"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 24 de abril de 2018

Monólogo.



Sigue hablando, hace mucho que habla, casi me parecen siglos, y no entiendo nada de lo que dice. Tampoco le presto mucha atención. A nuestro lado pasa una mujer rubia, la sigo con al mirada, casi me obliga a volver la cara cuando una nueva inflexión en su voz y un gesto más, uno que de nuevo es exagerado para el tema del que me habla, me obliga a mantener la mirada fija en él. Seguro que cuando se produzca otro in pass en el que podré desviar la mirada la mujer ya habrá doblado por la esquina. Me hacía ilusión verla por detrás, sentirla alejarse mientras pensaba que sería mucho más divertido caminar detrás de ella que continuar con esta conversación. No sé porqué llamo conversación a esto, él habla sin cesar, y cada vez que intento entrar yo en la conversación sube el tono, acelera la voz, y de nuevo me quedo fuera. No tengo mayor interés, salvo el de convertir esto en algo dinámico, en algo donde los dos nos repartamos el tiempo de decir estupideces, porque eso es lo que decimos, lo que dice él, de manera más justa. Siquiera estaba pensando en un cincuenta cincuenta, me bastaría un ochenta veinte, incluso estaría dispuesto a aguantar mucho más tiempo este monólogo con un noventa diez; pero ni tan siquiera puedo pensar, me obliga una y otra vez a seguir su discurso. Claro que no me obliga físicamente, ni con llamadas a mi atención del tipo “¿me entiendes?”, simplemente no deja de hablar, y da un énfasis a cada cosa que dice como si fuese realmente algo trascendente, algo que a mí me importara lo más mínimo. Yo ya hace tiempo que sé que se habla a si mismo. Podría hacerlo ante un espejo, no cambiaría nada con respecto a mí, al menos con respecto a como yo me siento; pero necesita saber que se escucha a través de otro. En más de una ocasión he estado tentado de decirle que no me importa en absoluto nada de lo que me dice, nada, siquiera cuando habla de cosas intrascendentes que soporto con cierta estoicidad al resto de la gente, y que en él se convierten en tediosas, en odiosas. En lugar de eso vuelvo a maldecir en silencio, una vez más, mi buena educación, por un momento temo que no calle nunca, que me vea sentado en esta silla, frente a él, por un espacio de tiempo donde el tiempo no tendrá sentido. Envejeceré, no veré crecer a mis hijos, nunca más haré el amor con mi mujer, seguramente no enfermaré, nada, con tal de acabar mis días en aquella silla y escuchándole hablar si parar. Noto un agota de sudor bajar por mi frente. Si, es verano y hace calor; pero creo que es una gota de miedo. Necesito que alguien me rescate de aquella situación, necesito un respiro, aunque sea escuchando el monólogo de otra persona. No seré capaz de resistir mucho más, caeré desmayado, al suelo, en medio de aquel bar. Se acercarán a mí, pegarán su oreja a mis labios porque intentaré susurrar algo. Y cuando escuchen, casi sin fuerza, de mis labios “necesito huir de aquí”, no entenderán porqué lo digo y llamarán a gritos a un médico. Sigue moviendo los brazos, sus ojos no dejan de brillar, su voz aumenta de tono y de rapidez, puede que me encuentre ante el cénit de su aburrido monólogo, puede que de repente diga algo parecido a “y esto es todo”, y yo pueda levantarme de aquella silla y coger el camino a mi casa, puede. Pero no es así, de nuevo baja el tono, sus brazos se apoyan en la mesa, mira por un instante al techo y continua con una voz suave, como si me estuviese contando un secreto que no han de oír en las mesas de al lado. No puedo más, de verdad que no puedo más, noto al límite mi buena educación, mis piernas se mueven nerviosas pidiéndome a gritos que me levanta y huya de allí corriendo. No importa si parezco el más terrible de los cobardes o el peor de los maleducados, pero necesito salir de aquella situación que no sé cómo me atrapó. La mujer rubia vuelve. Esta vez no importa lo que me diga, cual sea su tono de voz o lo mucho que gesticule, me he hecho el firme propósito de seguirla hasta que desaparezca por la primera esquina. Necesito ese descanso. Y cuando creo que lo voy a conseguir, cuando mi vista ya ve el lateral de la mujer y no tardará mucho en verla totalmente de espaldas, caminando resuelta, sin miedo a que una conversación donde nunca participo la atrape, me coge del brazo y no tengo más remedio que volver la cabeza y mirarlo a los ojos. Afirmo con la cabeza, es lo único que quería de mí; pero cuando vuelvo la cara ya no está. Dos veces, dos veces se me ha escapado la posibilidad de huir de allí por unos instantes. De repente un silencio. Me remuevo inquieto en la silla, enciendo un cigarro, tiemblo, tengo miedo; pero el silencio continúa un poco más. Es el momento, me digo, y lo hago. “Se me hace tarde, he de irme”, y acompaño esa frase levantando mi cuerpo de la silla y extendiendo mi mano. No hay lugar a malinterpretar nada, quiero irme, he de irme. Todavía hace un par de intentos pero son vanos. Mi postura, mi decisión, mis piernas comenzando a caminar hacia la puerta del bar no dejan lugar a dudas. Salgo afuera, el aire da en mi cara y lo siento como si solo eso fuese lo que tantas veces han intentado definir como la libertad. Sé que habrá más monólogos de estos, y que volveré a sentirme igual; pero mi suerte nunca ha sido tan mala, por eso al girar la primera esquina sale la mujer rubia de una de las tiendas y camina delante de mí, a unos treinta metros. Me siento feliz, camino en silencio, en un silencio que todavía me es casi doloroso. No sé dónde voy, seguiré a esa mujer durante unos minutos y luego tomaré el camino a casa. El camino a casa.

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