Sus ojos van teniendo cada vez
más la expresión del vencido. De aquel que tras la batalla sólo espera que haya
sido la última, pues sabe que sus fuerzas no darán ya para muchas batallas más.
Se sienta derrotado en un rincón de la habitación y repasa mentalmente una y
otra vez los momentos más amargos, aquellos en que veía como su enemigo se
acercaba a él y dudaba de si sus fuerzas serían las suficientes para detener
siquiera el primer envite de prueba, aquel en que su enemigo sólo invertía una mísera
parte de su fuerza. Recorre todo su cuerpo un escalofrío cuando recuerda como
sintió bajar el filo como un haz de la
muerte y pasar rozando su cabello. Se acurruca todavía más, si es que es
posible que aquel despojo humano se retuerza más sobre sí mismo, y entorna los
ojos como queriendo apartar de si el recuerdo de aquellos momentos. Su mano se
cierra sobre la empuñadura de su espada, aquella que creyó estaba forjada con
la sangre de los caballeros más valientes de las más increíbles historias de
lucha, y que hoy no se le parece sino forjada con el llanto de los cientos que
cayeron en la batalla. Lanza un débil gemido que no alcanza a oír ni él, y no
es porque no le queden fuerzas para gemir, es el miedo, que le agarrota las
entrañas, es el miedo a que el gemido pueda ser oído por el enemigo que acecha
escondido justo un poco más allá de la puerta. Puede sentir su aliento
rompiendo contra los cristales de las ventanas, su odio penetra por entre los
maderos de las paredes y casi llega a lamerle en la herida. Una lágrima resbala
por su mejilla y cae contra el suelo, el débil susurro le parece a él el más
atronador de los sonidos. Y lo que más le duele es recordar como era antes
todo. El no eligió nada, ni para nada fue elegido, se limitó a hacer un
comentario un día en el museo sobre la hermosura de la espada. No sabría
explicar cómo, sin entrar en fantasías, pero se vio con la espada en la mano,
envuelto por cientos de fieros guerreros que esgrimían sus armas a su lado. Era
incapaz de reconocer quienes eran sus enemigos y quienes luchaban a su lado. En
un primer momento las fuerzas fueron las suficientes como para hacer silbar la
espada contra unos y contra otros. Pero poco a poco sus fuerzas decayeron,
todos parecían sus enemigos, el brazo comenzó a pesar como si todo el estuviera
forjado en bronce. En ese momento vio a aquel guerrero, subido en un gran
caballo pardo que le tendía la mano, y él avanzó decidido entre todos. Igual
cortaba una cabeza con los colores dorados que cercenaba un brazo de los del
estandarte del castillo. Sólo tenía en su cabeza una idea, conseguir como fuera
acercarse al jinete del caballo pardo. En algunos momentos estuvo a punto de
caer, de sucumbir ante la espada de alguno de los guerreros, pero una extraña
aurea parecía protegerle en contra de todo. Finalmente casi estuvo a los pies
del caballo, y fue entonces cuando escucho el grito más aterrador que jamás
había escuchado, sintió por un momento que sus piernas se doblaban, la espada estuvo
a punto de caer de sus manos. Alzó la vista y vio como el jinete venía hacia él
con el caballo a todo galope. Notó como las pocas fuerzas que le quedaban
habían sido gastadas intentando llegar hasta allí, y por primera vez desde que
todo empezó sintió miedo. La milagrosa caída de otro de los guerreros hizo que
fuese empujado hacia un lado, esto le libró del primer envite. El caballero
pasa a su lado como una exhalación sin posibilidades de blandir su espada
contra él. No le dio tiempo a un segundo ataque. Corrió tanto como le dejaron
su cansancio y su miedo, y, en medio de toda aquella barbarie, acertó a ver los
muros de aquel viejo caserón. Abrió la puerta y se acurrucó contra un rincón.
No sabría decir si pasaron unos segundos o unas horas, pero de pronto todo
quedó en calma. Se levantó despacio, aun con el miedo metido en el cuerpo. A
tientas abrió la puerta, las primeras luces del alba comenzaban a inundar todo
el campo. Arrojo a un lado la espada todavía ensangrentada y cerrando la puerta
comenzó el regreso. A los pocos pasos le asaltó una terrible pregunta ¿el
regreso?.
