en la oficina, por lo que tendré unos treinta minutos de paz, de miradas hacia fuera, de olor a café. Me pregunto si ahora, en estos momentos, mientras acerco la taza de café a mis labios todavía sigo salvando al mundo, si este descanso también forma parte del engranaje, si ayuda a que funcione con la suavidad necesaria para que todo siga en su lugar. En caso de que fuese así tal vez no tendría importancia que lo alargase, que hoy me tomase dos o tres horas para tomar este café, o incluso que hiciese el esfuerzo de tomar un par más si fuese necesario. No, como diría el encargado “todo en su justa medida”, aunque no puedo resistirme a pensar en quién pone esas medidas, en si alguna vez fui consultado sobre si es demasiado trabajar ocho horas, o si me parecía poco tiempo media hora para tomar el café a media mañana, o simplemente si tenía ganas de ser consultado. No, supongo que no se me ha consultado nada, ni a mi ni a ninguno de mis compañeros, puede que incluso a nadie de los que pasan sin cesar por delante de la ventana de esta cafetería céntrica. Y quién sabe si es mejor así. Me invade de golpe una honda tristeza que viene del olor a café, y el mundo parece comprender mi estado de ánimo porque unas gotas rebeldes comienzan a resbalar por el cristal de la ventana. Es apenas una lluvia sin fuerza, gotas sin orden que parecen descolgarse desde el marco de la ventana.
Las diez y treinta minutos. Veo salir a mis compañeros y dirigirse a la cafetería de enfrente. Me levanto, cruzo la calle sin prisa. La lluvia es tan débil que apenas llega a mojarme. Entro en el portal y subo por las escaleras. Puede que todavía quede alguien por bajar y no me apetece cruzarme con nadie. Abro la puerta de nuestras oficinas, entro y me dirijo a mi puesto de trabajo. Miro folios, tecleo, archivo informes. De mi pelo cae una gota a uno de los folios, una gota apenas imperceptible y que no lo dañará en absoluto. Me quedo mirándola durante un buen rato e invento. La gota me dice con su débil voz que salga de nuevo de esa oficina, que camine sin rumbo por las calles hasta no poder más, que lo abandone todo, que todo es una gran mentira sostenida sobre pilares hechos de mentiras, que mi vida no tiene sentido y jamás lo tendrá mientras siga realizando mi trabajo, acudiendo a los mismos sitios a las mismas horas, cogiendo los mismos trenes y aburriéndome igual los mismos días de descanso. Que de nada sirve pasarse la vida inventando sueños que jamás alcanzo y que cuando soy consciente de que será así invento nuevos sueños para remplazar a los anteriores y no caer en un vacío luminoso del que nunca conseguiría salir salvo ciego, como ahora. Y sin embargo su vida no es muy diferente a la mía, mientras la miro el papel la ha hecho desaparecer, la ha absorbido por completo haciéndola desaparecer, haciendo que pase a formar parte de un todo donde se pierde, de un todo formado por falsas esperanzas, por calles, por trenes, por otras gotas como ella que un día creyeron que la libertad era su vuelo por los aires, su deslizarse por los cristales, su reflejo en mi mirada, hasta que acabaron engullidas por el tiempo. Miro folios, tecleo, archivo, la gota acabará en el fondo de cualquier archivo. Me tomo la libertad de leer con detenimiento el nombre de la persona a la que hace referencia el documento que voy a archivar, la gota va con él.

