"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 29 de agosto de 2011

Los amigos que no tengo.


Ella dijo: tengo más de mil amigos en Facebook, y tú ¿cuántos tienes?

Y él le contestó: No tengo amigos, ya lo sabes. Unas veces porque mi soberbia, y no voy a pecar de inmodestia, me ha hecho ver que estoy a cientos de kilómetros sobre ellos. Desde aquí arriba, unas veces sentado sobre una frágil nube, otras sobre la roca más dura de las más altas cimas, los veo, siento sus miserias como si fuesen mías, escucho su llanto como si mis mejillas se llenasen de lágrimas, y sonrío, siempre sonrío. Puede, sólo puede, que sea un poco insensible, pero soy así. Otras veces, pocas, he de ser sincero hasta donde pueda, ha sido porque estaban sobre mí. No a mucha altura, puede que a unos metros nada más, pero por encima de mí. En estas ocasiones coincide, o no, que suelen ser mujeres, y ya sabemos lo que es uno “una pilila con patas”, y poco más. En estas ocasiones me es tan fácil distraerme mirándoles las bragas. Desde abajo se ven bien. Unas son rosas, otras verdes, algunas anchas y otras estrechas casi hasta el delito. Incluso en ocasiones no las hay. Y claro, en esas circunstancias, es duro ponerse a hablar de amistad cuando se puede hablar de tantas otras cosas.
No negaré, aunque no me costaría trabajo hacerlo, que en ocasiones alguien ha caminado a mi lado. No me hubiese costado esfuerzo llamarle amigo, pero siempre hubo algo que lo impidió. A veces fue mi miedo, un amigo siempre espera demasiado de uno, aunque lo niegue. Espera ser correspondido, espera que estés ahí cuando te necesita, y uno se mueve tanto, espera un hombro para el llanto, y uno es de la risa más que otra cosa, o espera que cuando te mire con unos ojos diferentes, unos de esos de cuando se está por debajo, tus ojos miren de la misma forma, y un miope no tiene muchas formas de mirar. En otras ocasiones simplemente fue el despiste, la mala memoria. No recuerdo cuantos amigos he perdido en el olvido. Seguramente, eso me hará sentir bien, ellos se olvidaron antes de mí. O con cuantos amigos llegué a una bifurcación del camino, los caminos siempre se abren en dos a traición, y ni yo me dí cuenta de que él tomaba otro camino, ni el pronunció palabra alguna al darse cuenta que yo me alejaba por el otro.
No, no tengo amigos, ya lo sabes; pero tampoco sería justo que los tuviese, la felicidad ha de tener un tope. No importa si este es la inmortalidad o la ausencia; pero necesita no ser completa para que el horizonte siga siendo una línea inconsistente perdida justo unos centímetros más allá de donde alcanzan las manos.
Sin embargo tengo unos cuantos “más que amigos”, no sé llamarlos de otra manera. De nuevo coincide que la mayoría son mujeres, tampoco sé muy bien por qué es así. A ellas suele darles igual que sea miope, incluso me perdonan, en ocasiones, que envejezca. No suelen estar cerca, andan perdidas por un mundo que es demasiado grande para mis pequeños pies, y a la vez obscenamente inmenso para mi corta memoria. Ayer, ayer fue un día de cumpleaños y aparecieron un par, mañana igual será un día de los que sólo traen en su mochila veinticuatro horas y puede que no aparezca nadie. A veces las siento, pero puede que sólo sea que se levantó un poco de brisa, o que alguna de ellas suspiró, aunque esté a miles de kilómetros, y me llegó su aliento cálido. Mañana, mañana gritaré en la mañana, cuando suba a mi terraza, y mi voz quedará prendida de cualquiera de las nubes que pueblen mi cielo. Un largo viaje, una lluvia suave, y alguna gota caerá en unos labios y pronunciará un nombre.
No, no tengo amigos, ya lo sabes.
Ella le miró con lástima. Incapaz de ver poco más que la suela de sus zapatos.