"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"
jueves, 29 de marzo de 2018
domingo, 25 de marzo de 2018
A veces es difícil el pacto con los años (prosa poética)
A
veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, en un otoño
cálido, se presenta, desnuda, la primavera en casa. Y alargando la mano te
ofrece una amapola. Tú le hablas del invierno, del frío que ya sientes subiendo
por tus piernas. Le enseñas las heridas que ha dejado el viento, en tus ojos,
tus manos, en tu pelo que vuela sobre reflejos blancos. Pero ella te sonríe, y
abona los recuerdos que ya secó el verano. Florecen, milagro en tierra atea,
florecen como nunca. Tú le enseñas las ramas, ya secas del deseo. Le hablas del
engaño que tejen los colores, las formas, las palabras, sobre un cuerpo vencido
que solo espera el fuego. Pero ella, en su ignorancia, habla de su experiencia,
mientras en sus piernas brotan tallos, en sus dedos, mariposas, y en su boca,
caracolas donde sabes que tu sexo navegará sin norte.
A
veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, desaparecen
veinte del libro de las cuentas. No del hueso, ni del cansancio. No de las
batallas que ya no recuerdas quién ganó. No de la cuenta que la muerte tiene
colgada en la nevera con tu nombre. Se los lleva de golpe una mano en tu
hombro, en una calle extraña. Se los bebe de golpe tu boca con cerveza y gotas
de impaciencia. Y levantas la vista para mirar las nubes. Del norte, vienen del
norte, y dolerán mis caderas cuando ya no sople el viento, pesará mi equipaje
cuando ella se marche. Y en medio del silencio ella que ríe. Se le gastan los
años en risas y miradas. Se le llenan de flores los ojos y las ansias.
A
veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, de golpe, es
primavera.
sábado, 24 de marzo de 2018
DIARIO DE UN DÍA
Hoy ha sido
un día como otro cualquiera. A primera hora del día me atacó un león, fiero,
pero no más que los que me atacan a menudo. Salvo la molestia de los pelos en
mi boca y en las ropas, no tuvo mayor importancia. Bajé las escaleras saltando
los escalones de ocho en ocho, no me encontraba muy ágil. Puede que las peleas
matutinas con los leones me estén debilitando más de lo necesario.
Salí a la
calle, despacio, uno no sabe nunca lo que puede encontrarse allí. A veces he
encontrado grandes rocas agazapadas tras las esquinas, en las calles más
empinadas, en lo alto, mirando de reojo hacia mi portal. Esperando mi salida
para lanzarse calle abajo. Otras veces han sido unas sombras que volaban por el
cemento de la gran avenida. Al alzar la vista he visto pájaros que nunca podría
acabar de definir. Nombraré sólo sus grandes garras, como si en las mejores
orfebrerías árabes les hubiesen tallado unos puñales dorados con incrustaciones
rojas en las puntas. Sus picos semejaban, o al menos así me lo pareció, trozos
metálicos arrancados de la guadaña de la muerte. Fríos y curvos. Y en ellos se
reflejaba mi rostro.
Hoy parecía
ser uno de esos días tranquilos en los que, salvo el león y puede que un par de
apariciones a media mañana, como siempre en el parque, no ocurrirían cosas más
importantes.
De camino
al mercado Aristides tuve que soportar el incesante parloteo de bordillos y
aceras, los silbidos de las ramas a los pájaros, la desvergüenza de aquellos
miles de rayos de sol rebuscando en mi pelo, en mis brazos, en mis bolsillos, y
la sonrisa burlona de mi sombra a cada nuevo giro de una esquina. Vi pasar a
cinco o seis jovenzuelos que me hicieron recordar mi juventud, cuando todavía
era torpe en las luchas matinales con los leones y salía a la calle con la ropa
hecha jirones, alguna que otra herida en el rostro y en los brazos, y sin miedo
a las rocas o a las águilas.
Cuando
llegué a las puertas del mercado se apoderó de mi una extraña inquietud. No era
posible que volviera a suceder, pero ocurrió. Una bellísima mujer se agarró de
mi brazo. Con nerviosismo mal disimulado me rogó que siguiera andando, que no
mirase hacia atrás y siguiera andando. No sin cierta resignación lo hice,
aunque pensé que de ocurrir de nuevo me negaría. No había conseguido entrar en
el mercado desde hacía seis días. Cinco manzanas más adelante se despidió de
mí, no sin antes darme las gracias.