lunes, 18 de abril de 2011

PII El universo y su ausencia


Vuelvo a casa paseando después de un día de trabajo, como cada día. Mis primeros quince minutos, hasta llegar a la boca de metro, es un paseo intranquilo por una gran avenida. Cientos, miles de personas pasan a mi lado, supongo que cada una tiene su singularidad, pero yo, para no acabar ahogándome en un mar de detalles y particularidades he acabado convirtiéndolas en una sola. Así que me muevo por un mar de clones defectuosos. Su barullo, su paso desgarbado y con excesiva prisa, su continuo ir y venir a lo largo de las aceras, no es más que parte de una cadena de normas que los impulsa día tras día en este laberinto sin salida, que nos impulsa día tras día, porque cada vez soy más parecido a cualquiera de estos clones con los que me tropiezo inevitablemente. Por fin alcanzo la boca del metro. Bajo siguiendo el paso de los que están a mi lado. Uno, dos, uno, dos, como una marcha militar ensayada durante días y días acabamos bajando las escaleras y nos quedamos delante de las vías, esperando. Siempre estamos esperando, a veces es un tren que nos lleva al trabajo o nos trae de él, otras es una larga cola que nos permitirá ver la última obra de algún célebre autor o interprete, la mayoría de las veces algo que haga que nuestra vida cobre realmente un sentido, algo que nos demuestre que realmente todos aquellos sueños y expectativas que formamos y con las que soñamos en nuestra juventud no eran solamente eso, sueños, sino que estaban esperando en algún sitio. En la siguiente parada, en una butaca del teatro, a la salida del trabajo. Y por eso no nos paramos nunca, porque la búsqueda parece que lleve siempre del brazo al movimiento. Seres en continuo movimiento hacia ningún lado. Caminantes  en un camino que no existe, que es creado por nuestros propios pasos pero no tiene principio ni final, y  lo que es peor, no tiene razón de ser salvo para que los pasos no queden en el vacío. Si dejásemos de andar, si nos parásemos todos de golpe, nos encontraríamos con cientos, miles de rostros extraños que nos mirarían con miedo, y a los que miraríamos con miedo. La muerte nos miraría en la lejanía, extrañada, esperando que reanudásemos el camino que siempre nos acerca un poco a ella.
Miro los rostros en el vagón de tren. Miro el mío reflejado en una de las ventanillas al pasar por una zona más oscura. ¡Que extraña expresión le da al rostro el viaje¡. Intento distraerme con la lectura del libro que tengo entre mis manos, pero me es imposible no volver a mirar una y otra vez. Sé que acabaré almacenando toda la soledad que ahora viaja conmigo, con ellos, antes de la siguiente parada. Y sin embargo me son todos extrañamente iguales, como si no hubiese en ellos vida. Si, las narices son diferentes, y los ojos, y la boca, y cada una de las partes, sin embargo es idéntico su olor, lo que hablan, lo que expresan sus inexpresivos ojos. En ocasiones he intentado entablar algún tipo de conversación con algunos de mis vecinos de viaje. La señora mayor me miró con la mayor de las desconfianzas y no atinó a pronunciar siquiera una palabra. El jovencito que va a la universidad en un vano intento de aprender lo inexplicable me miró como con condescendencia, incluso creo recordar que abrió la boca como en un intento de decirme algo. Debió de arrepentirse a mitad, seguramente pensó “no vale la pena”. Después de diferentes y fallidos intentos adopté la postura “voy de viaje”, me siento, saco el libro que llevo en mi cartera, y hago como si lo leyese, porque nunca he sido capaz de leer en un vehículo en movimiento. Si el día ha sido demasiado cansado entonces me hago el dormido, aunque con los ojos entornados mirando el rostro de los otros pasajeros. Un agradable invento lo de decir las paradas por la megafonía de los vagones, hace que no se tenga que ir pendiente con la mirada. Y por fin la mía. La nuestra, porque somos muchos los pasajeros que nos bajamos cada día en esta parada, algunos incluso somos iguales a ayer, a anteayer, a todos y cada uno de los días.
Y de nuevo el dragón nos escupe al cemento. Algún día he de venir a sentarme frente a la boca de un metro, un día de esos que llamo al trabajo diciendo que estoy enfermo y no podré ir. De esos en que no miento, no al menos si la melancolía, el hastío, las ganas de no vivir más, que no de morirse, se pueden contar como una enfermedad. Me sentaré frente a la boca del metro y preguntaré a todas y cada una de las personas que salgan por ella “¿a dónde vas?”. Sólo mi incapacidad para tomarme un día de descanso salvo una enfermedad real, de esas que dan dolor fuerte de cabeza, fiebre y otros síntomas, y mi miedo a las respuestas me impide hacerlo. Miedo a descubrir que no van a ningún sitio, que siguen siendo pasajeros en transito, pero sobre todo miedo a obtener una respuesta, a que uno sólo de los que surjan de aquella boca de metro sea capaz de decirme a dónde va. Sigo caminando por la acera, de vuelta a casa, formando parte del vagón de pantalones y camisas que se refleja en los escaparates. Siguen siendo los mismos rostros, no me daré el descanso de personalizarlos hasta llegar a casa, como cada día. Mientras caminaré sin prisa, en casa no me espera nadie, nadie. Dejaré que la brisa de este mes de abril toque mi cara por unos minutos más. Y finalmente el portal, la escalera, la puerta.
Si al girar la llave por dentro sólo cerrase la puerta, pero lo cierro todo, cierro mi contacto con el mundo, cierro cada uno de los miedos que me acompañan a diario, cierro el ser social e intento convertirme en un individuo único, en mí. Y a la vez ese giro de llave abre tantas cosas. Por ejemplo, hoy, soy capaz de recordar cada detalle del viaje, de pronto las caras vuelven a recobrar vida y son una. La mujer mayor que vino a mi lado, esa a la que hace tiempo intenté hablar y no fue. Tiene el pelo rubio, teñidamente rubio y gastado por los años. Nadie se lo dirá pero estaría mucho mejor con un tinte menos fuerte, sus labios son finos, muy finos, y los pendientes con excesivo peso han hecho que sus lóbulos tengan un tamaño excesivo para la pequeñez de su cara. La expresión de sus ojos es triste, demasiado triste, y podía pensarse que es normal, que muy poca gente lleva una expresión alegre a las ocho de la tarde, cuando vuelve del trabajo, pero la encontré un día en febrero, un sábado, en el parque, sentada en un banco, y su expresión era la misma, la expresión de un día laborable. Y el joven, el joven no sabe lo cerca que está de convertirse en dueño de la expresión de la mujer mayor. No se lo diré nunca, no, lo negaría, me hablaría de proyectos, de futuro, de cuanto le queda por vivir y de lo diferente que será su caminar en la vida para no llegar nunca a la expresión de tristeza. Y sin embargo no se da cuenta de que su camino ya es el mismo, de que cada día lo encuentro en el mismo metro, con la misma expresión de cansancio que él parece no notar, y con un dejo de tristeza en la mirada como si en aquellos vagones todo tendiese a formar un uno, a igualarse de tal modo que al final no exista más diversidad que lo uniforme. Igual da si el uniforme es el pelo rubio excesivamente tintado o los auriculares, si es el maletín desgastado sobre las piernas o un pantalón demasiado bajo de caderas que deja ver un buen trozo del tanga, igual da, porque la tristeza es la misma, el desánimo que entra por las puertas en cada parada el mismo, y el final inexistente del viaje el mismo. Por eso cada día cogemos los mismos trenes, los mismos metros, las mismas calles, y las mismas esperanzas que nunca acaban de cumplirse y comienzan a parecerse demasiado a los abrigos viejos y gastados que sacamos cada invierno.
Me recuesto un poco más en el sillón, dormiré un poco, apenas una hora, antes de hacerme la cena, leer un poco y acostarme. Hay que reponer fuerzas para el siguiente viaje, aunque no tenga mayor sentido que el de seguir viajando.

