"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 31 de julio de 2011

Camino a la locura. Noveno paso. Y ya nunca se fue.

-         ¿Vas para abajo Pedro?

Pedro caminaba en silencio. Pasaba en ese momento al lado del bar de Lucas. Poca gente, verano y más de treinta y siete grados a la sombra, poca gente. Pero Luis estaba a la puerta del bar, con su gorra en la mano y mirando calle abajo. Luis trabajó unos años en el centro de África, desplazado por su empresa, cuando las cosas iban bien, aunque para él aquello no fue ir bien. De su tiempo en África se trajo varias cosas. Recuerdos de algunos trabajos artesanales que no tardaron mucho en hacer el viaje desde un lugar destacado en el comedor al altillo donde están guardadas las cosas que parece que nunca han existido. Una sensación inmensa de soledad que se le coló en el cuerpo casi sin darse cuenta a partir de la segunda semana y que ya no sé quitó nunca. Pensó que al volver se le pasaría. Primero se dio un par de semanas, se dijo que si le entró a las dos semanas se le iría a las dos semanas, pero no fue así, se quedó allí, en sus huesos, dos semanas, dos meses, dos años, y ya nunca se fue. Y se trajo también una increíble capacidad de aguantar el calor. No a todos los que han estado trabajando por allí les pasa, pero a él le pasó. A veces se sentaba el la terraza del bar, a la sombra, porque una cosa es que soportase bien el sol, y otra buscarlo sin motivo, y pedía una cerveza, otra, nunca eran menos de tres y la mayoría de las veces más, y se estaba horas, mientras el sol hacía su camino sin prisa. Comenzaba a darle en los pies, y él ni cuenta se daba, le subía por las piernas, por el vientre, y él ni cuenta se daba, hasta que se le sentaba en la cabeza, una hora, dos, y él ni cuenta se daba. Al principio le gastaban bromas, le decían que aguantaba tanto por lo mucho que bebía, pero los cuatro meses que estuvo sin beber, una especie de cólico dijo el médico, y que coincidieron con uno de los veranos más calidos de los últimos años, él siguió con aquel absurdo juego con el sol. Con una botella de agua en vez de cervezas, pero con el mismo juego. Cada día se sentaba en la misma silla y, a la misma hora, el sol se le sentaba en la cabeza, y ni caso, ni amago de recorrer apenas un poco la silla para librarse de él. Como si no existiese, como si fuese uno de esos días nublados en que lo mismo da sombra que sombra.

Pedro era otra cosa. Pedro había nacido en el norte, en un pueblo pesquero metido en un pequeño golfo donde siempre soplaba un viento agradable y fresco, demasiado fresco a veces, que no le daba cancha al sol para conseguir un día de agobio. Por eso desde que emigró a este pueblo caminaba pegado a los edificios en verano, por la acera que daba la sombra. Sudando, siempre sudando, con la camisa manchada por la sudor nada más salir de casa. Odiaba la zona por la que caminaba ahora. Zona nueva, calles anchas y encaradas de manera que, desde las doce a las dos, nada de sombra, todo fuego de acera a acera, todo fuego. Mal apaño, si aceleraba el paso para cruzarlas rápido sudaba, si ralentizaba el paso, para no cansar mucho su cuerpo, sudaba, mal apaño.

-         Siempre para abajo Luis, siempre para abajo. Para abajo en la vida, para abajo en el trabajo, y para abajo en el pueblo. ¿Te vienes?, a lo mejor me das algo de sombra.
-         Espera un segundo, pago y te acompaño.

Se levanta, el sol pone mala cara, entra en el bar y Pedro se queda fuera, debajo del toldo. Un ratito, apenas nada, de sombra, que no sabe si será bueno, y de nuevo a seguir por estas sendas del infierno que debieron de sobrarle al demonio cuando planifico el nuevo urbanismo del averno. A dios nunca le sobra un árbol que de cobijo, ni una fuente que sacie la sed, ni…tengo que dejar de pensar en estas cosas, se dice Pedro, pero es que con este calor.
Sale Luis, se pone al lado de Pedro y acompasan el paso. Intenta caminar a su lado de manera que le de algo de sombra, a él no le importa; pero trabajo imposible, son las doce y poco, y el sol esta vertical, dejándose caer sin clemencia desde millones de kilómetros sobre la cabeza de Pedro. Si al menos toda esa distancia sirviese para coger velocidad, para caer a plomo sobre esa cabeza y fundirla, traspasarla de parte aparte y acabar con aquel sufrimiento que dura ya casi un mes; pero no, los rayos van perdiendo velocidad a medida que se acercan a la cabeza de Pedro y, apenas a unos cinco centímetros de ella paran, se toman su tiempo, y descargan todo su fuego sobre ella.

-         Han dicho que a partir de mañana llegan unos días de lluvia.
-         No sé Luis, eso mismo dijeron la semana pasada y nada, siquiera nubes.
-         De todos modos te acostumbrarás, no te preocupes, yo me acostumbré en África y aquello si que era calor, y no esto.

Giran la esquina al final de la calle, dos metros de sombra, apenas dos metros, por un balcón lleno de flores. Se paran, Pedro se seca la sudor de la cara. Los pies están ardiendo y deja que descansen un poco en aquella sombra. Luis espera al sol. Puede que parezca una provocación pero si se metiese en aquellos dos metros de sombra estaría demasiado cerca de Pedro, dándole calor, y a él le da igual. Pedro mira para abajo. La calle casi se pierde, tragada por aquel insoportable calor. El sol se refleja en los edificios deformándolos, dándoles el aspecto de dragones que echan fuego por su boca. Ni una sombra, en los próximos doscientos metros ni una sombra. Por unos segundos piensa que no será capaz de andar aquel trecho, y menos con la sospecha de que cuando gire en la siguiente esquina habrá más de lo mismo, y todavía le faltan unas cuantas calles para llegar abajo. Morirá en medio de aquellas calles, en medio de un charco de sudor y con la ropa empapada. Menos mal, piensa, que voy con Luis, él será capaz de aguantar a mi lado el tiempo que haga falta, dándome conversación, cuidando de mí hasta que alguien venga a recogerme, él estuvo en África. Guarda el pañuelo en el bolsillo. Ya parece haber recuperado alguna de las fuerzas que el sol le había quitado y ha guardado en las pocas sombras que hay en el camino.

-         ¿Seguimos Luis?
-         Cuando tú quieras Pedro.
-         Joder, si es que parece que los guardianes de las puertas del infierno se hayan ido a tomar algo y se las hayan dejado abiertas. Y no me jodas con que tú estuviste en África.
-         No he dicho nada. Yo no me quejo, si hace sol, sol, si llueve, lluvia; pero es verdad, estuve en África, demasiado tiempo Pedro. ¿Y crees que aquello fue bueno? ¿quieres que te hable de la soledad?. Ja ja ja ja ja ja, coño pues no me acabo de dar cuenta de que “soledad” lleva la palabra “sol”. Puede que por eso ya no note el sol, porque me traje casi toda la soledad que había en África, casi toda. ¿Qué querías, que me trajese también el sol? Ya ves Pedro, a unos les toca la soledad y a otros el sol, cada uno carga con su culpa a cuestas. ¿Qué has hecho tú para cargar con la tuya?