Miré ante
mí, el parque de los Naranjos. Irremediablemente tendría mi cita con las
apariciones. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un libro de relatos que
acostumbro a leer sentado en un banco durante unos cuarenta minutos, y enfilé
el camino central que lleva a la glorieta. A pocos metros de esta se produjo la
primera aparición. A mi derecha, junto a un pequeño rosal, sollozaba un niño
que no tendría más de cinco años. Lo miré de reojo. El balbuceó unas palabras
que me fueron ininteligibles. Continué mi camino en busca del banco en el que
suelo sentarme. No llevaría más de cinco minutos, justo cuando comenzaba a leer
“El campeonato mundial de pajaritas”, cuando una enorme sombra, fría y
compacta, oscureció media glorieta. Tuve que aguantar casi veinte minutos de
reproches de aquella vieja y estúpida piedra. Primero me habló de mi poca
sensibilidad por cambiar mi recorrido y dejarla esperando tras la esquina, de
las pocas oportunidades que le quedaban, del sentido de su vida,... La dejé con
la palabra en la boca y, levantándome, comencé a pasear por el parque.
Pese a que
todavía queda más de medio día dejaré aquí mi diario. El resto del día fue
igual de aburrido y poco novedoso. Verdad es que esperé casi hasta el anochecer
con la esperanza de que ocurriese algo especial, pero todo terminó con la misma
monotonía con la que había comenzado.
sábado, 17 de marzo de 2018
45
Aquella mañana
despertó y no recordaba quién era. Salió de su nido, caminó un poco sobre la
rama y, al llegar al final de ésta, abrió sus alas y las movió como si se
desperezara. De pronto alzó el vuelo, y voló, voló, siguió volando hasta que
tan sólo fue un punto en lo más lejano del cielo. Se sentía libre, majestuosa,
y desde allí arriba vio a un halcón en persecución de una presa. Se dejó caer
de pronto y en apenas unos segundos adelantó al halcón y siguió volando hasta
adelantar a la presa de éste. Luego vio un águila que volaba en círculos y alzó
el vuelo hasta estar sobre ella, muy sobre ella, y desde allí pudo descubrir la
presa que el águila hacía tiempo que estaba buscando y no encontraba.
Luego siguió su
vuelo, durante más de una hora hizo todo tipo de cabriolas, de aceleraciones y
paradas que serían incomprensibles para la mayoría de las aves, hasta que
se posó sobre lo alto de una roca, en la
cima de una montaña. Allí extendió sus alas y se llenó todo el valle de un
precioso arco iris. Su plumaje era espléndido, lo más hermoso que se había
visto nunca en aquellas tierras. Entonces vio al pie de la montaña a un grupo
de aves y bajó en un rápido vuelo hasta ellas. Una vez a su lado, allí estaba
el halcón, y el águila, y unas cuantas más de las más bellas y rápidas, les
preguntó intrigada:
- ¿Qué
ave soy yo?
Las otras se
miraron con un gesto de complicidad y una de ellas le contestó:
- Eres
un pájaro bobo.
Ella se sintió
triste, muy triste. Se sintió de repente el ave más torpe y fea del universo. Y
dedicó el resto del día a caminar, sin ser capaz de intentar ni una sola vez
alzar el vuelo, ni abrir sus alas, ni…. Hasta que, rendida por la llegada de la
noche, fue de nuevo hasta el árbol donde estaba su nido. Y en un torpe vuelo
llegó hasta él y se acomodó.
A la mañana
siguiente volvió a despertar sin recordar quién era. Y de nuevo repitió todo lo
del día anterior. De nuevo fue el ave más rápida, la que más alto voló, la que
descubrió las presas que nadie veía y la que tenía el plumaje más hermoso de
todos. Y de nuevo volvió a preguntar a un grupo de aves quién era, y de nuevo
volvió a sentirse el ave más torpe, más fea, más infeliz del universo, y de
nuevo pasó el día caminando hasta que cayó rendida en su nido.
Y así se repitió
la historia un día tras otro, siendo apenas unos instantes el ave más…. Y el
resto del día caminando rodeada de tristeza e incapaz de volar.