sábado, 16 de abril de 2011

PI El amanecer


Me sigue doliendo la imposibilidad de no poder mirar mi cara, mis ojos, mi expresión de asombro. Y aun así sigo mirando día a día el amanecer. Hoy parece como si el encargado de poner las nubes se hubiese puesto de acuerdo con el de darle intensidad al sol. Primero dejó que saliesen cinco o seis, no me paré a contarlas, y apenas una claridad despreciable (siempre me llamó la atención el uso del termino despreciable en matemáticas) se agarró a la parte baja de ellas y fue adentrándose en el cielo. De pronto dejó que cinco o seis más asomasen por el horizonte. Ahora eran de formas y tamaños diferentes, y el encargado del sol subió la intensidad, de tal modo que un reflejo rojo, un rojo sin gran fuerza, que parecía más un rosa, se quedó agarrado a estas nubes y fue avanzando en el cielo sin prisas. Finalmente ambos decidieron que era el momento, y nubes y luz inundaron la mañana, nubes que llevaban toda la gama de rojos y amarillo en su barriga, nubes que fueron deslizándose desde el horizonte hasta mis pupilas. Y yo allí, paralizado, sin poder ponerme delante de mí y mirar mi rostro. No me importa si pongo cara de idiota, o cara de ser el más feliz del mundo, si provoco el asombro, o el sonrojo, o la risa en los que pasan a mi lado, pero cada día siento la imperiosa necesidad de verme mirando el amanecer. Supongo que esta necesidad nace de no haber sido capaz nunca de ver mi vida desde fuera, de ser incapaz de verme y adivinar quién soy. Sin entrar en todos aquellos seres posibles que intuyó Unamuno, no. Me bastaría uno, aunque no fuese totalmente yo, me bastaría haberme visto un día andando por el parque que hay cerca de mi casa, mientras estoy sentado en el banco, y haber podido exclamar en mi cabeza “ese soy yo”; pero nada más lejos de la realidad. Si alguna vez ha sucedido, si, aunque haya sido por un segundo, he conseguido ver algún aspecto de mi vida desde fuera, nunca he conseguido un análisis que me fuese válido, más bien ha venido siempre a mi mente y a mi ánimo la expresión “extraño”, tristemente extraño. Y así ha sido con mi cara ante los miles de amaneceres y atardeceres que pasaron ante ella, y con mis manos, las que veo coger objetos, escribir en el ordenador, pasar por la espalda de cualquiera de las mujeres que estuvieron en mi vida, y me parecieron siempre las manos de otro, y con mi boca, cuantas palabras ha dicho y cuantos labios ha besado, sin que yo nunca pronunciase ni una ni besase a ninguna mujer. Supongo que esto no debería de extrañarme tanto, si no soy capaz de reconocer como míos mis pensamientos que están en lo más hondo de mí no es extraño que nervios, músculos, órganos y cualquier otro de los componentes que forman lo que creo ser me sean tan lejanos, tan huérfanamente lejanos.  El cielo está totalmente instalado, un sol alto, las nubes desaparecieron, y yo me alejo de espaldas, de espaladas a la mañana y de espaldas a mí, de espaldas.