Pedro ya hace rato que no escucha a Luis, las gotas de sudor caen por su frente, por sus cejas, y se le meten en los ojos. Escuecen, queman su frente y escuecen. Ya no surte efecto pasar el pañuelo, ya han encontrado el camino y no dejan de caer. En la punta de su nariz una tras otra toman el relevo y se dejan caer hacia el vacío; pero Pedro ha comido demasiado en esta vida. Demasiado para su salud y para su problema con el sudor. Por eso las gotas nunca caen hasta el suelo, sino que golpean contra su prominente tripa formando una mancha que cada vez es más grande. Mal día para ponerse una camisa azul clara.
Llegan a la plaza. Por fin. Apenas unos metros más y estará a la entrada de su casa. Luis se despide de él y se sienta en la terraza del bar, al sol. Pide una cerveza mientras ve como Pedro avanza casi arrastrándose los últimos metros que le quedan hasta su puerta. Su espalda es una mancha desde el cuello hasta el final de la camisa. Lo ve perderse en el portal y deja que su mirada se pierda en un cielo inmaculado donde hace días que no pasa una nube. Y recuerda los cielos de África, sus sendas, sus fuentes secas, su soledad. Y recuerda.

- ¿Vas para arriba Ernesto?

jueves, 28 de julio de 2011

Camino a la locura. Octavo paso, Son las once y treinta y dos.

Son las once y treinta y dos minutos, al día apenas le quedaban unos minutos para terminar, tú inteligencia ha estado de paseo casi todo el día, y en lugar de tener piedad de ti le da por llegar justo ahora, con una consciencia tan dolorosa como miles de alfileres de hielo clavados en tú cuerpo. No había sido un mal día, puede que un día de extraños y ausencias, pero no un mal día. Y justo cuando el sueño abre la puerta de tu habitación y no está a más de dos pasos de tu alma, tu inteligencia, la poca que te queda, se sube de golpe a tu cabeza y abre tus ojos de par en par. Como añoras cuando se situaba en tu entrepierna y te hablaba de jugar mientras esperabas la noche cerrada. Pero hoy es una noche de verano, y hasta la luna, que ha estado unos días de vacaciones, se mantiene casi sin esfuerzo en un cielo inmaculado, e inunda de luz tu habitación. Intentas un quiebro, enciendes la televisión y buscas el programa más tonto que hay en ella; pero ya es tarde, ya no es sólo que haya abierto tus ojos de par en par, es que se ha metido en tu cuerpo hasta los tuétanos, es que ya todo tú eres inteligencia como hace años que no lo eras, y no tiene remedio. Te buscas en el día, haces repaso desde el momento mismo en que tus pies sintieron el tibio frescor del suelo, y no estás. Se levantó un extraño que apenas se pudo tener en pie mientras escuchaba un sonido de agua en el fondo del vater. Unas manos, que ahora si que crees reconocer como tuyas, aunque no sabes muy bien de donde han salido, ayudaron a peinar y lavar una cara cuyo único gesto repetía una y otra vez. Vuelves a hacer un esfuerzo, vuelves a cerrar los ojos y conectas la radio, en el programa más sangriento que eres capaz de encontrar, puede que unos cuantos muertos se lleven al muerto que de nuevo has sido hoy, lejos de eso tu inteligencia los coge, los mete dentro de ti y organiza una de las mejores fiestas que recuerdas. Todos, de la mano, como un batallón sin dueño y sin norte, os dirigís a un trabajo, no importa cual. Éste tiene cara de carpintero, pero es albañil, aquel tiene cara de notario, pero es pensionista, los más no tienen cara de nada, pero son lo que son. Y tú, que siempre habías querido ser escritor, eres el fantasma que día tras día camina por tu vida como si ese fuese su castigo y a la vez su futuro. Por un momento piensas que esto le pasa a todos, que todos se acuestan de noche, en una mullida cama, que invita a un sueño relajante, pero a todos les ataca a traición la inteligencia, ese maldito duende que no conoce la piedad. Que todos se darán cuenta… pero tú no estas hoy para compartir, para sentirte parte de un infinito solidario donde poder diluir tu ausencia. No, hoy estás solo, la luna ilumina tu cara y no oculta esa lágrima. Puede que mañana te despiertes igual de torpe, puede que de nuevo tu inteligencia se haya ido a otras tierras y te deje en paz por un largo tiempo, puede; pero este noche no será una noche de sueños, no será una noche de olvido, esta noche le has de pedir perdón, ha de saber que no te has olvidado del todo de él. Díselo, aunque eso suponga darte cuenta de quién eres, díselo.

miércoles, 27 de julio de 2011

Y el que camina ya no soy yo.

Hace tiempo que vienen a mi casa, demasiado. En cada viaje se llevan algo y casi nunca dejan nada. Comenzaron por llevarse el horizonte, y árboles y montañas quedaron huérfanos y perdidos en un mundo donde ya no habían medidas a las que acogerse. Después, con una prisa que impidió que me fuese acostumbrando a los cambios, se fueron acercando, robándome cada uno de los caminos que tantas veces recorrieron mis pies. Y mis pies, pobres diablos que sólo saben del arte de caminar, aunque a veces se adentren en sendas que solo les producirán dolor y abandono, se sintieron solos, en una soledad que se aferraba a mis piernas como si su único fin fuese conquistar todo mi cuerpo. No me dieron respiro, hasta el peor de los enemigos se merece un respiro donde curar sus heridas; pero sin tiempo a poner algún bálsamo en las mias, se acercaron de noche a mi casa. Y una casa no es casa sin puertas, aunque estas estén siempre abiertas. Y eso es lo que me trajo la mañana, un abandono de puertas y ventanas que dejaban mi piel y mis huesos expuestos a los aires más fríos y a los vientos más terribles. Aun así lo soporté. Aprendí a vivir con el más gélido de los inviernos y el más tórrido de los veranos. Aprendí a vivir. Cuando, después de llevarse todos los muebles, las escaleras, hasta el sótano, aquel que creía guardado en lo más hondo de mi alma, y que nadie sería capaz de encontrar, pensé que ya no quedaba nada, que se darían por vencidos en esta desigual lucha en la que nunca gano, en la que nunca tengo oportunidad de ganar, entonces me sorprendieron un día, tumbado al sol, a la entrada de lo que yo aun llamaba mi casa, y saltaron sobre mí.
Ahora salgo cada mañana de un sitio al que ya no llamo mi casa, mis pasos se multiplican en un páramo en el que lo más parecido a un camino es una inmensa extensión donde nunca queda marcada una huella, y viajo hacia un infinito donde no hay rastro de árboles, de montañas, donde el horizonte es un vacío al que nadie se ha atrevido a ponerle nombre. No lo haría, no sería capaz de dar un paso para recuperar nada de lo que se llevaron hasta anoche. Pero es que anoche se llevaron mi corazón. Y el que camina ya no soy yo.

martes, 26 de julio de 2011

Camino a la locura. Séptimo paso. Y ahora la ausencia.


