"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 29 de marzo de 2012

Memorias de un ángel

Por el camino de tierra, me dijo, se fue por el camino de tierra. Miré ante mí. Solo había un camino, de tierra, pero solo uno. Aquel febrero no era como el del año anterior, ni como ningún febrero que yo recordara. La tierra estaba seca. Las grietas que se abrían en el camino hacían que los pies no encontraran nunca un acomodo estable. Se pegaba el calor a la suela de los zapatos y las traspasaba como si fuesen de papel, quemando los pies y subiendo por el cuerpo de uno hasta que le quemaba las ideas. Y en aquellos días nadie tenía una idea buena. Apenas jalonaban los laterales del camino algunas aliagas que habían tomado un color dorado y daban la sensación de estar ardiendo. O lo estaban, porque caminar por aquel lugar era lo más parecido a los últimos pasos camino del infierno. Y lo puede jurar alguien que ha hecho ese camino varias veces.
¿Está seguro?, le pregunté con la vana esperanza de que se hubiese equivocado. Nadie en su sano juicio se aventuraría en un día como hoy por ese camino, añadí. Y él, sin levantar casi la cabeza, aquel calor no solo era capaz de fundir las ideas, antes se tomaba el gusto de quemarle a uno la frente, dijo, usted no me preguntó si estaba en su sano juicio, solo por donde se fue, y yo se lo digo, ahora es su juicio el que hará el resto. Y yo tampoco andaba sobrado de juicio por aquellos días, ni de juicio ni de dinero.
Con dios, le dije mientras tomaba mi petate y me encaminaba hacia aquella boca de horno. Y con una indiferencia que casi me heló la sangre, y no hubiese sido malo que así hubiese sido para aquel viaje, me contestó, ya hace mucho que dios no viene por estas tierras. Y estoy seguro que era así, apenas un terrenito del diablo.
Yo soy enjuto, siempre he de hacerle un par de agujeros, o tres, a los cinturones que me compro para que me ajusten bien y, a veces, ni aun así. Pues aun encontraba sito aquel sol abrasador para quemarme el alma. Y con un alma a doscientos grados no se pueden tener buenas ideas, no se puede.
¿Y me dice usted que ha bajado por el camino?, le preguntó el del bar mientras le ponía el vaso de vino delante. No contestó, no al menos enseguida, necesitaba limpiar algo del polvo que llevaba en su boca. Del otro ya se ocuparía más tarde si era preciso. Tomó el vaso y se lo bebió de un trago. Tuvo la sensación de que una bola de esparto recorría toda su boca y se lanzaba hacía su estómago raspando todo a su paso. El vino se llevó el polvo, el calor y el miedo, de golpe. Tosió un par de veces y estiró la mano sujetando el vaso. El del bar se lo volvió a llenar. Si, respondió, todavía con la sensación de sequía en su garganta, por el camino. Es raro, hasta noviembre no suele aventurarse nadie por él, es como caminar por dentro de un volcán. Se miró las suelas de sus zapatos y estaban totalmente desgastadas. Apenas dos días de caminar sobre aquellas brasas habían bastado para desgastar totalmente sus zapatos. Volvió a beber de golpe el vino y de nuevo alargo el brazo con el vaso. No se quitará así el polvo de la garganta, no señor, dijo el del bar. Lo tiene en la cabeza, y tardará varios días en irse, mejor dormir un poco, eso ayuda, y comer, aquí tenemos buena comida para olvidarse del polvo. De todos modos él hizo un movimiento de mano para que le llenase el vaso. El del bar se lo llenó mientras movía la cabeza. Dos días, pensó, tengo dos días para descansar un poco. ¿Cuánto hay hasta el siguiente pueblo?, preguntó. ¿De tiempo o de polvo? Le respondió sin ironía el del bar. Lo miró sin acabar de entender. De tiempo no más de cinco días; pero el camino es aquel de allá. Y con el brazo señaló a la derecha. Volvió la cabeza y sintió que todo el polvo que había conseguido arrastrar el vino volvía de golpe a su boca. Era el mismo camino, o eso le pareció a él. Tuvo que girar la cabeza y mirar hacia el norte, hacia el sitio por el que había venido, para convencerse de que no era el mismo. Y cinco días, le había dicho el del bar. Dos días, apenas dos días con sus noches, y la sensación de haber caminado durante años por un desierto de fuego. No podré soportar los cinco días, pensó, mejor lo espero aquí y que las cosas sean como han de ser. Pero no, sabía que no podía esperarlo. No tenía sentido aquella huida de tanto tiempo para acabar esperándolo a la sombra de un bar, con un vaso de vino en la mano. No. Descansaría día y medio, él no tardaría menos en llegar, y seguiría su camino, aunque su destino fuese entrar en el infierno por el camino principal. Puede que su vida no hubiese sido más que eso, caminar sin descanso hasta el infierno, hasta llegar a aquellos dos últimos tramos. Su vida, y pensó en su mujer y en sus dos hijas. ¿Tiene habitaciones? le dijo al del bar. Arriba, en la segunda planta, lo más lejos posible de este fuego que no para de manar del suelo, le contestó. Venga al mostrador y le daré la llave. Sentía como le ardían los pies. ¿No tendrá un par de zapatos por ahí que pueda comprarle? Desde luego, y no hace falta que me los pague, no es normal tener clientes en esta época del año, con lo que beba y coma estaré más que pagado.