viernes, 15 de abril de 2011

En este tiempo


  No sabría explicar bien de dónde vino. Ni cual fue el propósito que le empujo a abandonar lo más oculto de mi ser para hacerle una visita a mi piel. Tal vez fue el sonido de la música, o ese descuido que tuve al mirar por la ventana como discurría la lluvia por las uralitas. Lo cierto es que se quedó aquí, junto a tu nombre y tu sonrisa. Justo al lado de mis besos, esos que tengo guardados para el momento en que vengas. Sentí un extraño cosquilleo en mi espalda, algo subió hasta agarrarse a mi cuello. En ese momento supe, siempre lo he sabido pero a veces es inhumano, en ese momento supe...; pero qué te diré que no te haya dicho cientos de veces. Y es en este tiempo, este en el que los dos hemos coincidido para repartirnos nuestro espacio y hasta lo que odiamos. Es justo en estos días en que la vida parece siempre una mañana de primavera, en los que quiero quedarme, en los que, en un rincón de tu cabello y mis brazos, quiero construir la casa donde quedarán mis años.

jueves, 14 de abril de 2011

Hay días...


Hay días en que amanecen cientos, millones de muertos, y en esos días ando, sonrío, incluso me paro en conversaciones con gentes a las que conozco; pero mi cabeza está en otros sitios. Tengo que asistir a todos y cada uno de los velatorios, porque todos y cada uno de los muertos son mis muertos, siempre los mismos muertos. A algunos de ellos los conozco casi desde que nací.
En esos días uno quisiera no conocer a nadie, ni siquiera a sí mismo, para que los entierros fueran vacíos, para que la espera del día en el que enterraré cuanto no fui, no suponga un continuo ir y venir bajo la sombra de los chopos. Uno quisiera morirse de golpe, que la madera de un único roble fuera su última piel, que el campo santo de la memoria no estuviera lleno de cruces, y no tener que soportar esta viudedad continua de uno mismo.
Gracias al olvido, en otros días, amanezco genial, vivo, torpemente inmemoriado, y en esos días la madera vuelve al árbol, y el árbol a la ladera, y la ladera sube mágicamente hasta la cumbre de un monte que se esfuerza con rabia por acercarse a un generoso sol que parece llevar grabado mi nombre. En esos días os quiero, me quiero, digo tacos y me toco mis partes a escondidas (o no tanto), digo piropos y obscenidades, acumulo cuantas fuerzas puedo para los otros días.
Luego estaría el resto, ya sabéis, la vida. Y ésta no es ni más ni menos que minutos que juegan a acompañarse hasta formar horas, y éstos días, y éstos meses, y un cuerpo que pasa por ellos con una mochila a la espalda donde lleva un hacha y una azada, y un sombrero de paja para el sol. Y hay días para la tala y días para la siembra, y días para el descanso.
Y puede que a fin de cuentas no sea más que eso, el talador y el sembrador, y el soñador indiferente que lleva callos en sus manos y en su corazón también.

