"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 8 de diciembre de 2013

Mi casa


Vivo siempre en mayo. Cada uno puede elegir donde vivir. Y no es que mayo sea especial. A veces hace frío, un frío que de no ser porque sé que es mayo cualquiera diría que es diciembre. Otras veces, cuando menos lo espero, las tardes dejan que el sol se esconda más o menos a las seis. Sé que es mayo, de eso no hay duda, pero puede que sea un mayo cansado y tenga sueño. ¿Enfadarse? ¿Por qué?, no todos pueden tener la suerte de vivir un mayo eterno, por eso le perdono esas pequeñas licencias que no tienen mayor importancia. Como cuando me esconde las flores y deja que pase el tiempo, a menudo demasiado tiempo, casi hasta que mi esperanza roza las espinas del limonero y, entonces, cuando estoy distraído mirando los inviernos de otras gentes, un olor que conozco llega hasta mí, vuelvo la vista y ahí están, un manto de amapolas y almendros en flor que ni el mejor mago habría podido sacar de mil chisteras ni de un millón de mangas de la talla XXXL. Así es mi mayo, y así sabe él que soy yo. A veces me cuenta historias de otros meses, yo le atiendo como si creyese en lo que me cuenta, pero sé que son fábulas. Me habla de meses en que las hojas caen de los árboles, como si yo no supiese que eso es imposible, y de meses donde no hay nada, solo un viento molesto que viene siempre del oeste y oscuridad, invierno me dice que se llama a esos meses, y le pongo cara triste, para contentarlo más que nada, para contentarlo. De pronto se le enciende el rostro y me habla de marzo y de abril, y de un refrán que tiene que ver con ellos y con mi mayo. A menudo le pongo cara de impaciente, “háblame de mayo, de mayo”.
Vivo siempre en mayo, nunca he vivido en otro lugar ni creo que fuese capaz de hacerlo. Cierto que para vivir aquí he de dejar pasar a menudo un tiempo. A veces es un tiempo de ausencias, otras simplemente un goteo casi interminable de minutos, las más simplemente un descuido cuyo mayor logro es conseguir que envejezca un poco por fuera. Por lo demás ya sabéis, si queréis venir a mi casa ahí es donde vivo, en mayo.
Y ahora escucha esto...

jueves, 21 de noviembre de 2013

Sus ojos



-        ¿por qué los que van a morir siempre tienen los ojos grandes, Abdul?, es como si la muerte nos mirase desde dentro de ellos con sorpresa.

Y sus caderas tienen una difícil forma que asemeja una lucha sin sentido contra la verticalidad cotidiana. Sus brazos son largos, como dos ramas que buscasen sin remedio a la madre tierra. Y sonríe, una y otra vez, como si no fuese consciente del tamaño de sus ojos.

-        ¿todavía siguen los titanes sujetando el péndulo del reloj de tu vida?

Y gira la cara como si tuviese que recorrer diez kilómetros de hombro a hombro, cuando apenas los separan unos centímetros. Y mueve los brazos repentinamente rápidos, como queriendo recuperar todo el movimiento que no han hecho en la última hora. Sonríe, una y otra vez, como si quisiera hacerle una finta al tamaño de sus ojos. En cualquier momento se caerá, en una de sus descoordinadas carreras acabará por caer poco a poco formando un montoncito de huesos debajo de una sudadera y de un pantalón estrecho extrañamente ancho en sus piernas.

Ayer me dijo que quiere volver a su país. Ayer fue para mí, para él no soy capaz de adivinar cuánto tiempo supone. Puede que sea un año, o un par de segundos. La muerte tiene un extraño reloj sin números, sin saetas, tan solo lleno de ojos grandes.

-        Ayer casi no comiste nada. Háblame más alto. Deja de sonreír o cierra los ojos. Cuando la muerte te mira y se sonríe uno siente el abandono y no tiene el derecho del llanto.

Después de dos días ha vuelto. Sigue con sus ojos grandes. Da los buenos días y sonríe, casi sin ganas, como si me lo debiese. Se toca una pierna, me hace un gesto. Es jueves.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Cuarteto


Para llegar a tu boca

Solo hube de dar un paso,

Lo demás ya fue ir andando

Sobre tu aliento sereno.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Retales I


Dos de octubre, comienzo a pintar de negro la pared del fondo. Sin prisas, las cuatro esquinas. Dejo que el pincel sumerja en la oscuridad cada uno de los centímetros que antes estaban pintados de blanco. Respiro pintura. La respiro a pesar de la mascarilla, la respiro por los ojos. Acerco el pincel a cada una de las esquinas con cuidado, como si después de estas estuviese el vacío finito. Un vacío que puede acabar por llenarlo todo y no dejar espacio para mis miedos. Te pinto un ojo, desaparece. Más pintura. Subo y najo el pincel en un movimiento espiral cuadrado, volviendo negra la pared desde cada una de sus cuatro esquinas hacia el centro. Respiro pintura. Mis pies son negros, mis calcetines, mi mano izquierda. Mis recuerdos se vuelven negros, mi poca inteligencia se oscurece, desparezco en un lento frenesí de subidas y bajadas y viajes al fondo de un cubo de pintura que hace rato se acabó. Finalmente me encuentro ante una fina línea en medio de la pared que llega desde el techo hasta el suelo. Paso una y otra vez el pincel sobre ella pero ya no hay pintura. Mi espalda es negra, y mi pecho, y los cientos de imágenes que vienen a mi mente en esos momentos. Dejo el pincel, me quito el guante. Todo yo soy negro salvo mi mano derecha. No veo, mis gafas están pintadas de negro. Me las quito. Mi miopía me deja distinguir todavía esa línea que parte en dos la pared como un presagio indescifrable. Camino unos pasos a tientas, alcanzo la puerta. Busco con mi negra mano el interruptor de la luz. La apago.