Casi era mejor tenerlo de cara. Al enemigo siempre de cara, pensó mientras se secaba el sudor. Y miró de reojo a aquel sol que no dejaba de trabajar ni un solo segundo. Un cielo raso, como si en algún lugar estuviese escrito que las nubes tenían prohibido pasar por él. Estará sentado, a la sombra de algún bar, descansando. Dos días, no más, me dijo aquel viejo, dos días y el camino se acaba en el pueblo. Y ya hace día y medio que voy bajando. A veces me llega como un olor a pluma quemada; pero en este lugar siempre huele a quemado. Se me mete muy hondo, tanto que acaba por quemarme el ánimo. Media jornada y estaré en el pueblo, me puedo sentar un rato a descansar.
Necesito su nombre para el libro, le dijo el hombre del bar, sin dejarle bajar del todo las escaleras. Todavía llevaba el hielo en su corazón, como si fuese el único reducto donde se podía sentir algo de frío en aquella tierra. Un frío que se le había colado en las pesadillas de aquella noche. Gogol, dijo sin mirarlo. Había soñado con hielo, mucho hielo, un hielo que no podía acabar con el polvo y el calor que manaba de su boca. Cortaba, como si el mejor de los artesanos hubiese estado trabajando en las aristas infinitas de aquel hielo y, sin embargo, cada una de las aristas se derretía ante la presencia del polvo convirtiéndolo en una pasta marrón y pegajosa que se agarraba a su piel. ¿Cómo ha dicho? Gogol, repitió mientras por la ventana veía el camino que debía acometer. Ni sombra de árbol, ni sombra de nube, ni nada que pudiese arrojar una sombra sobre aquella lengua larga del diablo. Tendrá muchos nombres, pensó, Belcebú, Satanás, El diablo, y tantos otros, pero una sola lengua, y está frente a mí, esperando mis pies para tragarme como el más terrible de los camaleones. Son cuarenta con veinticinco. Hurgó en su bolsillo. Dinero de sobra, demasiado, quizás hubiese sido mejor no tenerlo y quedarse dos días trabajando en aquel bar para pagar la deuda; pero entonces él llegaría antes de que se hubiese ido. Dudo durante unos instantes. Sacó la cantidad y la dejó sobre el mostrador mientras le preguntaba al del bar si sería posible tomar algo antes de marchar. Desde luego, ¿algún vino en especial? Si, si hay que morir que mejor manera que con el sabor de un buen vino en la boca.
Reemprendió el camino. Media jornada y estaría en el pueblo. Sabía que ya se habría marchado, pero confiaba en haberle robado al menos media jornada de ventaja. Se miró las suelas de los zapatos. Gastadas, demasiado gastadas, no para media jornada pero si para continuar. Ya compraría calzado en el pueblo. Estaba seguro que había sido de noche. Cuando cerró los ojos aun estaba el sol en lo alto, y al abrirlos allí estaba, esperándolo. Estaba seguro que había sido de noche, aunque solo fuese por esa extraña sensación a hielo en su corazón. Limpió como pudo el polvo de su ropa, aunque sabía que era trabajo perdido porque a los dos minutos de andar volverían a estar llenas. Lo hizo mecánicamente, más como un “comienzo de nuevo” que como una necesidad. Y retomó el camino. Oía como el calor hacía crujir el suelo, como se rompían los granos de tierra ante aquel insoportable calor. Solo dos almas serían capaces de aguantarlo, y las dos debían tener el mismo odio en su interior. Un odio que soportaría aquel calor como sería capaz de soportar el viaje al mismo infierno. Y se rió. ¿Acaso no era precisamente aquel el camino al infierno pese al olor a plumas que lo llenaba todo? A la hora y media, más o menos, cerro sus ojos lo suficiente como para poder divisar a lo lejos sin que el sol se lo impidiera. Las primeras casas. Entre ellas un bar. Sintió como si de golpe todo el polvo que tenía dentro de su cuerpo subiese a la carrera a su garganta. No apresuró el paso, no hubiese podido. Volvió a bajar la vista al suelo y continuó sin prisa.
Ante él dos mesas a la puerta del bar. En una, sentado, un hombre, con un delantal que le cubría casi hasta los pies. Demasiada tela para estos calores, pensó. Con un vaso de vino a mitad beber. En la otra, dos sillas vacías, un vaso vacío, y algunas plumas sueltas en el asiento de una de las sillas y por el suelo. A la derecha, en uno de los troncos que servían de soporte al porche, colgados, dos zapatos con las suelas totalmente gastadas. El hombre se levantó, arregló su delantal, y antes de que le dijese nada me dijo: ¿Y me dice usted que ha bajado por el camino? Tuve la sensación de haber estado allí antes. De bajar por un camino que era el mismo que veía un poco más adelante, a la derecha. De traer en la garganta un infierno que no se iría nunca, porque era yo quien lo alimentaba. No le contesté, tomé el vaso de vino y lo bebí de un trago.