Espejo- ¿a quién sacarás hoy ahí fuera?

Hombre- Que más da, ellos no esperan a nadie. Que más da a quién saque hoy de paseo.

Espejo- ellos no esperan a nadie, pero ¿a quién hace tanto tiempo que esperas tú?

Hombre- Yo tampoco espero, puede que hace años, muchos años, demasiados, todavía tuviese la esperanza de que él apareciese; pero ya no. Ya no tiene importancia. No importa si saco a pasear al pedante arrogante que raya lo insufrible, ellos se lo disculpan. O si decido sacar al encantador, al que las serpientes siguen sin hacer preguntas, no notarán nada. O si decido sacar al sombrío y lo hago caminar por este día con la más triste de las sonrisas y el silencio como abrigo, nada le dirán, respetarán su silencio, y solo los más allegados se acercarán a él de corazón para preguntarle. No, no importa.

Espejo- sigues sin contestarme, te he visto sacar a cientos, puede que a miles. Te he visto disfrutar solo pensando en la cara que pondrían cuando sabías que esperaban al serio, al responsable, y tú decidías que sería el obsceno incorregible quien se presentaría ante ellos con la más burlona de sus sonrisas. O cuando simplemente lo dejabas a la suerte, a que fuese el día quien conformara el que verían todos. Pero hoy, un día donde sabes que no valdrán las mentiras, ¿a quién dejarás que camine por este día?

Hombre- ya me has visto llorar en más ocasiones, sólo tú me has visto llorar. Hoy mis lágrimas no son por ti. De nada sirve que me vuelvas un reflejo que ya no reconozco como mío. De nada sirve que me invites a disfrazarme de nuevo. Hoy no cambiaré mi pelo, ni mi barba, ni dejaré que una mueca ensayada se instale en mi cara. Hoy no.

El espejo distrae su mirada, reflejando una pared blanca, inmaculadamente blanca, mientras un hombre cubre su cuerpo con un pantalón, con una camisa, con llanto. Sale del cuarto de baño, pasando ante el espejo y sin dirigirle ni una mirada. En el espejo un hombre desnudo llora.

lunes, 25 de julio de 2011

Ego


Si no importa, si realmente no importa cuantos caminos ni cuanto tiempo andes, entonces para qué sirven los pasos. Si es indiferente a cuantas puertas llames y hasta que punto seas capaz de desgastar tus nudillos en el intento porque la madera puede llegar a ser vacío, entonces para qué sirve el dolor de la carne y la dureza infinita del hueso que acabará sobreviviendo a las ideas. Si tu boca se abre como sima que nunca tiene final, y tus cuerdas vocales se tensan como si fuesen parte de la legión de arqueros más poderosa del norte, y entonces en un esfuerzo casi inhumano lanzas el más terrible de los gritos de auxilio, y te das cuenta de que ante los miles de oídos sólo llega un terrible y lejano rumor de brisa que apenas les hace volver la mirada, entonces de que sirve que el sonido viaje en el espacio si nunca fue más allá de tus labios. Pero aun así siempre te quedará lo más terrible, lo que hace que sigas caminando, que sigas llamando a todas y cada una de las puertas, pese a la sangre que corre por tus manos, que sigas gritando aunque tu garganta apenas alcance ya para el suspiro, porque ¿qué sucederá si un día, en un paseo cualquiera, ese día en que no hay un rumbo ni una meta fija, ese día en que decidiste dejar las manos en tus bolsillos para que el paso fuese indolente, ese día en que piensas mientras tu boca está cerrada en un rictus de burlona tranquilidad, qué pasará si ese día, al dar la vuelta a cualquiera de las miles de esquinas que tiene la vida, ves una sombra alargada sobre el suelo, la sigues con la mirada, sientes como está cosida con un hilo de derrota a unos pies, subes la mirada por unas piernas que caminan sin prisa, con dejadez, alcanza tu mirada una espalda cansada de llevar esa sombra a cuestas calle tras calle, ves una cabeza casi cana, dejada caer sobre unos hombros como si no perteneciese a ese cuerpo, y entonces se vuelve, te mira, lo miras, y ves que eres tú, que nunca has ido a ningún lado, que siempre has estado andando las mismas calles, tocando a las mismas puertas, lanzando los mismos gritos vacíos que sólo ayudaron a agudizar tu sordera?, ¿qué pasará si él, si tú, te mira con el mismo miedo que ahora hay reflejado en tu mirada, si por un instante ambos estáis a punto de llorar, a punto de arremeter contra el otro y terminar con aquella atrocidad que hace que os encontréis una y otra vez en la misma calle, en el mismo instante?. Pero no, como siempre, como cada vez que ha sucedido desde el comienzo, el baja la mirada, se vuelve, y retoma su camino, con un paso que sientes como tuyo, que te hace notar un extraño cosquilleo en los pies, en las piernas, y ves como toca en todas y cada una de las puertas, y tus manos sangran, y te parece escuchar un grito desgarrador que apenas llega a tus oídos, y sientes como duele tu garganta. Esperas unos segundos, sólo lo necesario para ver como se pierde comido por los cientos de paseantes que pueblan aquellas calles, y sientes el roce de sus cuerpos en tu cuerpo, hasta que giras, tus piernas comienzan a andar como si fuesen las piernas de un extraño, tus manos siguen sangrando como si fuesen las manos de un extraño, y de tu garganta surge algo parecido a un lamento que pregunta ¿hasta cuando?