Y ahora escucha esto.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Retales.

Eres un punto, o una luna, o un espacio indefinido entre febrero y la ausencia. Estuviste, si mi memoria y el demonio de la ilusión no me mienten, estuviste. Eres un juego de manos entre caderas y pechos, y un paseo con prisas, y un beso. Pero mis manos están quietas, y mis pies, y mis labios apenas pueden pronunciar tu nombre. Te llamabas esquina, o calle olvidada, o farola. Te llamabas deseo en un fuego que acabó en estas cenizas. Una cuenta atrás que siempre acaba en menos dos. Sigue haciendo calor y sudo por ti. Cuando tu memoria me olvide me volveré mariposa.
 

viernes, 20 de septiembre de 2013

Si fuese así...


Si me dolieran los brazos


Como me duele el alma,
Mañana sería siempre
Y esta tarde mediodía.
Si me creciera el pelo
Como me huye el llanto,
El cielo sería agosto
Y mi boca celosía.
Si este ruido inagotable
Se transformara en silencio,
Un pie cabría en un paso
Y la luna en mi zapato.
Si los cientos de leopardos,
Que caminan por mis piernas,
Se sentaran en mi ombligo,
Entonces las mariposas
No serían de madera.
Si se callara este ruido.
Pero siempre es primavera
En este invierno maldito,
Pero siempre es despedida
Sin habernos conocido.
 

jueves, 12 de septiembre de 2013

Ni una lágrima.

Toda la noche, toda la puta noche para fabricarlo. Sueño, delirio, insomnio, unos cuantos cigarros, mal sabor de boca, paseos hasta la ventana para mirar el cielo “hoy tampoco lloverá”, y de vuelta al trabajo.  La forma, el peso, el sabor, la curva indefinida de uno de sus extremos, el color, siempre el maldito color que nunca atino a la primera. Un momento de descuido, solo uno, y se cierran mis ojos. Despertar angustiado, “no llegaré a tiempo”, y de vuelta al trabajo, una mano de pintura, esperar, un cigarro más, dentro de unos años dejo de fumar, lo toco con el dedo con cuidado, aún no está seco. Viaje a la cocina, el cazo, el fuego, el tiempo, siempre el tiempo en todas partes, como un jueves estúpido que no encuentra su lugar nunca. Un café. Mirarlo desde lejos mientras sigue secándose, “no parece que vaya a quedar mal, no”. Un nuevo sorbo, una nueva bocanada, humo que se pierde en el infinito y humo que se pierde en mis pulmones, debe de ser febrero en algún sitio. Segunda pasada de pintura y va cogiendo color. Tengo que esforzarme para no probarlo. Pienso en nada, en el trabajo, pienso en los amigos y en los enemigos, no encuentro diferencia, pienso, dejo de pensar y juego con una pelota pequeña entre mis manos. Una señorita se columpia sin descanso esperando que se agote una pila de la que nadie se acuerda. Noche cerrada todavía, llegaré a tiempo, seguro. Lo tomo entre mis manos, lo miro a contraluz, lo pongo justo debajo de la lámpara y lo voy girando mientras busco algún fallo, alguna zona sin pintar, algún minúsculo espacio donde se me haya olvidado darle la forma adecuada. Nada, el proyecto perfecto de un loco que no tiene manera de encontrar la locura. El horno a ciento ochenta grados, la bandeja con una curva producto del mucho uso, adentro. Darle la vuelta a la bandeja cada diez minutos para que se cueza por igual por todos los lados. Es febrero en Venezuela, seguro. Están abriendo las puertas de la noche y no tardarán en colarse cientos de indiscretos. Las calles se llenarán de arrastres silenciosos y sombras en busca de un sol que las defina. Cuatro minutos y estará listo.
Listo. Toda la noche, toda la puta noche para fabricar un beso, el mejor de mis besos, y ahora aquí está, sobre la mesa, sin una boca donde dejarlo, sin unos labios donde un abismo de lujuria lo llame sin remedio. Lloraría, lloraría si no fuese porque sé que un beso no me cuesta más de una noche de trabajo, pero una lágrima, ¡ah!, una lágrima puede llevarme al menos cuatro noches, y quizás el coste de un par de besos.

viernes, 23 de agosto de 2013

“El poema que nadie me escribió”