Acometo un viaje eterno

Acometo un viaje eterno,
Sin prisa, sin alimento.
Me preparo para un vuelo
Donde las alas son viento.
Me despido de mi gente,
De los caminos de hielo,
De las puertas con candados,
De las promesas sin dueño.
Tiene nombre de mujer,
Boca y caderas de ámbar,
Risa, me guía su risa,
Luz para borrar mis sombras.
Acometo una locura
Que se alimenta en sus pechos.
Robo unos besos al este,
Abro un surco en los temores
Que la noche me guardaba.
Una voz grita a lo lejos,
Entre millones de voces,
La tonada de mi nombre.

Y ahora escucha esto...

sábado, 17 de marzo de 2012

Dejo atras la ciudad

Dejo atrás la ciudad. Me sumerjo en sus calles bajo un atronador conjunto de ruidos que lo llena todo de silencio. Sin prisas, con la vorágine de quien sabe que si no es su último día se parece demasiado. Miro a todos lados y cientos de imágenes acaban por conformar el más terrible y desolador de los páramos. Siento resbalar una lágrima por mi mejilla mientras mi risa hace que más de una persona se vuelva y me mire con asombro. Camino torpemente, como si estuviese subido en una de esas escaleras mecánicas de los centros comerciales pero en sentido contrario. Siempre en el mismo sitio pero con un cansancio que acabará por derrotar mi cabeza mientras sube despacio por mis pies, agarrándose con sus dedos metálicos a mis piernas y sonriendo. Si hago el intento de sentarme en cualquiera de los artificiales bancos, de los artificiales parques, con sus artificiales flores, mi natural propensión a la incoherencia tira de mi manga y me arrastra sin ternura, viendo como se aleja la entrada al parque y mis posibilidades de reiniciar caminos que no me lleven siempre al mismo camino. Cientos de nubes, con poca predisposición para el cálculo, se sitúan por encima del sol y, este, cae como si no tuviese otro trabajo y clava mi sombra sobre el cemento, haciendo que tenga que ir tirando de ella una y otra vez. Las campanas del reloj de la iglesia dan las cinco, el de mi muñeca marca las siete, dos horas en las que soy incapaz de adivinar donde puedo haber estado. Dos horas de ausencia en una vida de ausencias. Ni el uno retrasa, ni el otro adelanta, ambos me sirven para un día donde poco me importa el tiempo, o para un estómago que no se queja nunca. Comienza a anochecer, grita con descaro el último de los edificios quitándose las gafas de sol. No escucho, no quiero escuchar, todavía estoy demasiado cerca como para dejar que la noche abra su boca. Acelero el paso y dejo atrás mi intención, la espero, la espero un rato más, pero no llega, está parada ante uno de los escaparates de la gran avenida, la abandono allí. Dejo atrás la ciudad. En el cuartucho donde vivo tengo colgado en la pared un cuadro lleno de amapolas. Incluso caen desbordando la madera llenando el suelo de pétalos. Me siento ante él y lo miro. Tocan a la puerta, abro, mi intención. Me mira con tristeza y me dice “mañana lo intentamos”.

miércoles, 14 de marzo de 2012

No regalo nada, o eso creo.