Una mañana ya no
despertó, o al menos no despertó en el nido. Sintió como si flotase, y subió
hasta el lugar donde van las aves cuando mueren. Al llegar allí se dirigió a la
puerta donde podía leerse “pájaros bobos”, intentó abrirla, puso todo su empeño
en hacerlo, porque pensó que allí estaría rodeada de aves igual a ella y podría
al fin sentirse feliz entre iguales; pero por más que lo intentó, fue incapaz. Cansada de esforzarse pensó que a
lo mejor se habían equivocado el resto de aves y sería de otra especie. Y
comenzó a probar puerta tras puerta con el mismo resultado en todas “imposibles
de abrir”. Incluso cuando desesperada probó en las puertas donde ponía
“halcones” o “águilas”, tuvo que desistir porque fue imposible. Cansada alzó la
vista y allá, a lo lejos, donde la vista del resto de aves no alcanzaba,
descubrió una puerta. Sin mucho convencimiento porque ¿cómo iba a poder un
pájaro bobo volar tan alto? Abrió sus alas, a la vez que un hermoso arco iris
lo llenaba todo, y remontó vuelo. Casi sin esfuerzo llegó a aquella puerta. No
había letrero alguno, tan sólo un ave ya muy vieja sentada a la puerta. Una vez
ante ella le preguntó:
- ¿Es
este el lugar donde debo estar yo?
- Sólo
tienes que probar a abrir la puerta –le contestó aquella ave vieja-, y si es
este el lugar la puerta se abrirá.
Con miedo acercó
una de sus alas a la puerta y la empujó sin mucha fuerza ni convencimiento,
pero la puerta se abrió fácilmente, como si el solo gesto de acercar el ala
fuese suficiente. Desde allí se veía lo más parecido a un paraíso y unas
cuantas aves, pocas, andando con el gesto cabizbajo y la mirada triste.
- ¿Qué
lugar es este? –le preguntó al ave de la puerta.
- Éste
es el lugar reservado para aquellas aves que serían capaces de hacer las cosas
más increíbles, el vuelo más alto, el más rápido, aquellas que tienen los
plumajes más hermosos y la mirada más aguda, sólo esas aves pueden llegar hasta
aquí.
- Y
si es así ¿por qué se las ve tan abatidas? –volvió a preguntar.
- Porque
aquí como premio se vuelve a repetir todo aquello que se hizo en vida –contestó
casi sin mirarla el ave guardiana de la puerta.
Y así fue,
entró, hizo el vuelo más alto que nunca se había visto, el más rápido que nadie
recordara, la caída en picado más majestuosa, abrió las alas y no sólo aquel
lugar, sino todos los que ocupaban el resto de las aves, se llenó del más
increíble arco iris que nunca se había visto. Y de repente todo cesó, se acercó
a las otras aves y pasó el resto de su eternidad caminando y llegando derrotada
a un nido pensando que era un pájaro bobo.
martes, 13 de marzo de 2018
No fue Luisito

El primer día, todos esperábamos con impaciencia su llegada. Tres meses, justo tres meses que no caía una gota, una de las sequías más largas que se recordaba, y aquella mañana se encapota el cielo. Comienzan a crecer las nubes, unas nubes que se fueron haciendo cada vez más oscuras, como si la noche quisiese volver justo a los pocos minutos de haberse ido. Y rompe un rayo contra el montecito de enfrente, y un trueno, que nos hizo saltar a más de uno, dejó en silencio el timbre de la escuela que en esos momentos sonaba anunciando el comienzo de las clases. Y todos con la carita pegada a los cristales, mirando hacia el fondo de la calle por donde sabíamos que vendría aquel nuevo alumno. Pero no llegó, al menos no a aquella primera hora. Entró don Antonio y nos ordenó sentar. Sin ganas, como teniendo que tomarnos nuestro tiempo para despegar las narices del húmedo cristal, nos fuimos yendo cada uno a nuestro sitio. Desde allí, los que tenían la suerte de estar más cerca de las ventanas, estiraban el cuello de tanto en tanto para ver la calle. Comenzaron a caer gotas, primero débiles y diminutas, luego grandes, muy grandes, golpeando con fuerza en los cristales y los alféizares de las ventanas, haciendo un ruido ensordecedor que apenas nos dejaba oír la voz de don Antonio. Maldita sea, ni