En tu pelo hay un nido;

Allí vuelan mis ojos.
En tu espalda hay un rio
De gravedad sin tiempo,
Allí nadan mis manos
En las noches de agosto.
En tu vientre hay un libro
Con páginas de harina,
Allí escribo, en silencio,
Mientras espero al alba.
En tu mano hay un duende,
En la mía un hechizo.
En tu boca hay un barco
Que zarpa en las noches,
Yo lo espero en el faro,
Amarrado a la luna.
En tu pecho hay arena,
Y una playa infinita,
Allí juego a castillos
Con mis manos de arcilla.
En tu intención hay fuego
Y en la mía el delirio.
 

jueves, 15 de agosto de 2013

Boceto de libertad


La prisión no tiene puertas, ni ventanas. Ni grandes barrotes. La prisión deja entrar el sol, y correr el aire que, en días de prisa, se convierte en viento. La prisión no tiene normas más allá de las que están escritas en algunos libros. La prisión solo tiene un carcelero impasible que cada día, sobre las seis y media de la mañana, viene a despertarme. No hay saludos, no hay palabras, no hay carcelero. Me lleva ante el espejo y disimula, mirando por la ventana inexistente, mientras espera. Ya hace tiempo que no lloro, como mucho limpio mis ojos y ajusto mis gafas a la realidad. La prisión llena el espacio con cuartos y olor a café que nunca lo es. Pone escaleras, dibuja calles para que mis pasos no resuenen a muerte en un vacío en el que sería todo innecesario salvo una sonrisa en una esquina, probablemente mirando al oeste. Y el tiempo, pone tiempo que saltaría sobre mis hombros y acabaría conmigo en apenas segundos si no fuese por la capacidad del carcelero para distraerme. La prisión solo tiene un preso, con eso basta. A menudo me cruzo con otros presos y presas que hablan de puertas de acero infranqueables, de altos muros que terminan justo unos metros más allá de donde alcanza la vista, de horarios inasumibles donde la rutina se alimenta como si la gula fuese su única finalidad. Mi prisión no, la mía es campo abierto. El muro más alto es el muro de mis miedos. Las puertas más recias tienen que ver con mi incapacidad. Y la rutina no es más que la uña de la mano derecha de mi carcelero. El resto de sus uñas, el resto de sus manos, harían temblar de miedo a los jueces que un día le dieron el trabajo. Del resto del cuerpo no puedo decir nada, ni existen adjetivos o sustantivos que se adecúen a él, ni he sido nunca capaz de levantar mi vista más allá de sus manos, cuando cada mañana tocan en mi hombro y me despiertan. No, no tengo quejas de mi carcelero, ni de mis jueces, siquiera de las visitas que nunca tengo. Oigo a los otros presos quejarse. Algunos quedamente, como si los susurros pudiesen viajar por el cemento y el hierro de sus prisiones hasta sus carceleros y eso les aterrase. Otros a gritos, incluso con aspavientos, conscientes de que su cárcel es de tal composición que nunca llegarán sus lamentos a oídos de sus guardianes. Yo no, yo prefiero mirar al este. Nacen amapolas entre los rayos del sol. Y van llenando el cielo a su paso de segundos que el carcelero va guardando con cuidado en su zurrón. Hora de apagar las luces, y cientos de interruptores suenan con un clic parecido a un orfeón de grillos en mi ciudad, en todas las ciudades. En mi prisión simplemente las amapolas caen suavemente hasta convertir el cielo en un manto rojo y el sol aprovecha el momento para entregar el parte del día al carcelero. Me acuesto. Mientras pienso en la posibilidad de fugarme el carcelero revuelve en unos papeles que siempre lleva en una carpeta en su zurrón. Veamos, la “S”, le escucho mientras el ruido a papel se asemeja demasiado al que hacen las olas en los días en que mi prisión llega hasta el mar. Si, dice, aquí está “sueño”, y nunca es un mundo al que puedo escapar, es simplemente la oscuridad, el silencio, la ausencia, y ambos nos dejamos llevar hasta mañana.
 

sábado, 29 de junio de 2013

Ella era una mujer...

Ella era una mujer rubia y triste. Yo un nómada de paso por sus ojos. Caminé por sendas, entre almendros, que nunca me llevaron a su boca. Ella recogía su pelo, pintaba sus labios,  adornaba su cuerpo en colores de fiesta bajo la sombra de su mirada. Yo recorría los caminos más rectos, pero nunca me llevaron a las curvas de sus caderas. Era abril en mi intención, y nevaba en su aliento. Yo no hablaba, el silencio dijo cuanto quise decir; pero había tanto ruido en su tristeza. Viaje a otros mundos, caminé entre risas y largas piernas que acababan en gemidos. Bebí, a veces en callejas nocturnas, otras bajo un sol solitario. Confíaba en que fuese cierto que el tiempo lo cura todo; pero el tiempo viajó conmigo y se olvidó de ella.
Ella es una mujer rubia y triste. Yo ya hace tiempo que vivo en este valle.

sábado, 18 de mayo de 2013

Amapolas en mi armario.