No regalo nada, o eso creo. No hay chistes, ni noticias políticas, no hay enlaces a otros sitios, no hay… hay cuentos.  Hace poco más de un año escribí en el blog:

Gracias a todos/as.
El blog de
cuentobucle  
ha llegado a las 1.000 visitas en apenas mes y medio. La verdad es que, pese al “¿Podemos?”, que tan sólo era un juego, y a que de esas mil puede que al menos cien sean mías, no esperaba que
900 personas, o una muy lectora, hiciesen tantas entradas. De nuevo gracias.

Hoy, después de un año, miro las entradas (las mías ya no cuentan, pude activar eso de “no contar las visitas propias”), y, aunque suene a falsa modestia, me cuesta entender como ha podido llegar el blog al número de visitas actual. Sigo sin regalar nada, sigo sin poner chistes (salvo que alguien tenga la opinión de que eso es lo que son los cuentos), sigo sin... sigo, no sé por qué pero sigo. Puede que siga porque tengo doce seguidores, aunque salvo uno el resto sean mujeres, lo cual me agrada. O puede que sea porque lo abrí para seguir escribiendo después de tiempos de silencio. O simplemente porque no sé hacer muchas más cosas. O porque alguien colgó un cuento mío en su blog. El caso es que sigo.
Si cuando se llegó a las mil visitas di las gracias, ahora solo puedo esperar que a alguien le haya servido de algo la lectura. A unos para encontrar un cuento en el que reconocerse, a otros para regalarlos a alguien, o para robarlos, porque los cuentos están para eso, o para coger el sueño en una noche de insomnio.
Un abrazo a todas y a todos, uno de letras, de sueños, de complicidad porque aunque no nos conozcamos hemos estado en los mismos sitios, en los mismos sueños, en las mismas letras. Un abrazo.

Cuando me muera que me entierren hondo.


-         Antonio, cuando me muera que me entierren hondo, lo más hondo que puedan, donde no pueda encontrarme dios, me da miedo la eternidad.
-         ¿A qué viene eso Ernesto?, le preguntó Antonio levantando la cabeza y dejando de leer el libro.
-         No sé, cosas que uno piensa cuando cree que no está pensando. O este sol que no hay manera de que se vaya y se empeña en sentarse a descansar en mi cabeza. No sé.
Ernesto volvió a la lectura de su libro meneando la cabeza de un lado a otro. Callaron. El sol no dijo nada. El viento, parado encima de un naranjo los miró con indiferencia.
-         Júramelo Antonio, júrame que lo haréis así. Y miraba fijamente a Antonio, para no dejarle lugar a la duda ni a la huida. Antonio dejó el libro sobre una silla, apoyó sus manos en las rodillas, frente a Ernesto.
-         Ernesto ¿habrá algo más deseable que la eternidad?, ¿a qué vienen estas vainas ahora?
Ernesto le miró fijo. Una lágrima resbalaba por su envejecido ojo, buscando el camino entre las arrugas de su cara. Tomó aire, de encima de los naranjos, suspiro, como si en ese suspiro le fuese la vida y el miedo.
-         Antonio, te quiero porque sé que un día no estarás. Quiero volver cada año a ver nacer las amapolas y la flor del almendro porque sé que ni es la misma del año pasado ni será la misma del que viene. Soporto ser quien soy, con mis miedos, mis locuras, mi estupidez y mis momentos de lucidez casi rayando la iluminación, porque sé que un día ya no seré. Amo a una mujer con la fuerza de saber que no sé si mañana la amaré, y eso la hace única, única en el hoy, en el recuerdo del ayer, y en lo insospechado del mañana. Río, porque sé que la risa puede abandonar mis labios en cualquier momento. Vivo. Pero no soportaría reírme sin descanso, mirar sin compasión durante siglos las mismas flores, las mismas calles, las mismas gentes. No soportaría ser quien soy sin remedio, ni que tú fueses quien eres sin futuro. No, Antonio, no lo soportaría. Necesito saber que son porque un día pueden no ser. Júramelo por favor.
Antonio le miró. Vio la lagrima en sus labios y notó la suya mejilla abajo. Tomó aire, el que quedaba en el tronco de los naranjos. Suspiro, como si en ese suspiro le fuese la muerte y parte de su futuro. Cogió el libro y continuó con la lectura, temblándole en las manos como si las hojas estuviesen hechas de plomo. Apenas consiguió leer dos palabras antes de hablar, apenas veinte letras.
- Ernesto, júrame, que si yo me muero antes que tú, me enterrarás bien hondo, lo más hondo que puedas, donde no pueda encontrarme dios ni el diablo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Y hoy es jueves