jueves, 25 de agosto de 2011

Si tú quieres


Si tú quieres, le dijo él, te bajaré la luna. Sé que no podré, y tú lo sabes, pero bastará que me lo pidas. El cielo está limpio, no podré agarrarme a nube alguna, ni hay árboles que pueda usar como escalera, pero si me lo pides la tendrás. Ella le dijo, sabes que no te la pediría nunca, no tiene sentido. Y él la miró a los ojos y le dijo que lo sabía, pero que no importaba, porque si ella le pedía que le trajese la línea del horizonte, que con ella le hiciese un lazo y la pusiese en su pelo. Que luego, cuando el lazo estuviese acabado y la luna sentada a su lado, le pedía, no sé, le dijo él, lo que quiera tu corazón, puede que sea un sol, uno que sea capaz de sentarse por primera vez al lado de la luna, entonces él, que sabía de los peligros de su calor, le rogaría con las más hermosas de las lágrimas ese último deseo, aunque su cuerpo y su alma se quemasen en el intento. Pero ella le repitió que no, que nunca le pediría cosas como aquellas, que le bastaba sentir su mano cogida a la de ella. Que escuchar sus pasos, los de él, cuando un camino tenía a bien presentar ante ellos un futuro, aunque ese futuro no durase más de diez minutos, y ver en las sombras de sus cuerpos como el viento jugaba con sus pelos, con los de ella y con los de él, era bastante para aquella tarde de abril. Pero él se sentía un caballero andante. No sucedía a menudo, pero aquella tarde la sangre le hervía en las venas y se pensó capaz de las mayores proezas. Insistió, con una voz segura de si misma, incluso más de lo que él lo estaba. Si me pides, y dudó, no sé, si me pides que meta todo el mar dentro de la más pequeña de las botellas, entonces no me importará si hablamos de un infinito de tiempo. O si los dos sabemos que el mar solo cabe en el aliento de los amantes. Yo me pondré a ello, haré que el sol, el que ya te traje y ahora coge con cuidado la mano de la luna para no despertarla, trabaje veinticuatro horas y su luz haga que mi fatiga sea delirio. Si me lo pides yo…Y ella de nuevo le dijo que no. Guardó silencio durante unos segundos y al final, como con un hilo de voz. Uno que parecía cortado de la madeja que la ternura usaba para tejer los sueños, le dijo que quería un beso, solo eso. Hubo un momento de silencio. El sol apartó sus labios de la boca de la luna. El lazo estuvo apunto de caer de su pelo. Una estrella se reflejo en la pequeña botella que reposaba sobre la piedra. El acercó sus labios a los de ella. Tembló, no siempre se tiene a punto un beso en el momento más oportuno. Entonces ella, que notó su preocupación, acercó su boca al oído de él y le dijo, no tengas miedo, sabía que no iba a pedirte la luna, ni el sol, ni quería un lazo en mi pelo, ni el mar en un botella, y tú me lo has dado; pero un beso, un beso siempre es necesario, y lo traje yo por si acaso. El cerró los ojos, no del todo, los labios de ella era un regalo demasiado grande como para no mirarlos en un beso, y acercó su boca. Si, ella trajo un beso, y encontró uno de él. La luna volvió al cielo, el sol se dejó ir, sobre el agua que derramaba una botella, de la mano de un horizonte que no tardaría en volver a traerlo. Y ellos quedaron allí, a la orilla, cambiando labios y besos, en una extraña noche.