Estás en un mundo donde un cielo siempre en rebajas promete el sol. El alcohol lanza pájaros de colores algunas noches y tu risa los mantiene en vuelo como si pudieran ser eternos, hasta que tu mirada los derriba uno a uno. Yo te miro desde aquí, ya sabes, desde el canto de este día que apenas tiene unos minutos.

Estás en un bosque de posibilidades que siempre van un paso por delante de ti, mientras un leñador incansable derriba uno tras otro todos los árboles, y tu lo alimentas. Un bosque que parece no tener fin y, sin embargo, es solo un árbol, uno que hunde sus raíces en lo más profundo de tus miedos. Yo te miro desde aquí, ya sabes, desde este olvido que no me permite dejar de recordarte.

Estás en un mar. A veces de lágrimas, a veces de deseo. Nadando en busca de una isla para abandonar allí el equipaje de la extraña que eres a menudo. Y las olas te devuelven una y otra vez a la orilla, sin pirata con pata de palo, sin restos de naufragios, sin atardeceres donde el sol se esconde antes en tus ojos que en el horizonte. Yo te miro desde aquí, ya sabes, tejiendo una bufanda de mentiras para el invierno en que acabaremos los dos.

Estás en cualquier sitio, no importa donde, porque en todos eres la extraña que llevas a cuestas. Saludas, sonríes, en muchas ocasiones ríes, dejando que pájaros que solo viven en tu imaginación vuelen por los cielos de otras gentes. Llevas encima una agenda que no has escrito tú, y la sigues sin reproches, salvo esa tristeza en tus manos cuando cogen la taza del café y buscan unos labios amargos. Duermes, porque no sueñas, nunca has podido soñar, y allí, en la oscuridad no hay nada, ni risa, ni labios, ni yo. Y yo te miro desde aquí, ya sabes, desde estas líneas que no dicen nada de mí, ni de ti.

Y dejó de escribir, cerró al cuaderno y bebió un largo trago. El cielo, el cielo de aquella habitación, se lleno de demonios. Sonrió, Nada mejor que una sonrisa para ahuyentar las amapolas en primavera. Cerró los ojos y los demonios se sentaron en sus parpados a esperar.

lunes, 6 de mayo de 2013

Tiempos difíciles


Si, estoy borracho. Si, estoy en el suelo porque he caído desde la acera. Pero eso no me quita claridad ante lo que sucede en nuestros días. Si, ahora es de noche, y recostado veo las estrellas. Es raro, convendrá conmigo, que tengamos un cielo tan claro en estos tiempos tan oscuros. No, no, no hace falta que me de la mano, no pienso levantarme. Demasiado tiempo caído como para  pensar en que es posible andar de manera perpendicular. Así estoy cómodo. Tumbado. Desde aquí le veo de manera majestuosa. Tiene dos estrellas sobre la cabeza. Yo debo parecerle un gusano, el peor de los gusanos, el más desagradable. Si, puede que sea por mi ropa, o por la saliva que hay en mi barbilla, o…pero usted está tan majestuoso, plantado ante mí, con esa mirada perdida. Cuando encendió el cigarrillo pude verle los ojos. Me duele un brazo. Caí sobre él, de costado, intentando amortiguar el golpe. El brazo derecho. Yo soy escritor, y borracho, claro. En ambas facetas dicen que no lo hago mal del todo, aunque últimamente solo me esté especializando en una. Cuando encendió el cigarrillo perdí el cielo. Las estrellas son tan hermosas. Las dos que tiene sobre la cabeza no paran de moverse de un lado al otro de la frente. En nuestros días las gentes lloran. Si, siempre se ha llorado, pero ahora parece que haya una cierta urgencia en que el llanto llene todos y cada uno de los rincones. Y el llanto crea lágrimas donde menos lo esperas. Y un borracho, como yo, no se da cuenta de que las aceras están llenas y resbala. Ya ve, tendido en el suelo por culpa del llanto de alguien que creyó. No importa en qué, simplemente creyó que era posible, que las cosas cambiarían, que…pero usted y yo sabemos que eso no es verdad, que nada cambia, si acaso el nombre de los borrachos. Pero no se impaciente, no hay prisa, no hay donde ir ni motivo para ello. Aquí, en esta calle, no pasan coches, podemos pasar la noche. Yo tumbado sobre estos cartones y usted fumando. A cada uno nos llevará la muerte por un motivo. Ella siempre encuentra un motivo, un lugar y un tiempo. La diferencia es que usted la verá venir y a mi tendrá que despertarme, y no se lo pondré fácil. Por lo demás debe de ser jueves, o viernes. El último trago me lo pagó una pelirroja. Hace tanto que no siento los labios de una mujer. El alcohol es una amante demasiado posesiva. Pero no baje de la acera. Sus zapatos están demasiado limpios para esta calle. En esta calle solo hay charcos, basura, y un borracho, que antes era yo, tumbado sobre uno de sus costados. Me duele el brazo, ¿se lo dije antes? Perdone si me repito, pero usted no dice nada, y solo yo he de hablar. No, no me importa, puedo estar hablando durante horas, pero entonces me repito. Entonces soy como un calendario que alguien olvidó en una habitación de un hotel abandonado. Repito una y otra vez los mismos días, las mismas semanas, los mismos meses y, al final, vuelvo al mismo año una y otra vez, envejeciendo solamente de aburrimiento. El aburrimiento envejece a las personas más que el tiempo. Un año, uno de los buenos, de esos que apenas caben en un año, nos devuelven un año; pero ay, un año de esos que no terminan nunca, de los que olvidan el nombre de los días y los relojes de arena están todos húmedos y apenas dejan caer los granos de vez en cuando, uno de esos convierte el más dulce de los imberbes en un anciano que se arrastra bajo los soportales con una botella de vino malo para olvidar, siempre es para olvidar, aunque casi nunca se consigue. Por eso me repito, porque es la condena de quien quiere olvidar. Puede que por eso también haya repetido las mujeres. Todas fueron diferentes y, sin embargo, todas fueron las mismas. Se repitió una y otra vez una mujer que no era para mí. Entonces no bebía, al menos no como ahora. No, no es culpa de ellas el estado en el que ahora estoy. Me duele el brazo ¿le dije ya?. Pero claro que le dije, me repito, no sé por qué, pero me repito. Pero las mujeres nunca se quedaron. Igual dio si eran jóvenes, o viejas, si estaban solas o llegaron ya con compañía, siempre volvía el día ese en que me decían adiós. Y claro que era culpa mía. Siempre es culpa mía. Me refiero a las mujeres, porque el estar tirado en esta calle solo fue por un resbalón, el llanto, ya sabe, demasiada gente llora en estos días. Y si a alguien sobrio y con buen equilibrio ya le es difícil mantener el equilibrio por estas calles, que le voy a contar de un borracho y de noche. Pero ¿ya se va? Comprendo, un borracho solo es buena compañía por un rato, y usted ya se fumó dos cigarros. La llama le ilumino los ojos. Si fuese una mujer le habría dicho un piropo sobre sus ojos, son lindos, pero no quiero malos entendidos. De todos modos al volver la esquina hay un bar ¿puede dejarme pagado un trago para luego?. Para luego, ahora me duele mucho el brazo, ya le dije, ahora estoy seguro que se lo dije, y quiero dormir un rato. Cuando despierte me dolerá el costado, tendré frío y el brazo medio dormido y, entonces, no habrá nada mejor que un trago para reponerme. Tenga cuidado, las aceras están demasiado mojadas. No le molesto más. Solo decirle que el bar está hacia el otro lado.