La puerta de la cueva se cierra. No sabría explicar el sonido que produce. Puede que sea como cuando se cierran las puertas del alma, o como el que produce la soledad cuando sube calle arriba hasta mi casa. Él se sienta en el centro, enciende un cigarro, no hay prisa, son tiempos de indiferencia. Fuera no hay nadie y dentro son tantos. Pone música y cierra los ojos. Las paredes de la cueva no dejan salir su imaginación y solo piensa en círculos y sombras, y se siente bien. El tiempo pierde el sentido, no hay noche, no hay día, no hay espacio donde ese tiempo camine uniformemente. Primavera, y la cueva no recibe ninguna carta de amor. Enciende otro cigarro. Mira por una de las ventanas y unas hojas que arrastra el viento tienen nombre de mujer. Luego la calma, un espacio yermo y la calma. Su corazón bombea 69 veces por minuto y él esboza una sonrisa mientras toma aire para un proyecto de grito. Come cuando tiene hambre, se ríe cuando tiene ganas, llora, con ganas o sin ellas, se acuesta desnudo cuando el sueño se cuela en la cueva por las rendijas del olvido. Vive, cualquiera diría que no, pero vive.
Nunca llega un cartero a la puerta de la cueva. Tampoco podría abrirle, él no tiene las llaves, se las quedaron ellos. Ni se acerca un mendigo pidiendo limosna. ni da el sol, ni la luna. Abirl se olvidó de aquellas tierras y es siempre duelo. Cuando despierta del sueño se queda tumbado, mirando el techo mientras piensa. Allí hay poco más que hacer que pensar. Pensar y olvidar lo pensado. En un juego interminable donde una y otra vez inventa y borra nombres, cuerpos, historias  en las que a veces él es parte y otras en las que simplemente mira desde la ventana de la cueva. Y espera. No sabe si será en mayo, o en invierno, o si será a mitad de la noche, cuando los lobos auyen esperando su salida; pero sabe que un día se abrirá la puerta, sin que él lo quiera, sin que nadie lo quiera, como si un mecanismo de relojería tuviese marcada una fecha y una hora. No hay instrucciones para el futuro, como no las hubo para el pasado. Cuando se abra la puerta él saldrá, como si apenas hiciese diez minutos, o diez siglos, porque el tiempo nunca entra en la cueva, nunca, y hoy es jueves.

"En todas las que eres" ... repetición, hoy y siempre.


Hace tiempo, mucho tiempo, conocí a una mujer. La llamaremos Madre. Y Madre fue la voz y el alimento. El fuego en el invierno, la guarida en la derrota. Creí, a veces, que Madre era la magia, volvía y siempre estaba, estaba en la mañana con el alba, en medio de los días que pasaban, al filo de las noches. Jugábamos a hacer que yo crecía y ella me acompañaba. Si yo lloraba, lloraba, si reía se reía, si miraba en la ventana ella venía y me explicaba la luna. Y Madre era feliz si yo lo era, y no pedía nada, si acaso besos sueltos.

Luego pasaron los años. Pocos, la verdad. Y conocí a otra mujer. La llamaremos Compañera. No, no hablaré de ella. Os diré algo de mí, de cómo en compañía fui aprendiendo a ser bueno. De lo que cuesta olvidar mucho de lo aprendido. De las mentiras que traía conmigo y no eran ella. De cómo cada día pierdo algo y encuentro un tesoro entre sus manos. Y ahora sí, hablaré de ella: El sol, la madrugada, la amapola, el agua que derraman tantas fuentes...todo es ella, la risa de esos niños, ese grito, las letras con que armo estas palabras, la brisa que ahora juega con mi pelo... todo es ella. Y si hay algo escondido en algún sitio, si no es ella  es nada, ni seré yo tampoco.