domingo, 24 de julio de 2011

Vivo en esta cueva

Vivo en esta cueva, en la ladera norte. Todos vivimos en cuevas, cada uno en la suya, pero no hablamos, hace años, generaciones que no hablamos. Nos relacionamos, eso es evidente, incluso tenemos unas normas mucho más avanzadas que las que hay en alguno de los escritos más antiguos de nuestros antepasados, pero no hablamos. Nadie, ni los más viejos son capaces de recordar cuando ni como sucedió, simplemente dejaron de hacerlo. A menudo asistimos a fiestas, a conmemoraciones de viejas gestas. En ellas se escuchan, de cuando en cuando, sonidos guturales que los estudiosos del silencio han dado en llamar risas. El resto no comprendemos, no nos esforzamos en comprender, simplemente estamos seguros de que nacen de algún defecto físico en el estómago de los que las emiten. De hecho, cuando a alguno de ellos se les ha invitado, no sin cierto temor, a que las repitan, son incapaces de hacerlo, lo más que consiguen es poner un gesto raro en su cara, un gesto que denota tal sufrimiento que, rápidamente, los demás les animamos con viveza a que dejen de intentarlo. Creo que será necesario explicar que los escritos siempre son interpretados por insignes estudiosos que nos han informado de que los signos que en ellos aparecen son la escenificación escrita de lo que nuestros antepasados eran capaces de emitir con sus gargantas. La mayoría no lo creemos, nunca lo hemos creído, pero no es algo que esté bien visto, no, no se puede dudar de quienes han dedicado su vida al estudio, pese a que ello suponga que el resto tenemos que dejar una aportación de nuestro trabajo para que ellos puedan dedicar todo el tiempo al estudio de esos escritos y otras cuestiones, como la forma en que se relacionaban o las artes que practicaban. No pongo en duda la importancia de estos estudios, aunque he de confesar que en ciertos episodios de mi vida no los vi muy claros ni muy beneficiosos para el resto de los habitantes, pero no acabo de acostumbrarme a verlos sentados ante la entrada de sus cuevas, mirando una y otra vez unos papeles que en años no han reportado nada al resto de los pobladores. A veces uno de estos estudiosos se levanta, como si hubiese dado con la clave de todo lo que se ha estado buscando durante generaciones, porque la investigación ya dura generaciones, mira con asombro los papeles que tiene ante él, sus ojos parecen presas de un asombro que a los demás nos es ajeno, sus manos tiemblan sujetando aquellos papeles con un nerviosismo que amenaza con romperlos en mil pedazos, no negaré que a veces así lo he deseado, sería una forma de que todo esto terminase, y entonces mueve la cabeza en sentido negativo, vuelve a sentarse con las piernas cruzadas, relega los papeles que tenía en sus manos, unos instantes antes, al final de las muchas pilas de folios que tiene ante él y coge un nuevo montón. Y de nuevo comienza, ensimismado, a revisar uno tras otro todos los legajos que ya revisó en los últimos días, en los últimos años. A menudo uno de estos estudiosos se levanta, coge unos cuantos montones entre sus manos y va hasta la entrada de la cueva de otro de los estudiosos, se miran unos segundos y se intercambian fardos y fardos. Para una mente no acostumbrada a estos menesteres parecería que los cambian sin ningún orden y sentido, que no importa de donde sean cogidos ni cuantos sean, pero esto no es así. Están cuidadosamente numerados, incluso según han dado como resultado sus investigaciones están ordenados por colores de acuerdo a los temas que tratan. No los propios papeles, sería un sacrilegio el mancharlos con cualquiera de los tintes que conseguimos de plantas y animales, no, han ideado un sistema de cuerdas finas, que unas mujeres elegidas desde su nacimiento se entrenan durante toda su infancia en tejer con fibras de plantas, y que cada una de ellas es tratada con un tinte distinto. Con estas finas cuerdas se atan los diferentes montones de papeles. Unos con cuerdas rojas, otros con azules, y así hasta un número indeterminado de colores. Meses han durado ciertas discusiones entre los estudiosos sobre algún determinado color. Partidarios los había de que era necesario un nuevo tinte para estos en concreto, o para aquellos, mientras que otros determinaban que no eran propios de ninguna nueva rama de estudio, que podían quedar perfectamente englobados en tal rama pero con una nueva categoría menor. Los demás, los que cada día trabajamos los campos y cuidamos de los animales, asistimos a veces perplejos y a veces aburridos a estas largas disquisiciones que nunca acabamos de comprender bien. Pero hemos de respetar la norma, la norma dice que todos y cada uno de los pobladores tendremos que estar presentes cuando los temas a tratar sean de tal importancia que puedan llegar a suponer cambios en los modos y los usos de la convivencia. Tengo cuarenta y cinco años, aunque también el tiempo pasó a ser relativo, y nunca, nunca, esas arduas discusiones dieron lugar a cambio alguno, salvo cuando, hace unos diez años ya, se llegó a la conclusión de que era necesario aumentar la atención y los alimentos a los estudiosos para que su dedicación pudiese ser todavía más exhaustiva.

miércoles, 20 de julio de 2011

A veces los ángeles nos sorprenden

A veces los ángeles nos sorprenden. Aparecen de golpe, como los días de frío en el verano. Uno no se da cuenta hasta que un silencio obliga a mirarlos a los ojos. Puedes encontrarlos sentados, en cualquier terraza de un bar, tras un café, o un té. Ellos nunca dicen que lo son, lo tienen prohibido. No levantan la voz, pero si sonríen se llena el cielo de flores que sólo tú ves. Si su sonrisa se convierte en pájaro, o carcajada, entonces esas flores se te meten en el pecho y, como los más expertos exploradores indios, aquellos de piel curtida y paso silencioso, buscan sin piedad tu corazón hasta que lo convierten en un jardín sin dueño ni medida. Otras veces simplemente aparecen en tu cama. Y un festín de carne y deseo se convierte en ternura. Entonces tus manos no son manos, son dos duendes que dibujan caminos sin principio ni final en la espalda del ángel. Ni su boca es un beso, un ángel no tiene espacio para un beso, entonces su boca es la mejor de las excusas para que tu boca deje que duerman allí los cientos de besos que has guardado, por si aparecía un ángel. Y es casi un sacrilegio que un ángel no pueda parar el tiempo, no pueda convertir un lecho en un mundo del que será imposible salir, o no sea capaz de desbordar sus miedos y dejar que un demonio, el más pequeño de los demonios, juegue en cada una de sus alas, hasta que el juego rompa en silencio.
A veces los ángeles nos sorprenden, desaparecen de golpe; pero nos dejan el aire lleno de un olor a plumas que no desaparece nunca. Entonces de nada sirve una ducha larga, ni limpiar nuestras ropas. Cuando un ángel ha rozado tu piel ya nunca será tu piel, será un anhelo casi infinito, una boca que abarca tu cuerpo y repite sin fin el nombre del ángel.
A veces los ángeles nos sorprenden, nos convierten en ángeles, y andamos sentados por las terrazas de bares, y sonreímos, y en días de flores reímos a carcajadas.

Y ahora escucha esto...

martes, 19 de julio de 2011

Camino a la locura. Sexto paso. Uno detrás de otro.


