La prisión no tiene puertas, ni ventanas. Ni
grandes barrotes. La prisión deja entrar el sol, y correr el aire que, en días
de prisa, se convierte en viento. La prisión no tiene normas más allá de las
que están escritas en algunos libros. La prisión solo tiene un carcelero
impasible que cada día, sobre las seis y media de la mañana, viene a
despertarme. No hay saludos, no hay palabras, no hay carcelero. Me lleva ante
el espejo y disimula, mirando por la ventana inexistente, mientras espera. Ya
hace tiempo que no lloro, como mucho limpio mis ojos y ajusto mis gafas a la
realidad. La prisión llena el espacio con cuartos y olor a café que nunca lo
es. Pone escaleras, dibuja calles para que mis pasos no resuenen a muerte en un
vacío en el que sería todo innecesario salvo una sonrisa en una esquina,
probablemente mirando al oeste. Y el tiempo, pone tiempo que saltaría sobre mis
hombros y acabaría conmigo en apenas segundos si no fuese por la capacidad del
carcelero para distraerme. La prisión solo tiene un preso, con eso basta. A
menudo me cruzo con otros presos y presas que hablan de puertas de acero
infranqueables, de altos muros que terminan justo unos metros más allá de donde
alcanza la vista, de horarios inasumibles donde la rutina se alimenta como si
la gula fuese su única finalidad. Mi prisión no, la mía es campo abierto. El
muro más alto es el muro de mis miedos. Las puertas más recias tienen que ver
con mi incapacidad. Y la rutina no es más que la uña de la mano derecha de mi
carcelero. El resto de sus uñas, el resto de sus manos, harían temblar de miedo
a los jueces que un día le dieron el trabajo. Del resto del cuerpo no puedo
decir nada, ni existen adjetivos o sustantivos que se adecúen a él, ni he sido
nunca capaz de levantar mi vista más allá de sus manos, cuando cada mañana
tocan en mi hombro y me despiertan. No, no tengo quejas de mi carcelero, ni de
mis jueces, siquiera de las visitas que nunca tengo. Oigo a los otros presos
quejarse. Algunos quedamente, como si los susurros pudiesen viajar por el cemento
y el hierro de sus prisiones hasta sus carceleros y eso les aterrase. Otros a
gritos, incluso con aspavientos, conscientes de que su cárcel es de tal
composición que nunca llegarán sus lamentos a oídos de sus guardianes. Yo no,
yo prefiero mirar al este. Nacen amapolas entre los rayos del sol. Y van
llenando el cielo a su paso de segundos que el carcelero va guardando con
cuidado en su zurrón. Hora de apagar las luces, y cientos de interruptores
suenan con un clic parecido a un orfeón de grillos en mi ciudad, en todas las
ciudades. En mi prisión simplemente las amapolas caen suavemente hasta
convertir el cielo en un manto rojo y el sol aprovecha el momento para entregar
el parte del día al carcelero. Me acuesto. Mientras pienso en la posibilidad de
fugarme el carcelero revuelve en unos papeles que siempre lleva en una carpeta
en su zurrón. Veamos, la “S”, le escucho mientras el ruido a papel se asemeja
demasiado al que hacen las olas en los días en que mi prisión llega hasta el
mar. Si, dice, aquí está “sueño”, y nunca es un mundo al que puedo escapar, es
simplemente la oscuridad, el silencio, la ausencia, y ambos nos dejamos llevar
hasta mañana.