martes, 23 de agosto de 2011

Camino a la locura. Décimo paso: Regalo de cumpleaños


-         Estaba aquí, hace nada. No sabría decirte si hace un día o hace cinco, pero te juro que estaba aquí.
-         Pero ¿estás seguro?, mira que la memoria nunca ha sido lo tuyo.
-         Coño, no te digo que sí. Mira, que pongas en duda cuando no me acuerdo del nombre de un pueblo mi memoria, o cuando confundo las fechas, te lo perdono; pero que siquiera llegues a pensar que no soy capaz de recordar si estaba aquí, eso no tendría perdón si no fuese porque intuyo que lo haces sin maldad.
-         ¿Cómo era? ¿Recuerdas cómo era?
-         Grande, era grande, de eso estoy seguro, y de color amarillo.
-         No son muchos datos, aunque no se me ocurren muchas cosas que sean “grandes y de color amarillo”. Si quieres que te ayude a encontrar lo que has perdido me tendrás que dar más datos.
-         Me hacía feliz. No te digo que todos los días, eso no, pero me hacía feliz. A veces era con su presencia, otras bastaba su recuerdo. Aunque si he de ser sincero cada vez es más lejano y menos fuerte. No, no te diré que el olvido haya ganado mucho terreno; pero ya se sabe que la naturaleza tiene esas cosas, y lo que no se riega puede que no muera nunca, pero pierde algo, siempre pierde algo.
-         Veamos,. De momento es algo grande, amarillo, y que te hace, o hacía, que los tiempos verbales nunca fueron lo nuestro, feliz. ¿Vamos bien?
-         Vamos, simplemente vamos, porque seguimos sin encontrar nada.
-         No te pongas nervioso, si estaba lo encontraremos. Y si era grande no puede haberse escondido en muchos sitios. ¿No crees?
-         Bueno, tal vez tengas razón, pero cosas más grandes se han perdido a menudo sin que nadie las encontrara. Por si te sirve de algo también recuerdo que era capaz de dar calor en noches de olvido, incluso alguna que otra sonrisa sólo llevan su nombre, y algún que otro momento que no pueden pasearse a la luz del día. Y si, era grande. No sólo físicamente, lo cual puede que no ayudase mucho a nuestra búsqueda, sino también espiritualmente.
-         Vaya ¿tiene que ver con la religión?
-         No, bueno, no creo, nunca me dijo nada en ese sentido. Tendría más que ver con los planetas. No sé, quizás con Marte. Y desde luego tendría mucho que ver con la conexión. A veces, puede ser en un amanecer donde el sol se demora, o en un atardecer, donde el mismo sol, como si supiese que ha de pagar sus deudas, tarda en tomar la decisión de esconderse tras las faldas de una noche juguetona, justo en alguno de esos momentos, sientes la necesidad de recordar a alguien. Podría ser la más pequeña e innecesaria de las personas, pero no es el caso, ella es grande, muy grande.
-         Si, ya sé, es grande y amarilla.
-         Justo, amarilla, ¿cómo lo has sabido?
-         Me lo dijiste al principio.
-         No es verdad, no lo dije.
-         No me extraña que la hayas perdido, realmente tu memoria es lamentable.
-         ¿Y si es tan mala, cómo es que me acuerdo de ella pese al tiempo? Porque ya hace mucho, mucho que no sé nada de ella.
-         Pero si me dijiste al principio que puede que hace nada que estaba aquí.
-         Y es así, ella nunca se va. Hace nada o hace un año, no lo sé, pero estaba aquí. A veces en un “aquí” donde puedo darle un beso y casi tocarla. No siempre, hace mucho que no se deja tocar. Otras veces es un aquí donde me he de esforzar en traer su recuerdo. Siempre grande, y amarillo, pero a veces tan difuminado que me cuesta recordar el color de sus ojos. O recuerdo una risa, que confundo con los ladridos de algún perro, pero que no siempre me traen una sonrisa, unos labios, a mi memoria.
-         ¿Hay algo más que tu memoria nos pueda decir de ella?, porque ahora ya casi tenemos claro que hablas de una mujer, o eso creo.
-         Si, recuerdo como en sueños que por ahora, no sé si hoy o mañana, cumple años. Sería bonito poder regalarle algo. No sé, ¿qué te parece una flor?
-         Si no sabes donde está, ni cuando le llegará esa flor, ¿no crees que no es buena idea? Tal vez otra cosa, algo que el tiempo no pueda marchitar.
-         ¿Puede el tiempo marchitar el recuerdo? Porque entonces podría regalarle un beso, uno que recuerde yo, y esté casi seguro, nunca se puede estar seguro del todo, que ella lo recuerde, uno que recuerde ella.
-         Si, podría ser una buena idea pero y si no se acuerda de quien eres tú. ¿Eres grande para ella? ¿eres amarillo?
-         No creo, como mucho puede que sea el esbozo de alguna sonrisa en un día perdido, cuando el recuerdo le acerque un borroso dibujo de mis gafas, o de mis manos. Siempre me han dicho que tengo las manos bonitas. Pero ya no sé si se acordará de mí. Sería justo, si yo la he comenzado a perder, no debería de extrañarme que nuevos recuerdos hayan arrinconado los míos hasta hacerme aparecer sólo de vez en cuando en el borde de su balcón, de noche, con mis grandes ojos de cristal. No sé.
-         Entonces ¿qué te parece si le escribes algo?, eso podría ser un bonito regalo de cumpleaños.
-         ¿Algo cómo qué? Nunca he sido un buen escritor, apenas unas cuantas líneas con cierto estilo, el justo para no ser muy desagradable. ¿Algo cómo qué?
-         ¿Y por qué no le mandas esto?, estás líneas. Si ella es grande, y amarilla, seguro que sabrá que son para ella. Seguro que sabrá que la sigues buscando, aunque ni tu memoria ni mi entrega sean capaces de encontrarla casi nunca, seguro que sabrá que la recuerdas.
-         Pero ¿no se enfadará si sabe que la recuerdo precisamente así, grande y amarilla?
-         No creo, es bueno recordar que la gente ha sido “grande” en nuestra vida, en cuanto a lo de amarilla no creo que le moleste a no ser que te refieras al color de su pubis.
-         Jajajajaja, me has hecho reír, eso es bueno, ella también me hacía reír. Y sí, tienes razón. No te confesaré si ese es el color de su pubis, pero por si te sirve de algo te diré que es el color de su pelo.

miércoles, 17 de agosto de 2011


Un blog popular cerrado por vacaciones.

Iba a despedirme con otro tipo de texto, pero entro en mi blog y me aparece un mensaje que dice “parece que tu blog es popular, sácale partido con nosequé adsense (o algo así)”, vamos que le ponga publicidad para intentar ganar dinero, jajajajaja. La verdad es que sigo sin explicarme cómo un blog que sólo cuelga cuentos, sin nada más, ni juegos, ni fotos raras, ni porno, nada, sólo un cuento de vez en cuando (ya me convencí que uno cada día superaba mi constancia y mi seriedad), y con un diseño sobrio, siga teniendo más de treinta entradas diarias y más de mil al mes. Incluso hubo un tiempo, uno en que decidí dejar de poner los cuentos, en que ese afán por visitarlo, sobre todo de gente de Sudamérica, me obligó a mantenerlo abierto, y así sigo.
De todos modos es bueno tomarse de vez en cuando un periodo de vacaciones. No mucho, lo justo para plantearse si seguir con él, si el camino a la locura tiene sentido y, sobre todo, si lo que me da vueltas por la cabeza últimamente es pasajero o se quedará aquí. Y es que últimamente sólo siento deseos de ser desagradable con la gente, gente en general. Ayer, aunque para mí concepción del tiempo “ayer” no tenga mucho sentido, iba a escribir algo titulado más o menos así “El educador que perdió una calle, la calle que perdió un educador”, y ofender, si uno no ofende nota como que le falta algo, a gentes con nombres y apellidos. Ayer también, puede que otro ayer, iba a recordar deudas políticas a allegados míos, acabaré por no tener ni “conocidos”. Hoy, hoy escribo estas líneas que no son ni las que quería escribir (lo de poner publicidad me ha trastocado el tema, jajajajajaja). Puede que mañana, si mañana es algo más que un posible del que sólo tiene la llave mi amiga sudamericana de la trenza, vuelva a colgar algún cuento, o escriba y siga perdiendo conocidos, o no vuelva más por estas tierras porque a base de no regarlas se hayan convertido en las más yermas.
Bueno, apenas unos días, no más de tres semanas. Un retiro donde el silencio se sienta a gusto, donde el tiempo vague perdido sin encontrar su camino, donde si me cruzo con los ojos de una mujer estos me miren asombrados por mi indiferencia. Un retiro donde si tengo suerte siga sin encontrarme, ya son muchos años como para que la sorpresa de descubrir quién soy me amargue lo que me queda de tiempo.
Volverá alguien, no se si seré yo, seguramente no. Si tengo suerte el que vuelva seguirá escribiendo, para él o para los que me leen, si no tengo suerte escribirá para el olvido, uno de los mejores lectores que hay.