miércoles, 13 de abril de 2011

Dada2

  Todo dada era un sueño, una flor que rodeada de vida temblaba al amparo de los robles. Y así creó un poquito de história, subió al cielo y al infierno. Dada pensaba que al infierno también se sube, y que allí no había fuego, sino pétalos siempre sonriendo y sueños a punto de realizarse.Y demonios, si, había demonios, con su rabito color de rosa y sus ojitos entornados, y esa sonrisa que contagia vida. Dada pisó ramas y hojas secas, saltó motes y granitos de arena, finalmente comenzó a caminar y a reir, llenando de dientes y lenguas el valle. Dada evapotranspiró, como dice el profesor de geografía general, pero no estaba muy seguro de lo que había hecho, ni siquiera sabía lo que había hecho, y por ello volvió a evapotranspirar. Se volvió ovalado, después cuadrado, y a la vez singular; pero Dada no era dios, ¿quién es Dada? preguntó el todo, la nada le respondió. Siempre responde la nada cuando hablamos de Dada. Y cuando Dada habla de él dice “el 4 herido de muerte salió por la puerta principal en brazos de un punto y coma, mientras el pomo de la puerta reía y reía can lágrimas doradas". Así habló dada y lo echaron a la calle. La calle lo envolvió en su manto de olvido y mesotérmico (como escribe el profesor de geografía general). La verdad es que la calle no estaba, ha sido una pequeña mentira, la calle “la están peinando” y el sol se volvió de espaldas, le daba verguenza. Saben que la noche ama a Dada; pero dada no le hace caso y le contesta que va con oscuras intenciones, que no ve nada claro con ella. Una w quiere decir que habrá enlace entre la v que vive cerca de la j y la v que duerme donde el sol se acuesta. Y Dada está invitado, llevará regalo, serán dos sombreros para que v y v se vean así: ¨w¨ y si no se ven que duerman como puedan. Dada se ha cambiado el nombre, ahora es más bonito, fue y le dijo al cura “yo ya estoy cansado de ser Dada, hoy quiero ser otro y cambiarme el nombre” y el cura le contestó “¿quizás seas Ricardo, José, Andrés, Gerardo o quizás Antonio?. Y así habló Dada, “no, yo quiero llamarme daDa”. El cura lo miró de ancho a estrecho y pensó extrañado “¿acaso los soles duermen boca abajo?”, la única respuesta fue “...y lo están peinando”. Bailaron la jota las hojitas secas, las ramas pisadas, los diablos malos, mientras que cantaban las flores, el bosque, los álamos verdes y también los rojos, y ¿Dada qué hacía?, daDa era la jota. Viva las reformas, los ojos azules, vivan las sonrisas, viva lo que viva. Así todo dicho parece mentira. Siempre la mentira parece y parece, como el loro loco, como las estrellas, las estrellas sí, porque se marcharon. Dada tiene encanto, porque sabe el sueño, porque mira al cielo como el que no quiere, porque todo tiene las luces de al lado y aun así continúa estando apagado, y DaDa lo sabe, y dada lo sabe. Dada no es novela porque no conoce ni el no, ni la brisa, y aún así confía en todas las piedras. La pluma se cansa y respira a golpes, sueña con sus letras y con sus palabras, ¿qué será que todos los que viven sueñan, que sueñan los muertos y hasta los inviernos?. Será que la brisa levantó su pelo. Bajen los telones, por favor, los bajen que el actor más malo lo está haciendo bien y eso no interesa. Y el actor más malo se queda llorando sonrisas de viento, carcajadas llenas de amor y silencio. El silencio escucha, siempre está escuchando, y daDa le habla, le cuenta cuentos, le dice al oido que el pájaro canta, y DaDa, con el silencio, ríen sin hacer ruido, pues Dada lo sabe, sabe que, si acaso, al reir hace un poco de ruido, se ira el silencio a dormir su sueño, el sueño de poder hacer ruido un día. Rápido, dice daDa, todas las estrellas que salgan a escena, apaguen las luces, suban el telón, y ante los ojos de todos los mundos crece, como un niño, una noche oscura salpicada en brillos de miles de estrellas, y DaDa sonrie, y las felicita, la función ha ido de mil maravillas, como cada día. Las funciones siempre, siempre se terminan, daDa no lo sabe, sabe que se ríe, que los ciervos comen, y por eso canta con guitarra nueva. Vamos a la cama, que la cama duerme, que mis niños rien y eso es lo que saben, para mi me basta, y DaDa los vela (ya dijimos antes que él no es novela) sin no, sin malicias, y con dientes rojos, verdes y amarillos duerme en las riveras de pequeños rios.

Y ahora escucha esto...

martes, 12 de abril de 2011

De lo del uno


  La tarde ha ido guardando el sol entre sus otros recuerdos. Las primeras gotas de lluvia van dejandose acariciar por los cristales de las ventanas. A lo lejos se oye unos niños que juegan a esconderse en los portales. Si ella estuviera aquí... Un relampago busca con ansias algún lugar donde reposar y lanza un terrible grito que se me clava en el pecho. Y sigo notando que falta algo entre lo que miro y lo que siento. Con manos torpes voy ordenando palabras para no estar más tiempo aquí, pero el recuerdo es más cruel que todo eso y se aferra a mis pies como un moribundo. Y el tiempo, maldito fluir siempre adelante, adelante, como si lo que vamos dejando atras no fuesen más que despojos. Y recuerdo una sonrisa que no es mía. Y recuerdo...siempre el mismo castigo, siempre azotado por la misma plaga. De golpe esa sensación de no poder acabar nada, de no ser parte sino de un minúsculo sueño que pende en todo momento de un hilo. Si al menos pudiese jugar durante unos minutos al escondite, o saltar por el río entre los chopos. Pero los años son míos y no dejan de recordármelo. Se me suben a la espalda como heridos que no tengo más remedio que llevar conmigo. Y al final la sonrisa que recuerdo regresa, y se funde en nada todo lo que no es ella.

