La tierra está seca. Arde. El calor
se ha dormido sobre ella y no hay nada capaz de crecer. Quemó las semillas del
trigo, y las manos de padre. Los callos se le derritieron pegados al mango de
la azada. Se le nublaron los ojos de mirar al cielo esperando alguna nube y no
ver más que un sol de fuego. El año pasado no fue mejor, pero al menos llovió
unos días, los suficientes para no pasar más que al hambre preciso, el
mentiroso, el que nos dijo al oído que el año que viene sería mejor. Nos engañó.
Como nos han estado engañando cada año las promesas de los políticos, cuando
nos dijeron que harían una acequia desde el pantano que está en Pozohondo hasta
nuestra comarca. Las promesas de nuestros políticos son como las pocas nubes
que pasan estos días por nuestro cielo, yermas. El año pasado los surcos
hicieron que la tierra pareciese llena de heridas rectas e interminables. Cientos
de surcos en los que apenas brotaron algunas pocas semillas. Surcos que fueron comiéndose
poco a poco las carnes de Lucas, el caballo de padre. Murió antes de acabar el
bancal que está justo debajo de la higuera. Padre lo escuchaba respirar con
dificultad, pero no más de cómo respiraba padre y el perro. De pronto, Lucas,
se paró en seco. Le salieron de las narices como dos lenguas de fuego, o eso le
pareció a padre, y se desplomo, todo lo largo y flaco que era, justo entre el
surco que estaba labrando y el que había labrado antes. Padre lo miro unos
minutos. Perro dio dos o tres vueltas a su alrededor, pero sin acercársele
mucho. A padre le temblaron los labios, pero apenas nada. Y desató los arreos y
nos dijo que nos llevásemos a perro. Enterró a Lucas bajo la higuera. Cogió la
azada y acabó da cavar aquel último caballón. Madre le gritaba que lo dejase,
que no valía la pena. Pero padre no escuchaba. Golpeaba una y otra vez aquella
tierra de mármol que solo le devolvía un sonido metálico que lo llenaba todo. Le
sangraron las manos. Dos días las tuvo metidas en agua y sal porque abuela dijo
que eso era bueno. Pero este año es diferente. Este año padre no ha empezado
siquiera a preparar la tierra. Se levanta y va a sentarse bajo la higuera. Madre
lo miraba los primeros días desde la ventana de la cocina. Incluso hablaba con
él. Ahora ya no, ahora solo lo mira. Hace una semana vino el dueño de las
tierras, aunque no sabemos si en verdad son de él. Se llama Alberto, y nunca
hemos sabido que tuviese tierras; pero apareció con un papel que lo autorizaba
a decirnos que o pagábamos el alquiler antes de dos semanas o nos tendríamos que
ir. Creemos que las tierras son de algún rico de los que viven en la ciudad y
no tienen ni idea de lo que es un terrón, o un caballo flaco, o el cuarteo que
se ha quedado a vivir en los campos, en las manos de padre, en el corazón de
madre; pero eso no se lo podremos explicar nunca porque nunca viene por aquí,
manda a Alberto, que tampoco sabe nada de eso pero le sale muy bien el trabajo
de perro bien alimentado. Desde hace dos días padre se lleva la escopeta cuando
va a sentarse debajo de la higuera, y yo le pregunto a madre, porque al pasar
cerca para ir al colegio puedo verlo, y a la vuelta sigue allí, que por qué
llora padre cuando está sentado. Madre dice que es porque se acuerda de Lucas,
abuela que es porque la tierra se ha muerto, y a los muertos siempre hay que
llorarles un poquito. Yo creo que padre llora porque sabe que ya solo le queda la
escopeta para poder labrar la tierra con dignidad.