Una cacnión de Alejandro Filio sobre los cuentos http://www.youtube.com/watch?v=MqUfrGtvQJk

domingo, 14 de agosto de 2011

El precio


Y sonrió, trajo a su cara una de las sonrisas más hermosas que yo había visto en los últimos tiempos. Rápidamente añadió “¿con esto crees que ya está todo arreglado? ¿Qué como sonrió ya está?”. Y yo quedé durante unos segundos sin saber qué contestar. Acababa de conseguirle una de sus mejores sonrisas, y no es fácil, cualquiera sabe que no es fácil. Y sin embargo ella prefería mantener vivo el motivo del enfado que disfrutar de la sonrisa hasta desgastarla por las comisuras.
Ella siguió hablando, la sonrisa había desaparecido de sus labios. Él la miraba sin escucharla, cuanto se habría enfadado más ella de saberlo, sin poder dejar de pensar en lo que había hecho ella con la sonrisa. Ya no estaba en sus labios, estos volvían a tener un rictus que a él le producía un extraño escalofrío por la espalda, pero no dejo de pensar en aquella sonrisa que había tenido una vida tan efímera. ¿Estará en alguna parte de su cuerpo escondida?, pensó, y eso hizo que una sonrisa suya, de sus labios, se asomase con miedo. Lo divertido que era pensar que, mientras la cara de ella seguía crispada por la tensión, la sonrisa se había dejado caer hasta su hígado y este sonreía divertido y a la vez perplejo observando como pulmones, corazón y el resto del cuerpo se retorcía de enfado. ¿O habría desparecido por siempre?, y si era así ¿qué sentido tenían dos labios que eran capaces de dejar escapar una sonrisa como aquella con tanta facilidad?.
Recodaba gente, mucha gente, gente que veía a diario y a la que no era capaz de recordar sonriendo. Eran rostros serios, deformados en ocasiones por la gravedad de su trabajo, por la importancia de las palabras que pronunciaban en sus conversaciones, rostros que no se permitían el lujo de la sonrisa por no perder autoridad o importancia, rostros que podrían poblar pesadillas junto a las más terribles de las apariciones y no desmerecerían en su cometido. Luego recordó otros rostros, unos que andaban a menudo pegados a una sonrisa como si esta estuviese cosida a la comisura de los labios. En estos daba la impresión que intentar arrancarla supondría llevarse detrás los labios, la boca, la nariz y los ojos y dejar sólo un cuerpo con una masa informe sobre el cuello, porque el sentido de todo era su sonrisa. Los recordaba felices, invitando en cada momento a acercarse, a compartir, a vivir.
Se encontró pensando en cual sería el precio de una sonrisa, una de esas que aparecen espontáneamente en los labios y uno no es capaz de adivinar si llegaron cogiendo carrerilla desde los pies o las llevaba en su vuelo el viento y decidió hacer una parada en aquellos labios.
La miró, todavía seguían saliendo palabras de sus labios que por alguna extraña razón no llegaban a los odios de él. Sintió un escalofrío, lo haré, se dijo, lo haré. Sabía que corría un grave peligro, que podría suponer alargar el enfado hasta términos casi insostenibles, pero algo superior a él le empujaba con firmeza.
Él luego no fue capaz de recordar si fueron sus palabras, sus gestos, o algún movimiento perfectamente coordinado con todo ello, pero lo hizo, y vio como en la cara de ella, en medio de un gesto de enfado que la hacía entornar los ojos y plegar los labios, volvió a aparecer otra sonrisa, todavía más fresca y amplia que la anterior.
Si siguieron discutiendo o no, más ella que él, o si aquella sonrisa fue la puerta a otras sonrisas y puede que alguna carcajada, no queda rastro en su memoria, aquello sucedió hace tiempo, demasiado para recordarlo. Simplemente él anotó en uno de los apuntes de su memoria “todavía soy un buen artesano de sonrisas, y ella, ella todavía es capaz de mantener una hermosa sonrisa en sus labios con el mayor de los encantos. Simplemente he de seguir trabajando sobre su duración en el tiempo y ella, ella, ha de esforzarse en no perder el brillo de sus ojos cuando sonríe”.