Abro la puerta, y esto podría ser una excusa para fijarme en cada uno de los movimientos necesarios. Desde la rapidez con que cojo la llave con mis dedos y la llevo en un viaje certero hasta introducirla en la cerradura, la mayoría de veces, algunas no, hasta el misterio que se produce dentro de la boca de metal, donde dientes y más dientes muerden el misterio que se oculta tras de ella. Pero yo no pienso en ello. Pienso en los escalones que me esperan como un precipicio sin fondo donde cada día pongo en juego mi vida. Ahí están, lo sabía, han estado cada día de los últimos veinte años. No son infinitos, eso sería un problema para alguien como yo, que siempre tengo pendiente otras tareas al final de las que nunca empiezo. Y sería capaz de preocuparme de ellos, lo juro que lo sería, pero otros temas ocupan mi pensamiento. La luz, misterio que duerme detrás de un cuadrado blanco, en ocasiones negros, en ocasiones grises, y que esperan impacientes un dedo, no importa cual, que bese sin lujuria su cuerpo de nácar. Pero cuando la luz aparece de golpe, su velocidad es casi infinita, aunque la noto temblar con cierto miedo, sabe que mi dedo es el dueño de su efímera vida, mi pensamiento ya está fijo en una nueva puerta que separa esta tierra firme de un mar donde navegan barquitos de papel, personas de papel, misterios de papel, y un sin fin de palabras de metal que a duras penas sujetan tanto papel y tanto viento. Aun así lo intento, de nuevo una llave con magistral destreza se hunde en una boca y me concede la magia de abrir una puerta que deja pasar una luz donde mi dedo no tiene poder alguno. Y me quedaría allí, mirando el misterio de todo un mundo que se abre ante mí, si no fuese por mis prisas, aunque no recuerde a dónde voy. Pero eso ahora no me preocupa, no me preocupó nunca, basta con poner un pie fuera, sobre un páramo de cemento, para sentir el frío de lo desconocido y olvidar cuanto traía. Luego, cuando mi cuerpo ya haya asumido tanto frío y tanto fuego, tanto ruido y tanta ausencia, ya me preocuparé por recordar donde debían llevarme mis pasos. De momento miro unos segundos detrás de mí, la puerta todavía está lo suficiente cerca, aun recuerdo los movimientos precisos para abrirla, incluso la luz puede que todavía siga allí, atrapada es esos seis metros de escalera y, estoy casi seguro, que los escalones todavía no se habrán ido a dormir y seguirán en su disposición matemática uno sobre otro. Pero no lo hago, nunca lo hago, salvo olvidos que últimamente comienzan a ser frecuentes. Por lo demás lo que queda ya no tiene importancia. Iba a algún sitio e iré. Tenía que hablar con más de una persona de papel y lo haré, no tengo dudas. Seguramente compre algo, en estos tiempos siempre compro algo, incluso aunque no lo necesite. Durante ese tiempo aprovecharé para olvidar. Aun así sé que ha de pasar. Por eso cojo fuerte las llaves dentro del bolsillo de mi pantalón y, volviendo la cabeza al final de la calle, antes de girar la esquina, miro por última vez la puerta y le grito, sin mucho convencimiento. Ella no se mueve, nunca se mueve salvo que mi mano haga el truco de hacer aparecer un dragón de metal con sus dientes brillando al sol.

lunes, 18 de julio de 2011

Camino a la locura. Quinto paso: Hoy la tristeza.


Hoy la tristeza es como miel sin norte ni prisa. Se toma su tiempo para bajar por mis venas. La siento llenar cada centímetro de mi cuerpo. No le meto prisa, es un buen día de visitas. Es un día de nubes y distancias. Hoy la tristeza me habla al oído para que nadie la oiga, será mi secreto. Susurra conjuros que hablan de noches sin duendes ni estrellas. Noches sin medida, donde el tiempo duerme y dragones juegan a morder mi miedo. Hoy la tristeza se vistió de fiesta y acudió a mi entierro. Se la ve tan bella que sería una ofensa no ofrecerle asiento entre mis miserias. Y ella no rechaza nunca mis requiebros. Me guiña los ojos, me acerca sus labios, y yo se los beso, nunca huí de un beso. Y siento su aliento, sabor de albahaca, colarse en mi alma como una amapola. Allí toma asiento como si esperara que llegue la noche, cuando es noche cerrada, y ella lo sabe. Me ofrece su mano, de las dos la hermosa, y yo se la tomo. Caminamos juntos por entre los chopos. A veces me mira, a veces la miro. Aun queda camino. Si mi brazo baja hasta su cintura se me duerme el odio. Si su brazo sube, sube hasta mis hombros, un pájaro verde nace en mis pulmones. Si su olor encuentra camino a mi vientre un fulgor de almendros se clava en mis ojos. Si mi paso se acomoda insomne detrás de su sombra, un rumor de agua baja por mis piernas.
Hoy la tristeza es como una brisa suave que mueve mi pelo, y baila en mi frente. Yo no la molesto, la estaba esperando, y ella me esperaba..

domingo, 17 de julio de 2011

Mis manos

Mis manos,
Final y principio
De una intención sin fronteras.
Mis manos,
Antaño felices entre aceite y harina,
Forjaron un mundo de calor y vida,
Siempre en la esquina solitaria
De la madrugada
Mis manos,
Como gotas de agua,
Viajaron sin permiso
Sobre cuerpos de plumas.
Se durmieron en pechos
Sin historia ni dueño,
Se perdieron, traidoras,
Ignorando las normas.
Mis manos,
Como peces de fuego,
Navegaron en mares
De deseo y derrota,
Remontaron en ríos
Prohibidos y ocultos,
Se durmieron en valles.
Mis manos,
Regresaron cansadas,
Duermen en mis bolsillos,
Como duendes inquietos
Esperando a febrero.

Hoy es domingo

Hoy es domingo, lo dice el calendario, y siempre me fié de él, sin embargo yo soy martes. Ya sabéis, un día de esos intrascendentes, de comienzo de semana pero sin ser el primero. De los que ya hablan de que la semana se va a ir terminando pero desde el que aun falta mucho. Martes, un día que trabaja para el olvido. Mañana será lunes. En principio un mal día. Vuelta al trabajo, cansancio, esa extraña sensación de estar perdiendo la vida en ocupaciones que nunca elegí y que nunca puedo abandonar a riesgo de perderme en un infinito de excusas. Lunes, un mal día, salvo que suceda lo que no tiene fecha. A veces puede ser un sabor a guirnalda en la boca, un gusto a fiesta que se instala allí sin pedir permiso y que hace que me pase casi todo el día sonriendo sin saber por qué. Entonces es una lástima que no sea domingo, que no suene música en la radio y tenga al tiempo esperándome a los pies de la cama con uno de esos relojes que pueden convertir las horas en años. O puede ser uno de esos lunes en que la mirada de una mujer se perdió hace justo un día, un domingo que también fue martes para ella, y me encuentre paseando por cualquier calle. Con una de esas miradas es obligado pararse a hablar un rato, lo justo para saber si ese rato serán apenas unos minutos o prometen algo más. A veces prometen un beso, uno solo, de soslayo, porque un beso que viene de una mirada tiene muchas posibilidades de ser de soslayo. Pero si la mirada se mantiene, si cuando se cruza con una mía, una que no es de martes, porque de repente todos los días son domingo, se mantiene, entonces el beso se convierte en dos, en mil, y tienen la capacidad de acordarse de que tengo brazos y, claro, unos brazos bien educados nunca rehúyen un abrazo, por largo y peligroso que sea.
Pero de momento, y durante unas diez horas, es domingo y yo soy martes.

martes, 12 de julio de 2011

Camino a la locura. Cuarto paso: Usted me pregunta y yo le explico.