lunes, 15 de abril de 2013

Abril en mi espalda


Y de repente no había ni un solo camino ante mí. Cuando estaba a punto de echarme a llorar me dí cuenta. No era verdad, no habían desaparecido los caminos, era más sencillo, simplemente todo se había transformado en un único e inmenso camino, y dejé de escuchar la voces.
Me llamaron insolidario, pero no les escuché. Me llamaron arrogante, pero no les escuché. Y seguro que me llamaron muchas más cosas; pero un silencio que abarca desde los ojos a las manos no deja pasar el más mínimo sonido. Caminé. Sentía mis pies pisando la tierra húmeda. Sin ir a ningún lugar, caminé. Siempre se llega cuando no hay un motivo para ello. Ante mí el infinito y demasiado tiempo para recorrerlo. Llegué a uno de sus extremos y apoyé mi espalda sobre él. Nada. Sin descansar. Un camino infinito no necesita descanso, ni señales, ni más meta que la mecánica precisión de dos piernas.
Arrastrando mis pies para producir polvo, porque ni la muerte pasa por estas tierras, deambulé durante días bajo un sol rectilíneo que no dejaba de iluminar este infinito circular. Sin meses, sin estaciones, sin ninguna necesidad de ellas, y con la convicción de quien sabe que no está solo desde que no oye voces. Llegué a otro de sus extremos y sentí miedo. Nada. ¿Si no había nada en ninguno de sus extremos cuál sería mi final? Hace tanto que no anochece. Tanto tiempo que mi piel no siente el frío del invierno. Ayer, entre un momento sin tiempo y un recodo, me pareció ver que se habría un sendero a la izquierda y escuchar como un murmullo al fondo. Rápidamente cerré la puerta, y de nuevo el silencio reparador.
El infinito hay días en que parece que se contrae, que acabará por ser tan solo cuatro paredes y una ventana al este. Otros días el agua está a no más de treinta metros, pero mis piernas aun son jóvenes, o por lo menos engañan a mi cuerpo haciéndoselo creer. Y otros, estos son los peores, las voces parece como si quisieran abandonar todos y cada uno de los caminos donde viven y venirse a vivir a este camino sin límites donde solo mis pasos dejan alguna huella.
Bajo las persianas y me siento en el sofá, en mitad de este hermoso páramo. Debe de ser abril en algún sitio.

Y ahora escucha esto...

sábado, 6 de abril de 2013

La desaparición

No escribo más.  

                    o escribo más.