viernes, 12 de agosto de 2011

Esto no es un cuento


Esto no es un cuento, al menos no para vosotros, puede que para mí si. Dicen que el tiempo se va, pero no es cierto, el mío se ha quedado en mi espalda, en mis rodillas, en mi pecho. Tengo cuarenta y nueve años y todo ese tiempo acumulado que me ha hecho ir más lento, más bajo, puede que más triste y quién sabe si más torpe. Cada tanto tiempo, a veces años, otras veces en unas semanas, necesito hacer repaso. No diré que las cuentas me salen siempre, pero no puedo sentirme mal con el saldo de mis cuentas. Normalmente lo hago por aburrimiento, pero esta vez ha vuelto a suceder algo que siempre me impulsa a volver la vista atrás.
Hace tiempo que salto de un trabajo a otro. Unas veces duran más, seguramente no gracias a mi, otras apenas unos meses. Puede que de parte de esto tenga la culpa mi boca, debería aprender a estar callado más a menudo, o al menos a no decir según que cosas, pero uno es quién es y ya cuesta mucho cambiar. Otras puede que sea el enemigo, el que acecha detrás de cada esquina, de cada despacho oscuro y silencioso y con las puertas cerradas. Allí teje sin descanso la envidia, y la envidia de todos es sabido que es una planta muy agradecida, crece sin descanso y se mete en los oídos de quien la quiera escuchar. Y claro, mucha envidia, y bien tejida, no puede dejar de dar su fruto. Las más de las veces seguro que es mi poca profesionalidad. Podría argumentar en mi disculpa que tanto cambiar de trabajo no da tiempo ni espacio a ser buen profesional, o que mi capacidad no da para más, que mi torpeza y abandono son más trabajadores que mi inteligencia e implicación; pero serviría de poco, al menos si es verdad que acabo siendo un mal profesional. Llegados a este punto me entra una cierta nostalgia del trabajo bien hecho, y un desasosiego por si nunca he sido capaz de hacerlo bien, y tenían razón los envidiosos, mi boca parlanchina y mi poca profesionalidad. Lloro, o debería de llorar. Cuarenta y nueve años, sin trabajo fijo, con un sueldo más bien pobre y…¿feliz? ¿Pero cómo se puede estar feliz con ese panorama? Y he aquí que hace una semana, no más, me acerqué a la barra de un bar a pedir un cortado, al volver a sentarme con mis compañeras alguien me dice “no saludes”, me vuelvo, lo miro y me está sonriendo. Mierda de memoria, soy incapaz de recordar quién es. No sé si se ha dado cuenta, pero mi memoria me echa una mano en el último momento. Es un alumno de un curso de hace casi veinte años. Se me disculpará no reconocerlo a la primera. Lo saludo, charlamos unos minutos entre sonrisas y risas. Nos preguntamos aquello de cómo nos va a cada uno. El tenía unos dieciséis años cuando el curso, ahora ha de tener unos treinta y pico, está un poco calvo. Yo, yo debo de seguir parecido a entonces pese a mis canas, o su memoria es mejor que la mía. Pero todavía no me hace pasar cuentas. A la semana, al salir de comprar en un supermercado, y a punto de subir al coche escucho “hola, hola”, me giro y, no puede ser, otro, este de hace unos diez años. Llega hasta mí, nos damos la mano, charlamos un rato. Le pregunto por su vida, él por la mía, cosas intrascendentes claro, no es cuestión de contársela toda allí mismo. Me pregunta por mi hija, le hago una broma sobre una cerveza gratis en su bar, y nos despedimos.
Hace poco una compañera me preguntó cómo sabía si hacía bien mi trabajo. Le contesté que no lo sé, que sólo tengo una forma de saberlo, por la reacción de la gente con la que trabajo, yo trabajo con y para gente, cuando me ve al tiempo. Y me sigue sabiendo a trabajo bien hecho cuando alguien a quien no he visto me grita desde lejos para que lo vea, para que lo salude, para que me acerque y charlemos un rato. Como me sabe a buen trabajo cuando me cruzo con alguien y me sonríe, me saluda, aunque nos hayamos visto hace diez minutos o quince años. No, no creo que la profesionalidad la midan unos items universitarios, o un trabajo fijo, o un sueldo que es más bien mediocre. De todos modos espero que la próxima vez, no sé si dentro de un día, unas semanas, o unos meses, me tenga que sentar a pasar cuentas de nuevo conmigo mismo, que alguien me haya sonreído ese día o me haya saludado esa semana.