lunes, 11 de abril de 2011

Por padecer un poco-

  Vuelvo por el camino frío y polveriento. Los chopos se ven entre la neblina de marzo como sombras que se encaraman a las paredes de mi barrio. Traigo en mis manos el último libreto de relatos que he escrito. Los he releido cientos de veces, sería capaz de dictar muchos de ellos de memoria. No me averguenza reconocer que me encantan, que probablemente sean de los mejores relatos jamás escritos. Ni Borges, ni Cortazar, ni, espero no ofenderme a mí mismo, los relatos de Kafka, me parecen capaces de ensombrecer los mios. La esquina del campo de futbol y el viento. Tantos recuerdos plagados de viento, de un viento cálido que innundaba todo el barrio, y de un viento frío y cortante que se agazapaba tras las esquinas esperándome, para, no pocas veces, tumbarme en el suelo con un golpe seco y traidor. A fin de cuentas la construmbre de sentir el cabello ir y venir de una parte a otra de la cabeza. Y un giro a la derecha, los corrales. Un callejón estrecho que viene a morir contra el parque. Doblo la última esquina empujado en parte por el viento, y en parte porque mis pasos así lo quieren. En uno de los bancos una pareja joven. Un beso que no acaba, no poca envidia en mis ojos. Unas manos que buscan la frontera de lo prohibido y deseado. Y más que nada una sensación que se guarda para las primeras horas de sueño, cuando recostado en la cama se repasa una y otra vez el beso, y esos pechos menudos que saben y dan la vida. Más envidia, y algún que otro recuerdo aún vivo en las curvas de mi mano y en el borde de mis labios. Y más allá, junto a los columpios, donde el jardín se asoma a la espalda, un joven lee un libro. Coge un bolígrafo y anota algo en una página. Curiosidad, un empujón mal dado de la soledad, lo cierto es que fuí a sentarme a su lado. Levantó la cabeza y me saludo. Luego siguió leyendo. Me esforcé todo lo posible por ver lo que leía, y al fin lo conseguí. Más difícil me fue leer lo que había escrito en el borde de la página, pero también conseguí leerlo. Decía así: “cuatro besos en el parque, cuatro besos, dos de fuego y dos de envidia”. No sabría decir porque, pero le di una palmadita en la espalda y le dije “tranquilo, chaval, que en el aire quedan besos para todos, e incluso alguno se perderá sin encontrar su dueño”. Me miró un instante a los ojos y siguió con su lectura. Me levanté y rodeé el jardín, salí por la parte de atrás para dirigirme a mi casa. Mi mujer y mi hija me estarían esperandome. Me levanté y cerré el libro. Entre el bloque pequeño y casa de la tía de Jesús me dirigí a mi casa. Al llegar mi madre ya tenía la cena en la mesa. Cené y me acosté con miedo por mi futuro. Mi mujer pasaba algo en el ordenador y mi hija jugaba con una pizarra. Me senté en el sofá y escuchando una canción que sonaba en el tocadiscos cerré los ojos y lloré en silencio por mi pasado.

sábado, 9 de abril de 2011

El parque de marmol


 Su pelo reposaba sobre un banco del parque como adormecido entre las orquideas. Miraba más allá de las últimos arbustos, con la mirada perdida entre los primeros rayos de oscuridad. Mi mano reposaba en el respaldo del banco y, a veces, volaba arriba y abajo atrapando sólo los primeros nervios de la primavera. Mis piernas cruzadas una sobre otra con cierto aire de distincios. Un rayo, uno de los últimos del día, acertó a posarse sobre su cabello y rebotó innundándolo todo de reflejos azabaches. Apenas si se le notó un leve movimiento, sus párpados temblaron con un gracioso aleteo. Mi mirada era como soñolienta, con un cierto atisbo de intelectual y un mal fingido intento de dotarla de cierta bohemia casi nunca conseguida. La gente al pasar nos miraba, no sin cierta burla, y se alejaba murmurando entre dientes. Alargué mi brazo un poco más por el respaldo del banco y atrapé algún recuerdo.