ganas de escucharla que teníamos. La primera vez en dos años que llegaba un alumno nuevo a nuestra escuela, y además pobre, pobre como las ratas, como dijo mi padre, debía ser motivo más que suficiente para dejarnos ver su llegada. Y en eso estábamos, en estirar el cuello lo más que podíamos, en partirnos el cuello de tanto estirarlo, cuando se abrió la puerta de la clase. Aparece en la puerta de mi casa tal y como apareció en la puerta de la clase y ni limosna le damos. Un muchachito escuálido, flaco de los buenos, de los que se les cae la ropa por todos lados porque no encuentra hombros el jersey, ni caderas los pantalones, donde asentarse. Empapado, todo él empapado, cayéndole unas gotas por la frente hasta las cejas, y de éstas sin remedio al suelo, porque no era cosa de encontrar una tripilla en medio en las que hacer escala, más bien parecía metido hacia dentro, como con comba. En la mano algo que debía haber sido una libreta antes de que le cayese encima el diluvio universal, ahora era un montón de hojas llenas de agua, las gotas discurrían por el interlineado, como si supiesen que aquel era el camino que debían de seguir. Y el director con el brazo apoyado en los dos dedos de hombro que tenía aquel muchachito, mirándonos como diciéndonos con la mirada “veis como hay gente que está mal, muy mal”, como si no tuviésemos ojos para que él nos lo tuviese que decir. Lo metió en la clase, se acercó con él justo delante de la mesa de don Antonio y mirándonos de nuevo con esa mirada de “pobrecillo, tendremos que quererlo un poco entre todos” nos dijo “Éste es el nuevo alumno. Se llama Luisito. Estará con nosotros al menos hasta final de curso. Espero que os portéis bien con él y que seáis sus amigos”. Y no sabría decir por qué pero sus palabras no tenían nada que ver con su forma de moverse y con su forma de mirarnos. Luego, a menudo, después de que fuésemos a su despacho a decirle que los de la pelota fuimos el Ricardo y yo, incluso de que le enseñáramos la pelota, tiempo después me dije muchas veces si aquellos movimientos de brazos y de ojos no nos quisieron decir “no me sean idiotas, a este niño ni caso, y en cuanto puedan lo meten en un buen lío para expulsarlo”. Y estoy casi seguro de que así fue, porque una pelota no es motivo para expulsar a un alumno dos semanas. No es por la pelota, dijo el director, es por el hecho en sí de robar; pero si habían desaparecido cosas mucho más importantes, pero mucho, como la vez en que a Pilar le desapareció la cadena que su madre le había comprado por la primera comunión. Y aquella vez nada, ni apareció el ladrón, aunque todos sabíamos que había sido Joaquín, ni hubo ningún castigo ejemplar para que los demás aprendiéramos.
El director le dijo que se sentara, y como la única mesa libre era la del final de la clase pasó a lo largo del pasillo como alma en pena, dejando un rastrillo diminuto de agua que más daba la impresión de que iba descongelándose y acabaría en nada que de estar mojado.
Esperábamos con impaciencia la hora del patio. Todos imaginábamos que le íbamos a hacer miles de preguntas, miles. Pero cuando sonó el timbre, cuando volvió a pasar a nuestro lado como un pájaro recién caído del nido por el embate de las aguas, cuando llegó al patio, buscó un lugar apartado, se sentó tiritando, sin parar de tiritar, como si le hubiesen dado cuerda, y bajó la mirada hasta que pareció que la tenía clavada en el suelo, nadie, siquiera el Ricardo, que con mucho era el más valiente y más atrevido, se atrevió a acercarse a él. Nos pasamos el patio mirándolo desde lejos, hablando entre nosotros, inventando mil historias sobre aquel muchachito lleno de agua, huesos, y frío. Fue uno de los patios más silenciosos que recuerdo. De normal jugábamos al fútbol, corríamos sin parar de un lado a otro, gritábamos, pero aquel día sólo había corros alrededor del patio y lo más alejados de él, y un murmullo sordo que lo iba llenando todo.