Gracias esta vez a Carlos y a... no recuerdo su nombre, mierda de memoria; pero gracias por aparecer de vez en cuando y recordarme quién soy.

martes, 9 de agosto de 2011

Una pausa en el camino a la locura: Lo que no le dijo

Ella le dijo que aquel amor, el que sentían el uno por el otro, le gustaría que acabase convirtiéndolos en uno. Él, que seguramente no tenía un buen día, es tan difícil  tener un buen día, le contesto, puede que sin acierto, que ya se había masturbado mucho, que prefería que siguieran siendo dos, un cuerpo y un cuerpo, y así poder hacer el amor cada vez que quisieran. Entonces ella, en lugar de venirse abajo, pareció seguir en éxtasis, con la mirada fija en aquel cielo estrellado que parecía puesto para lo ocasión. Para la ocasión de ella claro. Porque él seguía pensando en lo hermoso que sería sentir el cuerpo de ella, desnuda, siempre desnuda, bajo aquella fresca noche de mayo. Daría mi vida por ti, le dijo ella, justo cuando él ya la había despojado de toda su ropa, en la imaginación de él, se entiende. Y de repente apareció vestida, ante un batallón de fusilamiento, gritando que daba la vida por él. Y el pensó que de qué le servía muerta, y vestida, sobre todo vestida. No tuvo odio por aquellos soldados, era su trabajo; pero ella, ¿qué hacía ella en aquella hermosa mañana de abril ante aquel muro? Él intentaba recordar cuando le pidió que diese su vida por él, pero era incapaz de recordarlo. Puede que sea mi mala memoria, se dijo, en silencio, no fuese a distraer al batallón y aquello pudiese derivar en una carnicería sin sentido. Aunque puede que ella lo mereciese. ¿A qué venía aquella tontería de demostrar que sería capaz de dar la vida por él? ¿Qué haría ahora él, sin ella? No, él no daría nunca su vida por ella. Puede que “con ella”, nunca se había parado a pensarlo, pero desde luego no “por ella”. Y volvió a la noche de mayo, a la ardua tarea de quitarle la ropa sin prisas. Pero aquella no era una buena noche. Tal vez ella había escuchado demasiadas canciones de Ismael Serrano aquella tarde, o tal vez no debió regalarle aquel libro de poemas de Neruda. Lo cierto es que ella estaba empeñada en convertir una hermosa noche para el sudor y la piel en un laberinto de preguntas imposibles. Cerró los ojos y esperó. ¿Y tú?, le preguntó ella. Él, en un último esfuerzo de escapar de aquella trampa sin sentido acertó a decir ¿y yo qué? Sabía que no había escapatoria, pero tenía que intentarlo. Ella insistió. No se esperaba menos de ella. ¿Tú darías tu vida por mí, te gustaría que fuésemos sólo uno? Él se dio cuenta de que ella no le escuchaba. Dudó si alguna vez le había escuchado. Y de nuevo tuvo que vestirla. Mientras devolvía a aquel cuerpo desnudo cada una de las prendas, sabiendo que aquella noche ya no volvería a verla desnuda, pensó en lo que contestar. Levantó la mirada al cielo. Dejó que sus manos se apoyasen en sus rodillas. Tomó aliento. Suspiró al menos un par de veces. Y entonces ella le dijo “te quiero” y rodeó su cuello con sus brazos y besó sus labios. Él tenía ya la respuesta a punto, una de las pocas veces en que tenía una respuesta a punto, pero no dudó ni un instante. Entre quedarse en aquel beso, que puede que le devolviese otra vez a una desnudez donde se sentía feliz, o apartarla un poco de sí para…no, no dudó ni un segundo, continuó dentro de aquel beso. Ya tendría tiempo para decirle…

