Sigue hablando, hace
mucho que habla, casi me parecen siglos, y no entiendo nada de lo que dice.
Tampoco le presto mucha atención. A nuestro lado pasa una mujer rubia, la sigo
con al mirada, casi me obliga a volver la cara cuando una nueva inflexión en su
voz y un gesto más, uno que de nuevo es exagerado para el tema del que me
habla, me obliga a mantener la mirada fija en él. Seguro que cuando se produzca
otro in pass en el que podré desviar la mirada la mujer ya habrá doblado por la
esquina. Me hacía ilusión verla por detrás, sentirla alejarse mientras pensaba
que sería mucho más divertido caminar detrás de ella que continuar con esta conversación.
No sé porqué llamo conversación a esto, él habla sin cesar, y cada vez que
intento entrar yo en la conversación sube el tono, acelera la voz, y de nuevo
me quedo fuera. No tengo mayor interés, salvo el de convertir esto en algo
dinámico, en algo donde los dos nos repartamos el tiempo de decir estupideces,
porque eso es lo que decimos, lo que dice él, de manera más justa. Siquiera
estaba pensando en un cincuenta cincuenta, me bastaría un ochenta veinte,
incluso estaría dispuesto a aguantar mucho más tiempo este monólogo con un
noventa diez; pero ni tan siquiera puedo pensar, me obliga una y otra vez a
seguir su discurso. Claro que no me obliga físicamente, ni con llamadas a mi
atención del tipo “¿me entiendes?”, simplemente no deja de hablar, y da un
énfasis a cada cosa que dice como si fuese realmente algo trascendente, algo
que a mí me importara lo más mínimo. Yo ya hace tiempo que sé que se habla a si
mismo. Podría hacerlo ante un espejo, no cambiaría nada con respecto a mí, al
menos con respecto a como yo me siento; pero necesita saber que se escucha a
través de otro. En más de una ocasión he estado tentado de decirle que no me
importa en absoluto nada de lo que me dice, nada, siquiera cuando habla de
cosas intrascendentes que soporto con cierta estoicidad al resto de la gente, y
que en él se convierten en tediosas, en odiosas. En lugar de eso vuelvo a
maldecir en silencio, una vez más, mi buena educación, por un momento temo que
no calle nunca, que me vea sentado en esta silla, frente a él, por un espacio
de tiempo donde el tiempo no tendrá sentido. Envejeceré, no veré crecer a mis
hijos, nunca más haré el amor con mi mujer, seguramente no enfermaré, nada, con
tal de acabar mis días en aquella silla y escuchándole hablar si parar. Noto un
agota de sudor bajar por mi frente. Si, es verano y hace calor; pero creo que
es una gota de miedo. Necesito que alguien me rescate de aquella situación,
necesito un respiro, aunque sea escuchando el monólogo de otra persona. No seré
capaz de resistir mucho más, caeré desmayado, al suelo, en medio de aquel bar.
Se acercarán a mí, pegarán su oreja a mis labios porque intentaré susurrar
algo. Y cuando escuchen, casi sin fuerza, de mis labios “necesito huir de
aquí”, no entenderán porqué lo digo y llamarán a gritos a un médico. Sigue
moviendo los brazos, sus ojos no dejan de brillar, su voz aumenta de tono y de
rapidez, puede que me encuentre ante el cénit de su aburrido monólogo, puede
que de repente diga algo parecido a “y esto es todo”, y yo pueda levantarme de aquella
silla y coger el camino a mi casa, puede. Pero no es así, de nuevo baja el
tono, sus brazos se apoyan en la mesa, mira por un instante al techo y continua
con una voz suave, como si me estuviese contando un secreto que no han de oír
en las mesas de al lado. No puedo más, de verdad que no puedo más, noto al
límite mi buena educación, mis piernas se mueven nerviosas pidiéndome a gritos
que me levanta y huya de allí corriendo. No importa si parezco el más terrible
de los cobardes o el peor de los maleducados, pero necesito salir de aquella
situación que no sé cómo me atrapó. La mujer rubia vuelve. Esta vez no importa
lo que me diga, cual sea su tono de voz o lo mucho que gesticule, me he hecho
el firme propósito de seguirla hasta que desaparezca por la primera esquina.