                                        cribo más.

                                                                         más.

                                                                                                                .

martes, 5 de marzo de 2013

Camino de seda.


Vuelve a estar sentado ante el cristal de la ventana. Es un trabajador incansable. Ahora comienza con otro. Nadie sabe cómo lo ha hecho, pero desde que ella no está construye caminos y puentes en el aire. Ayer lo intentó con uno aprovechando que el sol brillaba como nunca. No es difícil, se dice, un rayo por aquí, otro por allá, la forma indefinida de una curva donde pueda esconderse a descansar, una subida, no muy prolongada para que no se fatigue, un puente sobre un río donde pueda beber si la sed sale a su encuentro, y…de nuevo una duda. Puede que el sol queme sus pies, puede que…y el camino desaparece ante sus ojos y la recuerda de espaldas, marchando, a veces con aviones en su pelo, otras con trenes guardados en su bolso. Y cae una lágrima de sus ojos que guarda en un frasco que tiene en la cocina, junto a las especias, a medio llenar. Pero él sabe que es constante, que no importa cuantos caminos tenga que hacer, cuantos puentes tenga que levantar. Apoya la cabeza en el cristal y recuerda el del martes. Llovía, una lluvia fina cuya última gota fue de nuevo una lágrima. Ya casi lo tenía acabado, con lo difícil que es juntar gotas capaces de soportar el peso de un cuerpo, aunque sea el de ella, que apenas pesa lo que un suspiro. No imaginan como flotaba el camino sobre el horizonte, el reflejo plateado del puente detrás de unos árboles que no supo de donde salieron. Y, cuando se disponía a dar por terminada su obra, salió el sol. Golpeó contra la estructura del puente convirtiéndolo en lo más hermoso que se había visto nunca por estos sitios, y se lo tragó. Nada, solo una gota que fue a parar al frasco de la cocina. Ya está casi a mitad.
Él no sabe que ella, apoyada en el borde de una ventana, también teje caminos en el aire. A veces son de pétalos, normalmente de amapolas, flotando sobre un viento suave que trae el olor de su cuerpo. Otras, cuando no hay flores, porque un otoño que parece que nunca se irá se ha instalado en el tiempo y en su mirada, coge de la mano al frío y dibuja una vereda al lado de un río, luego un pájaro, solo uno, y le pone alas en la intención mandándolo en busca de un arco iris que junte el principio, donde apoya su primer pie, con un sueño, donde los labios de él sujetan a duras penas el final. Pero cierra la puerta de un armario pequeño de la cocina donde ella también guarda el final de cada camino.
Si ambos supieran, si alguien llegase a la puerta de cualquiera de los dos y les dijese, si…
Pero las lágrimas siguen durmiendo en tarros escondidos. Y ellos no saben que no hay material mejor para el asiento de un pie que una lágrima, no hay metal más duro para soportar un puente que una lágrima, no hay río que sacie mejor la sed que una lágrima. Y una lágrima será la que abra la puerta de su risa.



Este cuento me lo pidió alguien que me decía que tenía a una mujer lejos y la llevaba muy dentro de él. Regálaselo, porque los cuentos son de quien los usa, y dile "no dejes de soñar caminos que te traigan a mí, no lo hagas, porque yo estaré en uno de ellos, esperándote"

Y ahora escucha esto...

domingo, 17 de febrero de 2013

Te llenaré los ojos de sonrisas

Te llenaré los ojos de sonrisas
En un descuido.
Me esconderé en tu noche,
Y emboscado,
Tejeré estrellas con tu pelo.
Haré caminos en el viento
Para que esperen tus pasos,
Caminos de seda y silencio.
Caminos de regreso.
Guardaré en el armario del olvido
Las veces que no fuimos,
Junto con tantas horas sin minutos,
Junto a nombres que ya no pronuncio.
Te llenaré las manos de deseo,
Y te daré mi cuerpo.
Y tú me mirarás contando sueños.
Y tú me mirarás …como ahora miras.

Y ahora escucha esto...