Yo me quedé sentado y Compañera sacó de su chistera una sonrisa, y luego una paloma, y al tiempo puso flor en los almendros. Y cuando ya creía que se acababa el juego me regaló la vida. La llamaremos Hija. La llamaremos luz, ella es de agosto. Y tiene como un dejo a siempreviva, como un sabor a sueños y mañana. Y va desde mis manos a sus ansias, y vuelve y me regala algún mañana, y duerme en mis palabras. E Hija es sólo Hija y es de ella, y así quiero que sea. Como Madre era Madre, y yo soy Compañera.

miércoles, 7 de marzo de 2012

De la serie "gafas azules": Ruiz Jiménez

Me alimento de sueños, y últimamente como poco. Puede que por eso sienta esta opresión en el pecho, tabaco aparte, y este cansancio en las piernas, y esta dejadez en el alma. Y dicho esto pensó que ya no tenía nada más que decir y echó a andar. Recuerdos. ¿Y no hay manera de que te quedes?, y juraría que la pregunta era sincera. Un último vistazo al mar, para guardarlo en un rinconcito junto con los almendros, las amapolas y secano arriba hasta las estrellas. No hay llanto, ¿para qué?, si las puertas giratorias se inventaron para eso, para no cerrarse nunca y no dejar nunca que se tenga la certeza de la marcha. Aun así empujo, en mi imaginación, una silla de ruedas, y se me cansan los codos del recuerdo, y las muñecas, y la risa, sobre todo la risa.  ¿Sonríes?, te haría una proposición honesta, ya sabes, de sexo pero honesta. Eres tan guapa. Y yo estoy tan solo en esta mañana donde un café y la brisa son mis únicos compañeros. Pero no te la hago. ¿Educación?, ¿vergüenza?, ¿miedo?, si, pero a que me digas que sí; porque hay labios para la mentira, para el susurro, para la despedida, y los tuyos, para los besos, puede que para los míos. Y doy un bocado al día antes de que llegue la “destrussión” y se lo lleve. Total un día menos que febrero, tampoco es tanto. Cuestión de tiempos, de monosílabos, de gafas azules y sobrepeso en la esperanza, de agarrarse a la vida con las pocas fuerzas que dejó la ausencia, de dientes, demasiados dientes para tan poco hambre, de manos volando hasta el infinito de una imaginación que no comprendo, de mí.
Y regreso a la filosofía, si cierro un ojo no me ve. Te veo, siempre te he visto, en mis sueños, en mi impotencia, en mi rabia, en la orilla del camino mientras vagaba buscándote, y ahora te vuelvo a perder. Planto sueños, esperaré, sé esperar, siempre he estado esperando. En mayo, cuando el olvido haya tenido tiempo de ordenar los recuerdos, os traeré en la flor del limonero. Cerraré un ojo, moveré mis brazos como si moviese las ruedas del mundo, volaré mis dos manos camino al infinito, me pondré mis gafas azules, sacaré mis dientes al sol, si se acerca mucho me lo como de un bocado, y juntaré mis labios por si los tuyos han perdido un beso y coincide que vino buscando los míos. Por lo demás aun es marzo y sigo sin encontrar el final del camino.