sábado, 6 de agosto de 2011

Monólogo

Sigue hablando, hace mucho que habla, casi me parecen siglos, y no entiendo nada de lo que dice. Tampoco le presto mucha atención. A nuestro lado pasa una mujer rubia, la sigo con al mirada, casi me obliga a volver la cara cuando una nueva inflexión en su voz y un gesto más, uno que de nuevo es exagerado para el tema del que me habla, me obliga a mantener la mirada fija en él. Seguro que cuando se produzca otro in pass en el que podré desviar la mirada la mujer ya habrá doblado por la esquina. Me hacía ilusión verla por detrás, sentirla alejarse mientras pensaba que sería mucho más divertido caminar detrás de ella que continuar con esta conversación. No sé porqué llamo conversación a esto, él habla sin cesar, y cada vez que intento entrar yo en la conversación sube el tono, acelera la voz, y de nuevo me quedo fuera. No tengo mayor interés, salvo el de convertir esto en algo dinámico, en algo donde los dos nos repartamos el tiempo de decir estupideces, porque eso es lo que decimos, lo que dice él, de manera más justa. Siquiera estaba pensando en un cincuenta cincuenta, me bastaría un ochenta veinte, incluso estaría dispuesto a aguantar mucho más tiempo este monólogo con un noventa diez; pero ni tan siquiera puedo pensar, me obliga una y otra vez a seguir su discurso. Claro que no me obliga físicamente, ni con llamadas a mi atención del tipo “¿me entiendes?”, simplemente no deja de hablar, y da un énfasis a cada cosa que dice como si fuese realmente algo trascendente, algo que a mí me importara lo más mínimo. Yo ya hace tiempo que sé que se habla a si mismo. Podría hacerlo ante un espejo, no cambiaría nada con respecto a mí, al menos con respecto a como yo me siento; pero necesita saber que se escucha a través de otro. En más de una ocasión he estado tentado de decirle que no me importa en absoluto nada de lo que me dice, nada, siquiera cuando habla de cosas intrascendentes que soporto con cierta estoicidad al resto de la gente, y que en él se convierten en tediosas, en odiosas. En lugar de eso vuelvo a maldecir en silencio, una vez más, mi buena educación, por un momento temo que no calle nunca, que me vea sentado en esta silla, frente a él, por un espacio de tiempo donde el tiempo no tendrá sentido. Envejeceré, no veré crecer a mis hijos, nunca más haré el amor con mi mujer, seguramente no enfermaré, nada, con tal de acabar mis días en aquella silla y escuchándole hablar sin parar. Noto un agota de sudor bajar por mi frente. Si, es verano y hace calor; pero creo que es una gota de miedo. Necesito que alguien me rescate de aquella situación, necesito un respiro, aunque sea escuchando el monólogo de otra persona. No seré capaz de resistir mucho más, caeré desmayado, al suelo, en medio de aquel bar. Se acercarán a mí, pegarán su oreja a mis labios porque intentaré susurrar algo. Y cuando escuchen, casi sin fuerza, de mis labios “necesito huir de aquí”, no entenderán porqué lo digo y llamarán a gritos a un médico. Sigue moviendo los brazos, sus ojos no dejan de brillar, su voz aumenta de tono y de rapidez, puede que me encuentre ante el cénit de su aburrido monólogo, puede que de repente diga algo parecido a “y esto es todo”, y yo pueda levantarme de aquella silla y coger el camino a mi casa, puede. Pero no es así, de nuevo baja el tono, sus brazos se apoyan en la mesa, mira por un instante al techo y continua con una voz suave, como si me estuviese contando un secreto que no han de oír en las mesas de al lado. No puedo más, de verdad que no puedo más, noto al límite mi buena educación, mis piernas se mueven nerviosas pidiéndome a gritos que me levante y huya de allí corriendo. No importa si parezco el más terrible de los cobardes o el peor de los maleducados, pero necesito salir de aquella situación que no sé como me atrapó. La mujer rubia vuelve. Esta vez no importa lo que me diga, cual sea su tono de voz o lo mucho que gesticule, me he hecho el firme propósito de seguirla hasta que desaparezca por la primera esquina. Necesito ese descanso. Y cuando creo que lo voy a conseguir, cuando mi vista ya ve el lateral de la mujer y no tardará mucho en verla totalmente de espaldas, caminando resuelta, sin miedo a que una conversación donde nunca participo la atrape, me coge del brazo y no tengo más remedio que volver la cabeza y mirarlo a los ojos. Afirmo con la cabeza, es lo único que quería de mí; pero cuando vuelvo la cara ya no está. Dos veces, dos veces se me ha escapado la posibilidad de huir de allí por unos instantes. De repente un silencio. Me remuevo inquieto en la silla, enciendo un cigarro, tiemblo, tengo miedo; pero el silencio continúa un poco más. Es el momento, me digo, y lo hago. “Se me hace tarde, he de irme”, y acompaño esa frase levantando mi cuerpo de la silla y extendiendo mi mano. No hay lugar a malinterpretar nada, quiero irme, he de irme. Todavía hace un par de intentos pero son vanos. Mi postura, mi decisión, mis piernas comenzando a caminar hacia la puerta del bar no dejan lugar a dudas. Salgo afuera, el aire da en mi cara y lo siento como si solo eso fuese lo que tantas veces han intentado definir como la libertad. Sé que habrán más monólogos de estos, y que volveré a sentirme igual; pero mi suerte nunca ha sido tan mala, por eso al girar la primera esquina sale la mujer rubia de una de las tiendas y camina delante de mí, a unos treinta metros. Me siento feliz, camino en silencio, en un silencio que todavía me es casi doloroso. No sé donde voy, seguiré a esa mujer durante unos minutos y luego tomaré el camino a casa. El camino a casa.