Usted me pregunta y yo le explico. No le miento, se lo juro mi sargento, ni se me ocurriría. Antes le pintaría el coche, o me acostaría con su mujer que mentirle. Mentirle a un agente del orden jamás. Aunque el diablo viniese a prometerme lo que más anhelara, y sabe dios que hay cosas por las que daría la vida; pero yo le diría que mentirle a la autoridad nunca, que antes condenaría a mi alma, si es que no lo está ya, mi sargento, porque mi alma, y mi cuerpo, que parte de culpa tiene, ya han jugado muchas veces al límite del infierno, sino en el infierno mismo, pero que a la autoridad se le tiene un respeto, aunque solo sea por miedo, que no es mi caso, usted lo sabe, usted sabe de mi valentía. ¿Recuerda aquella vez del incendio?, si la del hijo del Alfonso, cuando no hacía ni diez minutos que habían comenzado las fiestas y todos, incluido ustedes, porque ustedes tiene que velar por que las fiestas sean pacíficas y en esos días no están para incendios, ni para ayudar a los más necesitados, y bien sabe que no estoy quejándome de su labor, jamás lo haría, pero aquel día se prendió fuego en la casa de Alfonso, y quiera la parca que desperté de una de mis borracheras justo a la puerta. No sé si fue el humo, aquel calorcillo tan agradable que llegaba de dentro, o los gritos desafinados de aquel muchacho pidiendo auxilio como si la gente no tuviésemos otra cosa que hacer que meternos en las casas de los demás cuando el fuego ha decidido hacerles una visita. Pero no sé bien porqué me dio por levantarme, más de cinco minutos me costó, llevaba varias horas allí tirado, sin que autoridad alguna, y de verdad que no me quejo, viniese a ver si me había pasado algo. Si, ya sé, me pasa a menudo, pero la caridad es la caridad, que cuesta acercarse a un borracho que está tirado en la calle y preguntarle si necesita algo, aunque ya se hayan cansado de que siempre conteste que lo que necesito es un trago. Pero usted sabe que fui yo, que me levanté, aun no me explico cómo me aguantaron las piernas, pero todavía me explico menos como me llevaron hasta la puerta de Alfonso. Otro día, uno cualquiera, uno donde las piernas hubiesen cumplido su trabajo, no me habría costado más de medio minuto, caídas incluidas, el alejarme de aquella casa como alma que lleva el diablo, y usted sabe que la mía ya hace años que es el diablo quien la lleva a todo momento. Y claro, usted ya sabe, nos conoce mucho, cuando a un borracho se le deja de cara a algo es muy difícil pedirle que cambie de dirección. No me pregunte de donde saqué las fuerzas para aquella patada, pero la puerta se partió por el medio. Igual podía haberse partido mi rodilla que la puerta, pero fue la puerta y, claro, ya no era cuestión de echarse atrás, di unos cuantos pasos y me encontré en medio de aquel fuego. ¿Calor, qué si hacía calor?, ¿es capaz de imaginar el día más caluroso del verano en el infierno?, pues ese día hacía dentro de casa de Alfonso. Pero yo no lo tenía en la cabeza, en mi cabeza solo se repetía en un eco infinito que pensé que acabaría por volverme loco, los gritos de aquel chaval una y otra vez. Que no le diré que llegué a querer que el humo, o el fuego, consiguieran acabar con él y de paso con aquel infierno de ruido en mi cabeza; pero no, me subí las escaleras de un viaje, me llegué a la puerta tras la que salían aquellos gritos y de nuevo me la eché abajo de una patada. Ahí, ahí si que sentí un crujido en mi pierna. Ya sabe que desde aquel día no ando bien del todo, lo que pasa es que las borracheras disimulan mucho el paso, pero el médico lo dijo, una fisura en la rótula. Poca cosa, ya sé, pero ya no me ha dejado caminar bien desde entonces. Y agarro al crío, me lo echo en brazos, siete años, no más, pero usted sabe, ustedes lo saben todo, es su faena, y la hacen bien, que el Alfonso es carnicero. Siete años y ya casi setenta kilos. Mire no sé como no se me quebró también allí mismo la espalda. Échele la culpa al vino, o al miedo, o a que de mozo no fui flojo del todo, dos sacos bien cargados de almendras era capaz de cargar desde una esquina del campo de mi padre a la otra, el caso es que lo tomé en brazos y en un visto y no visto lo tenía en la calle. Llorando y gritando sin parar, que ganas me dieron de volverlo a meter dentro a ver si se callaba de una vez. Menos mal que pasó en ese momento Ramón, ¿le conoce mi sargento?, pero como no le va a conocer si es también autoridad. A sus órdenes está, como yo mi sargento, como todos. Y me vio allí, tirado en mitad de la calle con el chaval a mi lado, gritando y llorando. Y ustedes son listos, lo son, si no fuese así no serían autoridad, pero lo que le costó darse cuenta de que yo no le estaba pegando, que había un incendio. Aun así me detuvo, claro que sabía él lo que había pasado allí. Y el no tiene su inteligencia, no, no es torpe, si no no sería autoridad, pero no tiene la suya, por eso usted es sargento y el un soldadito raso. Ya sé, ya sé que no se les llama soldados, pero el vino ya hace tiempo que me va robando palabras, no tantas como para no poderme explicar, pero se lleva alguna, sin orden ni sentido, las que quiere, y me cuesta recuperarlas. Usted me perdonará si no recuerdo, usted me perdonará.. lo importante es que aquella noche acabé en el calabozo, como otras, como muchas y, claro, no hicieron alto ni bajo,  y dos días me tuvieron allí, los que tardó aquel gorrino en callarse, porque sería un niño, pero dos días más estuvo gritando y llorando como los chinos cuando los llevan al matadero; pero por fin se calló. Y hay que agradecerle que lo primero que dijo es que yo le había salvado del fuego. Me soltaron, claro que me soltaron, que a mí, mi sargento, ya me iba dando igual, era invierno y en la celda no se estaba mal del todo; pero que bien le vino a todos esos dos días para no tener que agradecerme nada. A los borrachos lo más que se nos agradece es que no molestemos. Y a la calle otra vez, con frío, mucho frió, porque no tuvieron ni la decencia, de darme un par de tragos de vino para que el cuerpo me cogiera temperatura. Pero yo no soy rencoroso. Para qué, si al día siguiente no me voy a acordar. Yo soy como soy por lo que usted sabe. Es su trabajo, saberlo todo de todos. No me quejo. Podría quejarme, pero para qué si eso es lo que tuvo la culpa de todo. No, ya no me quejo, soy un buen ciudadano, con mis cosas, con mi afición al vino, no lo oculto, tampoco podría aunque quisiese; pero respetuoso, y más con la autoridad, y sobre todo con usted, que es sargento, por eso usted me pregunta y yo le explico.