 Todo comenzó, creo recordar, una tarde de primavera de hace unos tres años. Se mueve como por una dolorosa abligación y cruza sus manos sobre su regazo. Por un momento sus ojos se cruzan con los mios, y aún siento ese cosquilleo de los primeros amores recorrer todo mi cuerpo y asentarse en mi estómago. Yo sonrio, con esa sonrisa tierna del niño que implora un poco de ternura y amor. Aquella tarde yo paseaba por el parque arrastrando mis pies y mi mal llevado fracaso como escritor de relatos. Estaba a punto de comenzar a llorar y me dejé caer en el primer banco que encontré. Luchaba entre las sinrazones de mi situación y la situación de mis sinrazones. Quizá no triunfé como escritor precisamente por esto, por ser a veces excesivamente retórico y otras vanalmente simplón. Entonces se sentó en el banco. Abrió un libro de no recuerdo bien que escritor, y pasó la tarde leyendo, a la sombra de las encinas.

 Se levanta y sacude su falda. Cierra el libro y se aleja hacia la salida. Desde mi banco apenas si acertaba a verla en la incipiente oscuridad. Yo, como todos los días, aguardo un poco hasta que la oscuridad es total y regreso a mi casa a continuar mis relatos.

Y ahora escucha esto...

viernes, 8 de abril de 2011

La promesa


La tarde se había oscurecido de repente. Todo parecía presagiar un ambiente adecuado para la procesión. Una tarde sombría en la que los cirios darían luz al santo. Un poco de viento que movería las llamas y los velos de las mujeres. Y un silencio sólo roto por los compases de la banda de música. Y ahí estaba él, perdido entre los corpiños. En un primer momento casi ni se le apreciaba, era muy fácil que pasase desapercibido, y probablemente yo lo vi porque iba con mi hija y tiendo a fijarme en las cosas curiosas para enseñarselas. Tendría alrrededor de los diez años. Su pelo era rubio y ensortijado. Un querubin, pensé, no sin cierta ironía. Pero nada más lejos de la realidad. No pude resistir la tentación de unirme a la fila y seguir tras él. No sabría explicar muy bien que fue lo que me impulsó a seguirle, y seguramente tendría problemas para explicárselo luego a mi mujer y a mi hija.Tal vez fue la lágrima que vi caer por su mejilla. Pronto descubrí que existía un motivo, o al menos eso creí al principio. Fijandome pude ver como la cera que resbalaba de su cirio no se quedaba en el papel de plata que le habían puesto, sino que por una pequeña doblez llegaba hasta su mano. Vi como hizo un par de veces ademán de hablar con una señora, imagino que su madre, pero una vez ella y otra un sacristán lo devolvieron asperamente a la fila. El niño soportaba lo mejor que podía la llegada de la cera a su mano. En un primer momento estuve tentado de quitarle el cirio, o por lo menos decirle que cuando se secara la primera cera ya no le dolería, pero tal vez se apoderó de mi el observador pasivo que todos llevamos dentro y preferí dejar seguir su curso a las cosas. Cuando ya creía que aquello no daría más de sí empezó a caminar con dificultad. La naturaleza, pensé. O como dicen en mi pueblo, le aprietan los bajos. Entonces vi algo que me resultó excesivamente familiar, sus zapatos. Yo también tengo unos Martinelli, y también es un suplicio cada vez que me los pongo. En un principio pensé que con el uso se irían amoldando a mis pies, pero he tenido que desistir. El niño también empezó a frotar un pie contra otro. En alguna de las paradas, con disimulo, sacaba un pie del zapato, y en la siguiente el otro. Entonces si tenía una expresión celestial. Pero cuando estuvo a punto de dejarse un zapato por una rápida reanudación de la marcha, desistió de volver a hacerlo. No quedaba ya más de cinco minutos para que terminara la procesión. El niñó marchaba ya con un compas digno de un sainete. Un pie sólo lo apoyaba con la punta, y el otro sólo con el talón, su mano estaba casi totalmente cubierta por la cera, y para mayor desgracia, ahora que ya no le dolía, se le apagó el cirio. Seguramente pensó que eso no le gustaría al santo, o seguramente sintió un gran alivio al ver la puerta de la iglesia que indicaba el final de la procesión, pero el caso es que volvió a resbalarle otra lágrima por la mejilla. Pude ver entonces la cara de mi mujer, tal vez hubiera sido mejor para mi que la procesión diese un par de vueltas más.