domingo, 4 de marzo de 2012

Camino a la locura (recuerdo): el amor de Luis

Una de mis manos no quiere hablarme, aunque casi estoy más preocupado por las cosas que me dice la otra. Es marzo, hasta ayer era la vida, y hoy es marzo. Luis dice que voy a peor; pero no tiene razón, no voy, nunca voy a ningún sitio, me muevo siempre entre el andén de una estación y la bocacalle que termina ante la venida. Luis dice, como mi mano, y yo no escucho, ya no me apetece escuchar. Prefiero quedarme en silencio, junto a la otra, al sol. Es bueno el sol de marzo. Sé que me hago viejo, no porque lo digan los años, los años son mudos, e inútiles, tiempo acumulado que no está en ningún sitio; sin embargo mis ojos no mienten, traen una y otra vez la imagen del calendario, deshojado, como los almendros en enero, cargado de números que nunca suman salvo silencios. Y las paredes son tan blancas. Luis me habla del ayer, del anteayer, y en días de lluvia del mañana, yo le miro, no se ha dado cuenta de que ha metido la corbata en el plato, pero eso es el hoy, y Luis casi nunca me habla del hoy. Pero hoy hay sopa de pescado, y de segundo lomo empanado, y flan, hoy hay flan.  Y hay un rincón en algún lugar del alma donde nunca llega el sonido del sol cuando rompe contra la mañana. No son deudas, son simplemente ajustes, tuercas que no acaban de acoplarse, engranajes que trabajan con dificultad por la acumulación de errores, la vida. Y mi mano que no calla, aunque no la atendamos, no calla. Me meto en el bolsillo y camino por el andén sin rumbo. No hay rumbo en un andén, solo arriba y abajo, como si uno no tuviese otra cosa que hacer que ir al cielo y al infierno. Y Luis que camina a mi lado, sombrío, recitando oraciones sobre la crisis y el futuro, argumentando con pasados que ya nunca serán el por qué estamos aquí. No se refiere al andén, claro, sino al lugar a donde hemos llegado, el andén. Y mi mano que lo escucha ensimismada. Y yo que callo, como callé ayer, como callaré mañana. Y es que el silencio, el mío, Luis y mi mano no dejan de hablar, no sabe de medidas, se instala en mi tiempo y se expande como un charquito que solo espera el primer pie para abandonar el barco. Y hace tanto que no llueve. Al llegar al final de la calle, donde rompe contra la avenida, Luis se despide de mí con un hasta mañana, nos vemos. Cierro los ojos y lo imagino entrando en la vorágine de tanta gente que comparte con él un pasado y un futuro innecesario. Abro los ojos y miles de Luises caminan en desorden por la avenida, hablan, gesticulan, pasan, se pierden, siempre se pierden, doy media vuelta. Vuelvo a casa, en silencio, soportando el interminable parloteo de mi mano. Repite palabras que le ha oído a Luis sobre la crisis, sobre la sociedad, sobre la mujer de la que se ha enamorado. Y doy un respingo. He de prestarle más atención a Luis, ignoraba que estuviese enamorado. Yo lo estuve, estoy casi seguro.

jueves, 1 de marzo de 2012

De la serie "si cierro un ojo no me ves": Viaje a casa


El sol rueda incansable por todos los caminos. A la derecha un grupo de árboles, dentro de un cubo, a media distancia, miran impasibles el calor que se expande desde las faldas del sur. La radio dormita desde hace un rato. La goma sube y baja jugando a engañarme en una partida donde desconoce que mi único interés es que pase el tiempo. Una luz azul parpadea intermitentemente. No es verano, todavía no, aunque febrero no lo sabe. No le culpo. Nadie podría culparle. Vengo de un mar de manos y sonrisas. Si tuviese tiempo pensaría en ello; pero el sol empuja un viento incansable que no deja de soplar en las velas de una garganta de nieve. Se acaban los caminos. Abro una cajita de pequeños tesoros blancos y le guiño un ojo a la vida, partida perdida, sin tablero, sin normas, sin más contendientes que mi desidia y su torpeza. De golpe una tierra árida entre los nudillos de mis manos y consejos que nunca sigo. Y la luz azul que parpadea sin saber que apenas le quedan dos minutos de vida, mañana más. A derecha e izquierda el mundo, un solar inmenso donde nunca construiré un hogar, salvo que un hogar sea donde dejo dormir los sueños. A derecha e izquierda el frío cristal que devuelve la imagen de un hombre aferrado a uno de los laberintos perfectos. Nunca entro en él, nunca salgo, vivo a las afueras de una curva al infinito. Si fuera verano este sol no tendría sentido. Cierro la cajita, la luz azul se vuelve a un lugar del que nunca viene, los árboles tiene forma de gusanos de seda. La tarde ocupó de golpe uno de los bolsillos de mi pantalón. El silencio. Un golpe seco. Cojo mi equipaje. Este día no fue el año pasado, ni el anterior. La goma ocupó su sitio, como si solo ella, yo hace rato que no prestaba atención, fuese consciente de que acababa el juego. Gracias goma. Y yo ocupo el mío, como si nadie fuese consciente de que no estaba en él. Y abandono el sol, dejo a la tarde tirada en mitad de la calle, escupo algo de fastidio en la acera, no vuelvo la vista. No. Si. Y cierro un ojo porque si no le miro sé que no me ve.

Sueño

Sueño