domingo, 10 de julio de 2011

Invierno


Madre, ¿por qué nunca llama nadie a nuestra puerta?, le preguntó mientras la veía atizar el fuego en la chimenea en aquel invierno que ya duraba años. Ella no levantó la cabeza. Siguió removiendo las cenizas, que levantaron chispas sobre su cabeza, envolviendo esta en un resplandor que la hizo parecer nacida de aquel mismo fuego. Toda vestida de negro, o así la había visto él toda la vida. Negra la falda, negro un jersey gastado por los años que parecía haberse convertido en una segunda piel, negro el pelo y negra el alma. Y unos ojos extrañamente azules, de un azul intenso que parecían casi un pecado en el centro de aquella oscuridad.
¿Por qué nunca llama nadie?, repitió él como si de verdad su pregunta fuese a obtener alguna respuesta. Mientras veía su espalda encorvada y escuchaba una y otra vez el crepitar de la madera.
Sopló el viento con fuerza. Crujieron algunas tejas al hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerse en aquel tejado. Durante unos instantes casi pareció que alguien andase sobre el tejado, con un paso torpe que hacia que sus pisadas sonases como los dedos de un mal pianista sobre las teclas del piano. Hasta que pasó aquella ráfaga y el silencio volvió al exterior de la casa, como si se hubiese tirado de golpe desde adentro, porque adentro eso es lo que escuchaba él una y otra vez al repetir su pregunta. Un silencio negro que apenas se apagaba cuando algún resplandor salía por encima del cuerpo de madre.
Se levantó, envaró su cuerpo y lo volvió con una agilidad impropia de aquellas ropas y de aquel semblante. Cualquiera hubiera dicho que madre era una mujer vieja, castigada por los años y extremadamente lenta y torpe por el paso del tiempo. No era así, pese a sus ropas, pese al negro que la envolvía de pies a cabeza y se le colaba en el cuerpo por cada abertura, pese a aquellos ojos azules que obligaban a mirarlos como si gritasen que todo era parte de la voluntad y el orgullo, madre era joven, no pasaría de los cuarenta y ocho años. Al menos era mucho más joven que sus ropas y que la madera de aquella puerta que no recibía nunca el golpe de unos nudillos. Y desde luego mucho más joven que aquel invierno eterno que se había agarrado con odio a las paredes, a los muebles, a cada uno de los rincones de la casa.
Madre andó los poco más de cinco pasos que había de la chimenea a la mesa donde él estaba sentado. Se sentó frente a él, apoyando ambos brazos en la mesa, y arrastró aquellos ojos azules poco a poco por la mesa, hasta subirlos y clavarlos en él. Se tomó su tiempo, ni el invierno se iba a acabar de golpe ni caminante alguno llegaría hasta la puerta de la casa.

jueves, 7 de julio de 2011

¿Qué hará entonces conmigo?

Soy el último hombre en el universo, la muerte está de pie, ante mí, sin saber que hacer. Es la primera y única vez que sabe que su vida corre peligro. Estoy tranquilo, cualquiera que sea su decisión no será peor para mí que para ella. No habla. Sus ojos parecen no comprender cómo hemos llegado a esta situación. Ella y yo, solos, mirando un atardecer que no termina nunca. Hace unos días enterramos a Antonio. Fue triste. Ella con sus mejores ropas, su trenza recién peinada y su mano en el bolsillo. Yo, yo ya hace tiempo que no me preocupo mucho de mi aspecto. Seguramente no era el indicado para un funeral, para el último funeral al que asistiría siendo consciente de ello; pero no me preocupa. Al salir, después de un trecho caminando en silencio, me dijo “nos vemos mañana”. Y noté un extraño temblor en su voz que nunca antes había descubierto. En ese momento no fui consciente; pero al volver a casa, al notar el vacío en la silla donde la noche anterior bebía un vaso de vino Antonio, me di cuenta. Ya sólo quedábamos ella y yo y, cuando llegase mi hora, ¿qué sería de ella? Estoy seguro que algo parecido pasó por su cabeza aquella noche. A la mañana siguiente sus ojos, su pelo desordenado, el temblor de su voz, denotaban que no había podido dormir. Llegó a la puerta de mi casa, tocó, con la mano que llevaba siempre fuera de su bolsillo. Abrí la puerta y allí estaba ella. Si cualquiera de los que con sólo imaginarla habían temblado tantas veces pudiesen verla ahora, en ese justo momento. Lástima, es la única palabra que acude a mi mente para definir lo que sentí en aquel momento ante ella. Una lástima que aun hoy, sentado a su lado, mirando este atardecer que no termina nunca, está instalada en mi ánimo y parece que durará mucho tiempo en él.
Nunca hablamos de su trabajo. Sé que llegará un día en que no habrá más remedio que afrontar nuestra realidad. No podemos vivir eternamente olvidando quiénes somos cada uno de nosotros. Ni ella tiene la culpa ni la tengo yo. Yo no elegí ser el último hombre en el universo, y ella jamás pensó que se podía dar esta situación. De todos modos ya ha cambiado algo en los dos, ella vuelve a preocuparse de su pelo, de nuevo lo lleva recogido en esa preciosa trenza que ya no oculta bajo su capucha. De nuevo sus ropas están limpias y son de un color negro que se confunde con la noche en cuanto esta asoma. Y hace días que su mano vuelve a estar guardada en su bolsillo en todo momento. Yo, yo he vuelto a ser el que fui. Ya nadie podría confundirme con un vagabundo. Mis ropas vuelven a ser las apropiadas para las mejores ocasiones. Vuelvo a estar preparado para cualquier imprevisto, como siempre lo estuve. Y no falto ni un solo día a la cita, por si ese es el día.

martes, 5 de julio de 2011

Una sonrisa de plumas

Paré en seco, se detuvo el tiempo, sólo un demonio bien entrenado es capaz de parar el tiempo, y allí estaba ella. Su cabeza apoyada en la almohada, su pelo empapado en sudor, su cara envuelta en tonos rosas, y una sonrisa como nunca antes había visto. Yo notaba en mi piel como el infierno del que venía y su deseo había aumentado mi temperatura hasta casi convertirme en fuego y, aun así, detuve aquel fuego, detuve el tiempo colgado de la cortina de la habitación, y seguí mirándola. Un segundo, dos, una eternidad donde mi calor seguía haciendo bajar gotas por su frente, por sus mejillas, mientras sus ojos cerrados y sus labios eran una buena excusa para abandonar el infierno y correr el riesgo de convertirme en un ángel.
Sólo fue un minuto, no más, y una extraña sensación en mi espalda con olor a plumas. Entonces volví a sentir aquel fuego que me acompañaba desde hace una eternidad. Primero se adentró en mis sienes, como si quisiese fundir cada una de las ideas que me acercaron por unos segundos al cielo. Luego bajó por mi pecho, un pecho forjado en las entrañas de la tierra, y volvió a convertirlo en piedra después de haber sido durante un instante viento. Siguió bajando, por mi estómago, por mi sexo. Y volvió el ritmo a cada uno de mis músculos. El ángel seguía debajo de mi cuerpo, con aquella sonrisa que todavía se clavaba en mi alma de hielo; pero yo volvía a ser quien siempre había sido. Supongo que ese fue el castigo, ese momento en que no me hubiese importado nada morir sobre aquella tierra, dejar que cada una de mis venas se llenase de aleteos y un viento dulce recorriese todo mi cuerpo. Lo cierto es que ya no he vuelto a ser el mismo. Por mucho que me esfuerzo ya no consigo apartar de mi mente aquellos labios, ni que mi piel vuelva a sentir el fuego eterno. Y está esa extraña sensación en la espalda que ya me acompaña a todas horas, y que se parece tanto a una sonrisa de plumas.

domingo, 3 de julio de 2011

Camino a la locura. Tercer paso:No importa lo que haga.