miércoles, 30 de enero de 2013

Cuando se acabe el odio


Cuando se me acabe el odio, cuando en el lugar que ocupa no quede nada, se abrirán  ante mí campos inmensos donde poder cultivar. Ríos, que antes estaban poblados por la bilis, esperarán sin prisa las aguas de una primavera que asomará su cabeza entre la niebla para asegurarse que no queda nada de odio. Aves, las más hermosas aves mitológicas, se pasarán unas a otras el mensaje de unas tierras nuevas. Cuando la ira, que cada mañana llega a mi puerta empujada por el viento del oeste, busque otro camino por el que desgastar sus pies y mi alma. Cuando la ira comience a ser un recuerdo que no venga cada día a mi memoria. Entonces abriré las ventanas de mi casa, de par en par, romperé los cristales para que nada me encierre. Tomaré las semillas que hace años guardé, si soy capaz de recordar donde las puse. Tomaré alguno de los callos que tenía por si el día llegaba, y cavaré la tierra, sin importarme si algún día dará fruto. Cuando el rencor, que ha hecho de mi casa su morada, se vaya tras el odio y la ira, porque sin ellos no es nada, quedarán todas las habitaciones de mi casa vacías. Las pondré en alquiler, sé que al principio no será fácil; pero dicen que hay quien camina sin descanso buscando un lugar donde comenzar de nuevo. Y qué mejor sitio que donde habite el abandono.
Cuando al fin no sea más que lo que siempre he sido, sin disfraces, sin historias que nunca fueron mías, sin más equipaje que un pie puesto en el comienzo de cualquier sitio. Cuando al fin no sea más que hueso y piel, y un mar de posibilidades tan débil que ningún barco se atreva a zarpar entre mis aguas; entonces alargaré mi mano, sin prisa, sin pretensiones, notando el aire, por si una mano comienza el mismo camino.
Cuando se acabe el odio, justo en ese momento, mis ojos se volverán de todos los colores, mi boca se abrirá, por si hay algo que decir, y mis pies recordaran la técnica del camino. Sé que el odio no es infinito, sé que la ira no es capaz de acudir todos los días a su cita, y sé que el rencor es un viaje corto para el que no siempre hay billetes. Por eso entonces, si coincide que es primavera, puede que florezca algo entre mis labios. Quizás sea un beso.

domingo, 20 de enero de 2013

Camino a la locura: del color con que se miren.

- -         ¿Tú crees que el cielo que ahora tú y yo vemos es el mismo cielo para todos?
-         No lo sé, pero ¿quieres que juguemos a eso de si las cosas son según del color con que se miran?
-         No, hoy no, hoy me preocupa más como somos nosotros para las cosas.
Y dejando caer en la yerba el brazo que había levantado para señalar el cielo suspira. Sería casi imposible que un cielo tan limpio fuese ahora el mismo cielo para todos. Un pájaro cruza de este a oeste, y ambos piensan a la vez si forma parte del cielo o pasa por él con la misma indiferencia con la que ellos lo miran desde la yerba. Cuando el pájaro desaparece se restaura el anonimato y el silencio se deja caer desde la copa del árbol.
- Pero ¿tú crees que es el mismo?
- Ya sabes que yo hace tiempo que no creo en nada; pero puede que si, que sea el mismo, como es la misma la pobreza para todos, o la muerte, incluso la alegría, si hay días alegres. Este cielo mirará a los demás con la misma indiferencia con la que nos mira ahora a nosotros. Puede que para algunos tenga nubes, o sea un poco más oscuro, o este lleno de pájaros, a algún sitio iría el que antes pasó; pero será el mismo cielo impertérrito que mira desde hace siglos.
- Y así es que seremos lo mismo para el cielo, para la roca, para este mar que nunca acabe de llenarse, para el odio, que nunca acaba de comenzar. Seremos lo mismo para un viento que no para de dar vueltas sin encontrarnos, y para Caronte, cansado de transportar en su barca una y otra vez al mismo hombre; pero nosotros usaremos el color para mirarlos. Y hablaremos de un cielo imposible para un poema de amor, o de un odio que siempre está a dos pasos del amor, aunque amor y odio se rían de nosotros por los rincones. Y los más inteligentes, si se escucha lo que digan entre las risas de la inteligencia, nos dirán con las cosas que hemos de tener cuidado y con las que no, mientras las cosas seguirán jugando su partida de póker en cualquier bar de la frontera con Mexico. Y la noche no nos hará caso, nunca nos hace caso, nos dejará olvidados en esta yerba, tumbados, señalando un cielo que hace tiempo que no está.
- ¿Y el frío?, el frío que traigo cada mañana en mi mirada ¿será el mismo que otros arrastran en su boca, en sus manos, en su alma? Porque este frío no sabe de fronteras, ni de nombres, ni de sexo.
Y extendiendo su mano tocó la de su amigo. Se cruzaron sus miradas apenas un segundo, no más, lo justo para que al volver a mirar hacia arriba el cielo se hubiese marchado. En su lugar un pájaro inmenso, con las alas abiertas, cubría cuanto la vista de ambos podía abarcar. Dos nubes volaban bajo por entre las patas de animal, mientras un viento suave movía sus plumas y dos ojos negros estaban clavados en ellos.
Se miraron, sabían ambos que era como un bucle que no tenía fin y uno de ellos dijo:
- ¿tú crees que este pájaro que ahora tú y yo vemos es el mismo pájaro para todos?

