"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

sábado, 4 de febrero de 2012

El día en que no acudió el destino.


-         Mama ¿dónde está el balón?, dijo Juan con una voz de un niño de no más de cinco años.
-         En el cesto. Le contestó su madre, con una voz diferente, pero cargada de ternura.

Puede que aquello fuese una premonición. Ya se que es un juego fácil unir la palabra “balón” y la palabra “cesto”; pero a veces las cosas son así de fáciles. Puede que también ayudase las estatura de sus padres, una madre demasiado alta para aquellos años sesenta, y un padre que a menudo se agachaba para pasar por las puertas; pero lo cierto es que Juan, con apenas cinco años, tuvo como una visión y tomó una decisión firme “seré jugador de baloncesto”. Y así empezó su periplo.
Primero le hizo poner una canasta a su padre en el corral de la casa, clavada en la pared lateral del garaje, y pinto una raya al lado. Medía su altura cada mes e iba subiendo la canasta. A los nueve años la pared ya mostraba la altura de un niño de catorce, y al lado de cada raya unos agujeros que daban fe de los movimientos de la canasta; pero en su colegio se jugaba al futbol.
Juan podría haberse negado pero le encantaba el deporte. Buen delantero centro, buen rematador de cabeza. De alevines a infantil, y con una clara proyección para los juveniles con posibilidades de que algún equipo de la provincia viniese a buscarlo.
Y cada tarde, al menos, una hora de canastas. Gancho con la derecha, mate a dos manos, salto imposible y con cuidado de no darse en la rama del árbol. Tendré que hablar con papa para que la corte, pero se estima tanto su limonero.
A los trece años recién cumplidos ya cogía la pelota de baloncesto con una sola mano. La pasaba entre las piernas, la hacía rodar en cualquiera de los dedos de las dos manos. Era capaz de encestar limpiamente desde más de ocho metros con una efectividad del noventa por cien, y “pichichi” en la liga infantil de futbol con más de seis goles de diferencia con el segundo.
Pero él cada vez que saltaba para rematar un balón de cabeza cerraba los ojos y se veía volando hacia la canasta, por encima de un enjambre de brazos incapaces de detenerlo. Cuando escucha los gritos de alegría por el gol, y todavía con los ojos cerrados, se imaginaba agarrado al aro, con ambas manos, y las piernas abiertas, mientras el balón caía por dentro de la cesta y subían dos nuevos tantos al marcador.
“El delantero más alto de la historia del nuestro equipo” titulo un artículo un famoso periodista de la capital. Y así era, dos metros seis centímetros, y seguro que podría haber medido más si hubiese llevado un entrenamiento específico para el baloncesto; pero los entrenamientos de futbol para aumentar su rapidez y su potencia de piernas seguramente le robaron un par de centímetros.
Seis años como delantero centro, unos ingresos que le permitirían vivir más que holgadamente el resto de su vida y enviar a colegios caros a sus hijos y, sin embargo, cada mañana, al llegar al entrenamiento sus ojos estaban rojos. Luis, el último entrenador que tuvo nunca se atrevió a decirle nada pero siempre sospecho algo relacionado con las drogas, aunque le extrañaba que no se notara en su rendimiento. Acabó su carrera como profesional del futbol el mismo año que en su pueblo se creaba el primer equipo de baloncesto. Escuchó la noticia en la radio mientras metía un mate en la canasta que había puesto en la pared del garaje de su chalet, a las afueras de la capital. Estuvo a punto de fallarlo.


Para "Promesas de Antioquía", aunque no lo parezca aquí tienes un cuento de baloncesto.

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