Toda la
noche, toda la puta noche para fabricarlo. Sueño, delirio, insomnio, unos
cuantos cigarros, mal sabor de boca, paseos hasta la ventana para mirar el
cielo “hoy tampoco lloverá”, y de vuelta al trabajo. La forma, el peso, el sabor, la curva
indefinida de uno de sus extremos, el color, siempre el maldito color que nunca
atino a la primera. Un momento de descuido, solo uno, y se cierran mis ojos. Despertar
angustiado, “no llegaré a tiempo”, y de vuelta al trabajo, una mano de pintura,
esperar, un cigarro más, dentro de unos años dejo de fumar, lo toco con el dedo
con cuidado, aún no está seco. Viaje a la cocina, el cazo, el fuego, el tiempo,
siempre el tiempo en todas partes, como un jueves estúpido que no encuentra su
lugar nunca. Un café. Mirarlo desde lejos mientras sigue secándose, “no parece
que vaya a quedar mal, no”. Un nuevo sorbo, una nueva bocanada, humo que se
pierde en el infinito y humo que se pierde en mis pulmones, debe de ser febrero
en algún sitio. Segunda pasada de pintura y va cogiendo color. Tengo que
esforzarme para no probarlo. Pienso en nada, en el trabajo, pienso en los
amigos y en los enemigos, no encuentro diferencia, pienso, dejo de pensar y
juego con una pelota pequeña entre mis manos. Una señorita se columpia sin descanso
esperando que se agote una pila de la que nadie se acuerda. Noche cerrada
todavía, llegaré a tiempo, seguro. Lo tomo entre mis manos, lo miro a
contraluz, lo pongo justo debajo de la lámpara y lo voy girando mientras busco
algún fallo, alguna zona sin pintar, algún minúsculo espacio donde se me haya
olvidado darle la forma adecuada. Nada, el proyecto perfecto de un loco que no
tiene manera de encontrar la locura. El horno a ciento ochenta grados, la
bandeja con una curva producto del mucho uso, adentro. Darle la vuelta a la
bandeja cada diez minutos para que se cueza por igual por todos los lados. Es febrero
en Venezuela, seguro. Están abriendo las puertas de la noche y no tardarán en
colarse cientos de indiscretos. Las calles se llenarán de arrastres silenciosos
y sombras en busca de un sol que las defina. Cuatro minutos y estará listo.
Listo. Toda
la noche, toda la puta noche para fabricar un beso, el mejor de mis besos, y
ahora aquí está, sobre la mesa, sin una boca donde dejarlo, sin unos labios
donde un abismo de lujuria lo llame sin remedio. Lloraría, lloraría si no fuese
porque sé que un beso no me cuesta más de una noche de trabajo, pero una lágrima,
¡ah!, una lágrima puede llevarme al menos cuatro noches, y quizás el coste de
un par de besos.
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