Se me acabó el llanto


Se me acabó el llanto. Incluso el que compré en rebajas y ya sabía que no daría para mucho. Se acabó esa pose en que entorno los ojos y pienso en lo desgraciada que soy, mientras fumo un cigarro frente a un amanecer que trae la carta de un muerto. Si intento caminar por el cementerio del tiempo, ayer, sin ir más lejos, eran tres vasos pequeños llenos de un líquido rojizo, anteayer unas frases hechas que encontré entre miles de frases que nunca han sido mías ni lo serán, hace apenas un año el llanto.
Se acabó el llanto como se acaba la lluvia en las tormentas de verano, de golpe, sin aviso, como si un sol impenitente no diese más opción, y mis ojos se han quedado secos. Yo todavía habría llorado unos días más, aunque solo fuese por esconderme un tiempo. Y habría buscado un par de canciones sobre las que subirme como si fuesen un Pegaso, aunque casi nunca me han levantado ni un milímetro del suelo. O habría inventado unos cuantos nombres para conseguir llamar a las cosas por el suyo; pero no siempre salen las cosas como una espera. Se acabó el llanto de golpe entre un montón de carcajadas. A él le gustaba mi sonrisa, yo jamás le dije que me gustase la suya; puede que por eso yo haya llorado y él siga sonriendo.
Se acabó el llanto y al marcharse dejó la puerta abierta. No negaré que tuve miedo, podría entrar cualquiera, o salir lo poco que quedaba de mí. Aun hoy, incluso cuando los tres cerrojos están cerrados, tengo miedo del viento que se cuela entre las rendijas. Pero enero está acabando, apenas toso ya, y febrero traerá, comos siempre, un zurrón del que se verán brotar algunos tallos y una azada para comenzar a plantar la primavera en cualquier descuido.
Me asomo a la ventana, siento el aire fresco, le doy una última calada a mi cigarro y noto como baja una lágrima por mi mejilla. No sé por cuál de ellos es, no sé si es por mi, no sé si es la última, y finalmente cae, se acabó el llanto.

y ahora escucha esto...

jueves, 3 de enero de 2013

Escribía al norte del círculo polar

Escribía al norte del círculo polar, sobre un tejado lleno de gatos, donde la luna se cambiaba de ropa cada mañana. Escribía por puro aburrimiento, por desidia, porque había olvidado para que más servían sus manos, ni sus ojos, ni su vida. Él miraba como se movían sus dedos mientras miles de flores tomaban el primer tren para el sur. A veces acariciaba alguno de los gatos, por orden, como si una mecánica intención se apoderase de su voluntad. Y su voluntad luchaba sin descanso por no caer de aquel tejado lleno de hielo y ausencias. Enero no trajo el calor, ni febrero, y él seguía moviendo sus dedos sobre las teclas de aquella vieja máquina Olivetti que hacia ya mucho que no tenía tinta. Y escribió un poema que halaba de ella. Y no fue capaz de recordar quién era ella. Luego escribió un relato sobre una selva, sobre un desierto, sobre un entierro en el que se olvidaron del muerto, y sobre un muerto. Escribía mas allá del norte del círculo polar por obligación. Él hubiese preferido sembrar trigo para que los pájaros se comiesen las semillas. Y hubiese dibujado unos cuantos, no más de diez o doce. Con las alas pequeñas, para que no levantasen mucho viento. Con las alas pequeñas. O montar un bar, justo en medio del hielo, un bar donde nunca entraría nadie y el podría dedicarse cada día, a partir de las ocho, nunca abriría antes de las ocho, a escribir un relato donde un hombre estuviese subido a un tejado rodeado de gatos. Pero el trigo nunca creció bien en aquellas tierras, ni los pájaros volaban tan bajo, ni ella llegaría tan lejos buscándolo. Una mujer, por fría que sea, nunca iría tan lejos a buscar a un hombre como él. Hasta el mismo círculo polar puede, pero más al norte nunca, nunca. Por eso él había días en que se ponía de pie, sobre la punta de sus dedos, y, poniendo una mano a modo de visera sobre sus ojos, miraba a lo lejos, por si podía sentir el olor de un cuerpo. Pero era abril, y en abril el viento sopla en contra. Aquí siempre sopla en contra el viento.
Y la luna, vestida de gala, le tiende la mano. Durante seis meses se pueden bailar muchos tangos. Acabó un poema sobre el amor no sin cierta dificultad, hace años que la “r” no marcaba bien en la Olivetti. Y se puso a bailar abrazado a la luna sobre las tejas. Si ahora llegase ella, pensó, cómo le explicaría que estaba bailando con aquella mujer. Pero la luna siempre ha sido una gran bailarina y le hizo olvidar sus miedos.
Escribía al norte de cualquier sitio. Hoy del círculo polar, ayer al norte de su suerte, justo en medio de su desgracia, hace un mes, o un año, porque el frío hace perder el sentido del tiempo, recuerda haber escrito al norte de la memoria; pero ya no lo recuerda. Hizo un epitafio hace tiempo pero lo olvidó en algún lugar, y la muerte no es capaz de encontrarlo. Y no irá a por él hasta que lo encuentre, porque una muerte en soledad no es nada sin que alguien, aunque sea ella, lea unas palabras. Y cuando amanezca, y la sombra de él y de ella, en un tango infinito, se extienda hasta el ecuador, ¿Quién ordenara que cese la música? ¿Qué los gatos vuelvan al tejado y sus dedos a las teclas?. Pero eso ahora no le preocupa, pone su cabeza sobre el hombro de la luna, apartando su trenza, y baila, baila sin descanso para no tener que escribir esta noche sobre un campo de trigo que nadie cultiva.

Y ahora escucha esto...

Sueño

Sueño