jueves, 7 de abril de 2011

Señales desde otros mundos

Señales desde otros mundos

A veces me siento como aquellos científicos que lanzaron sus primeras señales al espacio en espera que, algún día, vida de otros mundos las recibieran y contestaran. Cada día (salvo un corto paréntesis), desde hace unos tres meses, cuelgo mi cuento diario. Sé que estáis ahí. Veo en mis estadísticas las entradas desde España y desde casi todos los pasases de América (y alguna que otra sorprendente desde exóticos países); pero no hay respuesta. Lanzo de nuevo la señal, una señal que a menudo coincide con la salida del sol. La dejo colgada de la telaraña de la red, en espera. Cada día, desde hace más o menos tres meses, veinte o treinta de vosotros, llegáis hasta ella me regaláis la mirada… y el silencio.
Me asombran vuestras visitas. No porque crea que los cuentos son malos, eso no soy yo quien debe juzgarlo, y mejor así; sino porque a donde llegáis no hay nada más. No hay juegos, ni regalos (salvo que la lectura de un cuento sea un regalo), siquiera el diseño es atractivamente innovador; apenas un cuento cada día, y vosotros ante él.
No quiero grandes comentarios, siquiera quiero comentarios; pero necesito saber que no es un engaño del intrincado mundo de Internet. Necesito saber que cada mirada corresponde a unos ojos, a un cuerpo, a un alma. No necesito saber vuestro nombre, ni vuestro sexo, ni vuestra edad, me bastará con saber que al otro lado, justo al otro lado de cada cuento, hay realmente una o un lector que se llegó hasta él y se tomó la molestia de darle su tiempo.
Por eso voy a aprovechar este escrito para confirmarlo.
Hoy si seréis vosotros y vosotras quienes escribiréis algo. Hoy hay que responder a una pregunta, aunque sólo sea porque así sabre que hay vida al otro lado de cada cuento. Hoy, en el espacio dedicado al comentario de este escrito, me gustaría encontrar vuestra respuesta a…. ¿sigo colgando cada día un cuento?
Ya os lo dije, no necesito nombres, aunque eso me haría sentir más cerca de vosotros, no necesito edad, aunque eso también me hablaría de vosotros. Necesito apenas unas palabras, para saber que no escribo en el espacio, y que hay vida justo frente a mis cuentos. Apenas unas palabras como respuesta a las miles que ya dejé yo en este espacio infinito.
Esperaré, como antes esperaron ellos. Miraré al cielo, como ellos miraron. Hasta que llegue una señal. Una señal que haga que escriba cada cuento para ti. Que sienta que no cuento historias que se pierden en una maraña de redes y satélites. Esperaré. Te esperaré.

La señal simplemente dará vida a un cuento más. Seguiré esperando.

Cuento probable del año 2050

 R- Aquella mañana el sol amaneció radiante.
 T- Papa ¿qué era el sol?.
 R- El sol era como una esfera amarilla que salía en el cielo y nos daba luz, calor, y vida.
 T- ¿Como las farolas de la vida?.
 R- Más o menos, hija, más o menos. Como te decía el sol iluminó el frondoso valle de Buñol.
 T- ¿Qué es frondoso, papa?.
 R- Frondoso es cuando hay muchos àrboles, y plantas, y flores. ¿Recuerdas que ya te expliqué lo que eran?.
 T- Si, papa.
 R- Bien, un lobo bajaba por la ladera de la montaña.
 T- ¿Un lobo?.
 R- Los lobos eran como los perros, ¿recuerdas como eran los perros?, pues el lobo era parecido, pero vivía salvaje en los montes. El lobo llegó a una de las orillas del río y vio a unos niños jugando al otro lado. Con cautela se escondió entre la maleza y se fue acercando más al río.
 T- ¿Qué era un río, papa?.
 R- Un río era por donde discurría el agua. Antes, aunque yo ya no lo conocí con agua, cruzaba todo el valle de punta a punta y con su agua se regaban los árboles y las planta que luego nos alimentaban.
 T- ¿Debía de ser bonito, verdad papa?.
 R- Si lo era, si. Cuando el lobo hubo cruzado el río nadando se acerco sigilosamente a los niños y cuando estaba a punto de saltar sobre ellos apareció el abuelo de uno de ellos.
 T- Papa ¿qué era un abuelo?.
 R Verás hija, hoy la esperanza de vida sólo es de cuarenta años, ya sabes, el problema de la superpoblación, la falta de espacio y alimentos; pero entonces era de más de setenta años, y los niños tenían abuelos, que son los padres de los padres, y bisabuelos, y algunos incluso tatarabuelos. En fin, el abuelo cogió la hoz de segar el trigo y...
 T- Papa ¿qué es una hoz?.
 R- Vamos a dejar el cuento porque veo que ya se te abre la boca.
 T- Si, papa, voy a dormir.
 R- Un beso hija, y que tengas buenos sueños.
 T- Papa... ¿qué es soñar?


Y ahora escucha esto....

Sueño

Sueño