viernes, 5 de agosto de 2011

Otra vez es febrero


Otra vez es febrero, un largo e interminable febrero que no termina nunca, que nunca rompe en una cálida y dulce primavera. Ya no recuerdo los calurosos días del verano, incluso añoro con verdadera extrañeza los fríos días del invierno. Pero hace años, muchos años, que siempre es febrero, un febrero incoloro que se ha metido en mi cuerpo hasta el fondo y parece querer que forme parte de él por siempre.
Cuando llegó, no hace falta decir que ya había tenido otros febreros en mi vida, pensé que no duraría mucho, en el peor de los casos veintinueve días, ni uno más. Y que como la mayoría de las veces sería un mes simplemente de los de descontar, suceden tan pocas cosas en febrero. Pero ya el primer día lo trajo a él. No parecía un mal compañero para el viaje. Le dejé quedarse, ese fue mi primer error, el segundo fue intentar darle conversación, a partir de este punto comenzamos a confundirnos el uno con el otro. A los cinco días, aunque desde que él está aquí ya no tienen tanto sentido la cuenta de los días, ya me era casi imposible distinguirlo de mí. No era el clásico que todo el mundo conoce, no, era mucho más sofisticado, como si estuviese hecho a mi medida. Cada palabra que yo decía la repetía, cada gesto, cada movimiento. Si me sentaba a ver la televisión se sentaba a mi lado, si permanecía en silencio él lo estaba, salvo a veces un lejano susurro cuando yo ya había terminado de hablar. Leyó los mismos libros que yo, comió las mismas comidas, caminó los mismos caminos, se acostó conmigo y con cada una de las mujeres que conmigo se acostaron.
Ayer hubo un amago de marzo, volví la cara esperando que se hubiese ido pero él también volvió la cara, fue sólo una ráfaga de viento en los cristales. Y de poco me sirve llorar, o rogar, porque cuando lo hago él también llora, y también ruega, como si mi condena fuese él y yo fuese la suya. Como si ambos tuviésemos que purgar una interminable lista de pecados y nuestro infierno fuese este febrero que no terminará de pasar nunca, nunca.
He jugado a esconderme y se esconde conmigo, he hecho el muerto y resucita conmigo, he gritado con el más desgarrador de los gritos y él, no sólo ha gritado conmigo, sino que ha puesto más empeño que yo en el grito.
Finalmente febrero nos ha vencido. Miro el calendario, cinco de febrero, ayer era doce, y anteayer cuatro, y un número diferente cada día, y él y yo los mismos desde hace tanto tiempo.
Sólo me queda esperar, esperar que algún día pueda deshacerme de este fiel compañero y de la compañía de este febrero…febre…feb…

lunes, 1 de agosto de 2011

Un corazón pequeño

-         ¿Crees que en eso a lo que llamas corazón cabe todo?, no te equivoques, es mucho más pequeño de lo que piensas.
-         No es verdad, es inmenso, cabe todo lo que quiera meter.
-         Veo que has leído demasiados cuentos de niño, demasiados. Uno por semana está bien, más consiguen que acabemos creyendo lo que no es verdad, lo que hará que nuestra vida sea una inacabable búsqueda de la mentira que acabó instalándose en nosotros. Un corazón es mucho más pequeño de lo que creemos, apenas tiene lugar para cuatro o cinco cosas. Importantes, es cierto, muy importantes, pero no más de cuatro o cinco.
-         Pero el mío está lleno, y todavía cabe mucho, más de lo que nunca seré capaz de meter en él.
-         ¿Estas seguro? ¿tienes odio dentro de él?, ¿hay un lugar reservado para la venganza, para el rencor?, ¿si busco con cuidado encontraré en algún rincón una buena cantidad de envidia disfrazada de cualquier cosa?, ¿me podrías jurar que no hay en él ni una pizca de traición, de espera cauta, aunque sea durante años, para devolver el dolor que algún día le causaron?
-         Bueno, claro, no soy perfecto. Claro que algo de eso hay dentro de él. Pero estoy seguro que hay mucho más amor, mucha más comprensión, mucha más solidaridad, y tantas otras cosas que lo convierten en un buen corazón.
-         Ahí es donde está tu error. Como te he dicho en un corazón apenas caben cuatro o cinco cosas. El amor, la comprensión, la ternura, y un par de cosas más que no ha conseguido descubrir nadie todavía. Lo demás, eso que tú tienes en el corazón y que ves normal porque no está en gran cantidad, eso, eso es precisamente la mentira que hace parecer que un corazón es inmenso. Eso te dará la falsa impresión de que por mucho que metas en un corazón nunca tendrá fin, porque para el dolor nunca hay fin. Toma tu corazón, quita todo eso que hoy justificas y verás como apenas es un pequeño corazón. Verás como si le dejas solo lo que debe de haber en él será el más pequeño de los corazones. Pero un hombre con un corazón tan pequeño es capaz de las mayores historias. si cada vez que alguien llama a su puerta le contesta el amor, si cuando llega el perdido le abre la comprensión, si cuando llega casi sin fuerzas el dolorido la ternura lo acoge en cualquier rincón de ese pequeño corazón, si, incluso, cuando llegue algún otro viajero que no sabe bien lo que busca, alguna de esas dos cosas que faltan para llenar un corazón resultan ser las que venía buscando, entonces te darás cuenta de que no hace falta un gran corazón, sino sólo un corazón que sepa su trabajo.
-         No estoy de acuerdo, un corazón no tiene fin, esté lleno de lo que esté lleno.

No hubo respuesta, de nada sirve intentar convencer a alguien de que los corazones son más pequeños de lo que parecen, no si se tiene el corazón lleno de más cosas de las que ha de tener. Uno siguió buscando cosas que meter dentro de su corazón, el otro se dedicó a cuidar el suyo. Un corazón pequeño hay que cuidarlo todos los días, para no correr el riesgo de que se haga demasiado grande y quepa en el cuanto no ha de haber.

Sueño

Sueño