"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 3 de enero de 2013

Escribía al norte del círculo polar

Escribía al norte del círculo polar, sobre un tejado lleno de gatos, donde la luna se cambiaba de ropa cada mañana. Escribía por puro aburrimiento, por desidia, porque había olvidado para que más servían sus manos, ni sus ojos, ni su vida. Él miraba como se movían sus dedos mientras miles de flores tomaban el primer tren para el sur. A veces acariciaba alguno de los gatos, por orden, como si una mecánica intención se apoderase de su voluntad. Y su voluntad luchaba sin descanso por no caer de aquel tejado lleno de hielo y ausencias. Enero no trajo el calor, ni febrero, y él seguía moviendo sus dedos sobre las teclas de aquella vieja máquina Olivetti que hacia ya mucho que no tenía tinta. Y escribió un poema que halaba de ella. Y no fue capaz de recordar quién era ella. Luego escribió un relato sobre una selva, sobre un desierto, sobre un entierro en el que se olvidaron del muerto, y sobre un muerto. Escribía mas allá del norte del círculo polar por obligación. Él hubiese preferido sembrar trigo para que los pájaros se comiesen las semillas. Y hubiese dibujado unos cuantos, no más de diez o doce. Con las alas pequeñas, para que no levantasen mucho viento. Con las alas pequeñas. O montar un bar, justo en medio del hielo, un bar donde nunca entraría nadie y el podría dedicarse cada día, a partir de las ocho, nunca abriría antes de las ocho, a escribir un relato donde un hombre estuviese subido a un tejado rodeado de gatos. Pero el trigo nunca creció bien en aquellas tierras, ni los pájaros volaban tan bajo, ni ella llegaría tan lejos buscándolo. Una mujer, por fría que sea, nunca iría tan lejos a buscar a un hombre como él. Hasta el mismo círculo polar puede, pero más al norte nunca, nunca. Por eso él había días en que se ponía de pie, sobre la punta de sus dedos, y, poniendo una mano a modo de visera sobre sus ojos, miraba a lo lejos, por si podía sentir el olor de un cuerpo. Pero era abril, y en abril el viento sopla en contra. Aquí siempre sopla en contra el viento.
Y la luna, vestida de gala, le tiende la mano. Durante seis meses se pueden bailar muchos tangos. Acabó un poema sobre el amor no sin cierta dificultad, hace años que la “r” no marcaba bien en la Olivetti. Y se puso a bailar abrazado a la luna sobre las tejas. Si ahora llegase ella, pensó, cómo le explicaría que estaba bailando con aquella mujer. Pero la luna siempre ha sido una gran bailarina y le hizo olvidar sus miedos.
Escribía al norte de cualquier sitio. Hoy del círculo polar, ayer al norte de su suerte, justo en medio de su desgracia, hace un mes, o un año, porque el frío hace perder el sentido del tiempo, recuerda haber escrito al norte de la memoria; pero ya no lo recuerda. Hizo un epitafio hace tiempo pero lo olvidó en algún lugar, y la muerte no es capaz de encontrarlo. Y no irá a por él hasta que lo encuentre, porque una muerte en soledad no es nada sin que alguien, aunque sea ella, lea unas palabras. Y cuando amanezca, y la sombra de él y de ella, en un tango infinito, se extienda hasta el ecuador, ¿Quién ordenara que cese la música? ¿Qué los gatos vuelvan al tejado y sus dedos a las teclas?. Pero eso ahora no le preocupa, pone su cabeza sobre el hombro de la luna, apartando su trenza, y baila, baila sin descanso para no tener que escribir esta noche sobre un campo de trigo que nadie cultiva.

Y ahora escucha esto...

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