No importa lo que haga ni cuantas veces lo haya dicho, siguen creyendo que yo soy aquel a quien ven todos los días. Me siguen saludando como si fuese él. Me hablan de cosas que solo a él le importan. Me invitan a ir a sitios donde ni en mis peores sueños sería capaz de ir y, sin embargo, él parece que es en los lugares donde es más feliz. Hasta han conseguido que me vista como él, que hable como él, que coma y beba lo mismo que él como y bebe.
Ahora me tomo unas cervezas rodeado de sus amigos. Sé que la cerveza me sienta fatal, que luego tendré dolor de cabeza y un regusto amargo en la boca que tardará en irse; pero a él no parece importarle, da un trago, y otro trago, mientras hace alguna broma y ríe divertido con sus amigos. Mira a una mujer con la mejor de las intenciones, aquella que lleva implícita una invitación, y yo quiero pasar la noche solo, escondido en las sombras que me alejen de los espejos donde siempre le veo a él. No tendré suerte. Seguro que tendré ese molesto dolor de cabeza y el sabor amargo en mi boca y, aun así, tendré que besar a esa mujer y, si la noche va bien, puede que le haga el amor. Una mujer que a él parece gustarle en extremo y que a mi no me dice nada, tendré la sensación de ser violado y no seré capaz de quejarme una sola vez. Ojalá el alcohol le haga el suficiente efecto como para que sea una corta noche de sexo y caiga dormido pronto. Dormir con una mujer que no deseo puede ser soportable, pero toda una noche de sexo acabará con mi más que maltrecha libido.
La mujer se levanta y va hacia el servicio. Al pasar cerca de la mesa deja colgada en el aire una mirada que intento evitar, y que él no vea. Innecesario esfuerzo, él la estaba esperando y la recoge antes incluso que yo pueda darme cuenta. Le devuelve otra que casi consigue que yo me ruborice, y deja su brazo apoyado en el respaldo de la silla para que al paso de ella roce sus caderas con disimulo. Ella mantiene el camino y roza mi brazo. No he sido capaz de apartarlo. Hice el intento, lo hice, pero fui incapaz. Antes de llegar todavía se gira y vuelve a lanzar otra mirada. Menos mal que esta vez estaba distraído, estirando el brazo para coger una nueva cerveza, porque aquella mirada ya no tenía intención, era una invitación directa a seguirla. Disimulo, no se ha dado cuenta. Ella tampoco se da por aludida con mi desprecio. Eso lo sé cuando al volver del servicio de nuevo mantiene el camino hacia mi codo, todavía apoyado en el respaldo de la silla. Aparto la vista, puede que si no la veo ella no me vea a mi. Y de pronto siento su aliento en mi oído y lanza una proposición que no deja lugar a dudas. Yo hago un esfuerzo titánico por levantarme y salir, sin prisa, de aquel lugar. Pero él trae una de sus mejores sonrisas a sus labios y simplemente asiente con la cabeza. Me tendré que preparar para otra espantosa noche. No es por el aliento de ella. Su aliento es fresco. En cualquier otra situación, y sobre todo, si fuese a mi a quien hubiese dirigido aquella mirada, no habría tenido dudas en pasar la noche con ella. No habría bebido tanto, y la habría seguido nada más pasar a mi lado. Pero hoy no fue a mí a quien invitó con aquella mirada, ni fue mi brazo el que rozó sus caderas. Hoy soy un invitado que no puede escapar, que asistirá a aquel trío del que solo yo seré responsable.
Ya no puedo hacer nada, soy consciente. Ya no tendría sentido intentar convencer a todos de que no soy él. Doy un trago más a la cerveza. Guiño un ojo. Y me preparo para una larga noche de sexo con un extraño.

Así me lo contó abuelo


Así me lo contó abuelo una y otra vez, y nada, ni nadie, puede poner en duda que sea verdad.
“Cada diez años, aunque en algunas versiones de lo que te cuento se habla de cada cien, pero yo tiendo más a inclinarme que es cada diez, sucede un momento de amnesia colectiva. Si, ya sé que ha sido puesto en duda muchas veces, quizás demasiadas como para que no sea verdad; pero si realmente se produce, y te repito que jamás se me ocurriría ponerlo en duda, ¿cómo sería nadie capaz de negarlo, qué recuerdo tendría del hecho para poder decir que no sucedió?, ninguno, ciertamente ninguno.
En ese momento todo desaparece. Podría decirse que se vuelve al momento mismo de la nada, cuando un inconmensurable vacío lo llenaba todo y el silencio recorría el tiempo en busca de la más mísera de las bocas para cobrar sentido. No hay ríos, ni mares, ni árboles, los caminos desaparecen y desaparecen los miles de pasos que los poblaron. Poco a poco, como si la mejor de las limpiadoras pusiese el más dulce de sus empeños, cada cosa vuelve a un recóndito lugar en el que no ocupa un tiempo ni un espacio. Y ya no hay colores, ni sopla brisa alguna desde ningún inexistente punto cardinal, ni estamos tu y yo –y aquí abuelo siempre me miraba a los ojos para ver mi expresión, y mi expresión siempre era la del aterrorizado que teme que ese momento vaya a suceder justo cuando abuelo pronuncie las últimas palabras-.
Pues justo en ese momento, cuando ha desaparecido el último átomo de materia, por muy recóndito que fuese su lugar, un tejedor al que llaman “el bucle”, aunque la mayoría de la gente que conoce la historia sabe que su verdadero nombre no es otro que Luis, comienza su labor. Primero aparecen sus ojos suspendidos en el vacío, son dos ojos claros, demasiado claros para tanta oscuridad, luego sus manos, y en estas aparece un extraño artilugio que maneja con increíble habilidad. Primero, como si fuese consciente de lo que sucederá, y cómo no lo va a ser si ya ha sucedido miles de veces, cambia el color de sus ojos, los vuelve oscuros, de una oscuridad tal que se confunden con el vacío y sólo se distinguen sus manos en medio de la total oscuridad. No sabría decirte si además de esos ojos y esas manos su cuerpo se compone de algo más, él simplemente comienza a tejer. La luz, de ahí la necesidad que tiene una y otra vez de que sus ojos sean de la mayor oscuridad, la luz aparece de pronto de entre sus manos y comienza a extenderse a una vertiginosa velocidad llenándolo todo. No hará falta que te cuente nada más porque es fácil imaginar que sucede después. Después todas y cada una de las cosas vuelven a su lugar. A su lugar el tiempo y el espacio, a su lugar el cielo, los árboles, las montañas, a su lugar todas y cada una de las personas, a su lugar la vida.
Fue entonces cuando le pregunte a abuelo que si así era como sucedían las cosas alguien habría sido capaz de ver esas manos tejiendo alguna vez. Y abuelo me miró sonriendo y me dijo:
“…y cuando ya está todo en su sitio todavía falta una cosa, la que hace que cada vez que esto sucede sea un misterio. Luis comienza a destejer sus ojos, primero los vuelve de nuevo de un color claro, demasiado claro, y luego, sin importarle el no tener visión porque su habilidad en el arte de tejer es insuperable, comienza a destejer sus manos, todos y cada uno de sus dedos, y cuando el último de los poros desparece, justo en ese momento y no en otro, vuelve la memoria a la gente”
Quizás fui poco respetuoso con abuelo, o simplemente era demasiado joven, pero me atreví a preguntarle cómo era posible que alguien pudiese contar esa historia si como él decía todos habían perdido la memoria justo hasta que no quedaba nada de Luis.
Abuelo me miró con una mezcla de enfado y tristeza. Levantó la vista y la dejó ir sobre los montes que se perdían a lo lejos.

Sueño

Sueño