Necesito ese descanso. Y cuando creo que lo voy a conseguir, cuando mi vista ya
ve el lateral de la mujer y no tardará mucho en verla totalmente de espaldas,
caminando resuelta, sin miedo a que una conversación donde nunca participo la
atrape, me coge del brazo y no tengo más remedio que volver la cabeza y mirarlo
a los ojos. Afirmo con la cabeza, es lo único que quería de mí; pero cuando
vuelvo la cara ya no está. Dos veces, dos veces se me ha escapado la
posibilidad de huir de allí por unos instantes. De repente un silencio. Me
remuevo inquieto en la silla, enciendo un cigarro, tiemblo, tengo miedo; pero
el silencio continúa un poco más. Es el momento, me digo, y lo hago. “Se me
hace tarde, he de irme”, y acompaño esa frase levantando mi cuerpo de la silla
y extendiendo mi mano. No hay lugar a malinterpretar nada, quiero irme, he de
irme. Todavía hace un par de intentos pero son vanos. Mi postura, mi decisión,
mis piernas comenzando a caminar hacia la puerta del bar no dejan lugar a
dudas. Salgo afuera, el aire da en mi cara y lo siento como si solo eso fuese
lo que tantas veces han intentado definir como la libertad. Sé que habrá más
monólogos de estos, y que volveré a sentirme igual; pero mi suerte nunca ha
sido tan mala, por eso al girar la primera esquina sale la mujer rubia de una
de las tiendas y camina delante de mí, a unos treinta metros. Me siento feliz,
camino en silencio, en un silencio que todavía me es casi doloroso. No sé dónde
voy, seguiré a esa mujer durante unos minutos y luego tomaré el camino a casa.
El camino a casa.
"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"
martes, 24 de abril de 2018
sábado, 7 de abril de 2018
RETRATO (ejercicio)
A menudo
las clases nocturnas me son aburridas. En este curso me apunté, esperando poder
huir de un fracaso en una tormentosa relación, “Taller de escritura”, y me
apeteció probar. A mi nunca se me dio mal del todo la escritura, pero me faltó
ese punto de fluidez y genio. No hablo del gran genio, sólo del preciso para
que lo escrito sorprenda un poco.
Aquella
noche el profesor entró acompañado de quien luego nos presentó como Ana. El
ejercicio de aquel día consistiría en algo tan sencillo, o no, como
describirla. Sin mucha ilusión, me cansan las descripciones, me puse a ello.
Sus ojos,
escribí, son de color azul, de un azul claro e intenso que no puede dejar de
recordarnos a esos cielos claros y limpios de principios del verano, esos
cielos en los que (más o menos en este punto fue cuando noté aquel pequeño nudo
en el estómago y una leve sensación de nausea) a fuerza de limpieza uno echa en
falta alguna que otra nube, o un pájaro cruzándolo sin destino. En esos cielos
uno reconoce la muerte, o para no ser trágico la falta de vida. Sus labios
están perfectamente perfilados en un suave tono rosa. Ni un milímetro queda sin
cubrir por esa línea que los encierra en una cárcel de deseo. Cuanto echarán de
menos la libertad del beso que devora ansias y la pintura de labios. Hoy –anoto
al margen- nadie debió de besarla ya que siguen intactos. Me alejo de su rostro
que ya casi nada me dice, en todo caso me habla de arquitectura, de líneas y
mármol, pero apenas de carne. Me centro en su figura, en aquello que deberían
decirme las formas, las curvas, y no me dicen. No hay ni un solo saliente que
no responda a lo que se espera de ellos. Unos pechos redondos trazados con el
compás de la moda, unas caderas que apenas servirían de petit déjeneur a
Rubens, o unas piernas largas y torneadas donde músculos y huesos han dado paso
a diseño y frialdad. En conjunto diría que no es una mujer, que no despierta en
mí ni deseo ni pena, ni cariño ni odio, diría que mirándola de arriba a abajo,
y de este a oeste, no vale la pena perder el tiempo de la mirada.

miércoles, 4 de abril de 2018
VOLVÍ
Anoche
volví del país en donde llueven sombras. He de reconocer que no fue un buen
viaje, ni los compañeros de viaje fueron los mejores. Allí dejé alguna de las
pieles que guardaba para tiempos peores, aunque puede que estos hayan sido
tiempos peores. Allí, cuando deja de llover, se instaura el tiempo del llanto,
y las lágrimas de los miles de pobladores caen, sin descanso, formando pequeños
riachuelos que convergen con otros riachuelos hasta formar un ancho río, que
junto con otros, van a dar a uno de los mares más grandes que existen. Allí lo
llaman el mar de los deseos, aquel que forman los cientos de lágrimas
derramadas por no poder cumplir deseos. No existe la noche, porque difícilmente
puede existir donde no hay día; pero se da una tenue claridad que lo convierte
todo en sombras, a las que son y a las que no. Y allí, sólo allí, es uno de los
pocos sitios donde no se da la muerte, y es fácil adivinar el porqué: porque
allí no se da la vida.
lunes, 2 de abril de 2018
MUERTE DE UN AMIGO
Es increíble,
realmente increíble, la sensación que se tiene. Uno esta aquí, habla, respira;
pero no puede evitar un ramalazo de allí. ¿Donde?, vete a saber. De pronto, o
lentamente, según los casos, se va enturbiando la vista, se tiene una sensación
de vértigo; no es que yo haya muerto, no, pero un amigo mío si, murió hace cosa
de un mes. Entonces se siente algo frío aquí, y va subiendo hasta cubrirlo
todo, la habitación se va llenando de ventanas y, sin embargo, la luz apenas
llega a los ojos. Es ese momento en que uno estira el brazo y con la mano palpa
el aire, la mueve y la siente sin peso, libre; pero siempre hay alguien que la
atenaza creyendo que es eso lo que busca. Entonces el moribundo pregunta
“¿Estáis ahí?”, y cuando le contestan se alegra porque cree que todos han
muerto con él.
En esos
trances uno puede llegar a ver un gato, o una amapola, o un cura polaco, según
los gustos o frustraciones de cada uno. Los demás no ven nada, se limitan a
mirar hacia ningún sitio, con su estudiada pose de “cuanto lo siento”. Es
entonces cuando llega ese que dice “os habéis enterado que...”, y mientras el
moribundo habla con el cura polaco, no puede evitar oír un rumor de voces que
llega de la habitación contigua. Abre los ojos de golpe y pregunta “¿Dónde ha
ido el cura polaco?” (otros preguntan por un gato o por una amapola, según los
casos), entonces todos le miran, y algunos, entre sollozos, oyen al médico
decir que ya desvaría. Con lo fácil que sería decirle “ha ido a por tabaco,
ahora vuelve”. Pero no, nadie contesta, y el moribundo se siente desposeído de
su sensación de cosmopolita, recuerda que solo habla español y se niega a
hablarlo.
“¿Estoy bien
peinado?”, no es que al moribundo le importe mucho, pero no puede soportar ver
tanta gente sin hacer nada, y exclama “!ay, madre mía, madre mía¡, dicen “llama
a su madre”, si, la llama, porque cuando era niño era su madre la que decía
“Venga, ahora ir a vuestra casa que ha de dormir”, y sus amigos se iban; pero
eran sus amigos y sin embargo estos no son sus amigos y se quedan. “Velándole”,
dicen ellos, “Desvelándome” dice el moribundo que quisiera dormir y no puede.
En cierto
momento entra uno y dice a los demás “se ha muerto Juan”, y el moribundo no
puede dejar de pensar “Se me ha muerto un amigo”.
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Sueño