Casi un mes duró aquello, el entrar en silencio en el aula, el ir a sentarse en la última fila, a veces mojado y a veces no, porque siguió lloviendo durante días, el salir al patio e ir a sentarse al fondo, solo, tiritando la mayoría de días, porque aunque no todos llovió sí que hizo frío, y él nunca trajo más que una camisa y un jersey, casi siempre el mismo. Sólo el día después del reparto en la iglesia vino con un jersey diferente, muy diferente, casi tres tallas mayor de lo que él necesitaba. Y al ver como le miramos, y sobre todo al escuchar el comentario que hizo el Ricardo ya nunca más lo volvió a traer. Y todo hubiese continuado así hasta final de curso, él en silencio y nosotros sin acercarnos lo más mínimo, a no ser porque un día, a mitad de un partido de ésos en que nos jugábamos la final del campeonato del mundo de fútbol, un directo con barrera fue a dar contra la cara de Luisito. Ni se inmutó, todavía lo recuerdo como si fuese ayer. El balón le dio de lleno en la cara, y nada, ni pestañear, se limitó a mirarnos, con una mirada que no olvidaré jamás. Pero para entonces ya le habíamos perdido todo el miedo que los primeros días nos causó. El Ricardo se acercó a él, recogió el balón, le miró y le dijo “¿pasa algo?”. No contestó, volvió a bajar la mirada y la clavó de nuevo en el suelo. Nosotros seguimos jugando como si nada, como si aquello jamás hubiese pasado, como si el balón en lugar de haber dado en la cara de aquel muchachito flaco hubiese golpeado contra el muro del colegio.
A los dos días desapareció el balón. Fue una broma de Ricardo y mía al resto por haber perdido un partido, pero no nos dio tiempo a decirlo. Fue la primera vez que vi funcionar con aquella rapidez la maquinaría de la burocracia del colegio. Que el director tomara cartas, que llamara a unos cuantos alumnos a su despacho, que éstos le contaran lo que había pasado unos días antes, cuando el balón dio en la cara de Luisito, que él, con su infalibilidad, sacara la conclusión de que a raíz de aquello Luisito había tomado la determinación de robarse el balón, que lo llamase a su despacho, que le diese una carta para su padre justo para aquella tarde, que su padre viniese aquella tarde y que el director le comunicara que su hijo estaba expulsado por dos semanas por “ladrón”, fue todo una. Yo nunca había visto llorar a un adulto, aquella fue la primera vez, cuando vi salir al padre de Luisito del despacho del director, con los ojos llenos de lágrimas. Pasó junto a mí, sin mirarme, con la mirada clavada en el suelo, como hacía Luisito en el patio, fue hasta el fondo del pasillo, tocó en la puerta de la sala de profesores, donde tenían esperando a Luisito, y volvió con él de la mano, sin dejar de llorar. Me asombró que no riñese a Luisito, que lo llevase de la mano como quien lleva de la mano a su novia, con suavidad, con ternura. Volvieron a pasar los dos a mi lado, el padre todavía con la mirada clavada en el suelo, pero Luisito me miró, al pasar por mi lado me miró. Hubiese preferido mil veces que me gritara que aquella mirada que ya siempre me ha acompañado en esta vida. Mi padre me lo explicó muy bien “el padre llora porque los pobres siempre lloran, hijo, y no le riñó porque ellos desconocen cómo educar a un buen hijo”. Y supongo que así era, o al menos a mí me pareció un razonamiento lógico, porque mi padre nunca lloraba, siquiera el día en que mi madre nos dejó y se marchó a otra ciudad a vivir con su amante, aunque mi padre siempre nos dijo que fue él el que la tiró de casa por mala madre; pero reñirnos y pegarnos mucho, hasta que cumplimos los dieciséis, hasta que, según él, ya éramos unos hombres. Qué mala suerte tiene Luisito, pensé entonces, qué mala suerte.
Tres días duró el que volviésemos a formar corros en el patio hablando de lo que le había pasado a Luisito. Ricardo y yo acordamos no decir nada y seguir con la pelota escondida, ¿para qué?, Luisito ya había sido castigado y en dos semanas estaría de nuevo en el colegio. Pero pasaron las dos semanas, y dos más, y al mes y medio nos atrevimos a preguntarle a don Antonio por qué ya no venía Luisito. Nos explicó que ya no vendría nunca más, que su papá había perdido el empleo y se habían marchado.
Ricardo y yo cogimos la pelota, nos presentamos en el despacho del director y se lo contamos todo. De nada sirvió. Ahora comprendo que Ricardo y yo no éramos ladrones, sólo niños traviesos, pero Luisito era otra cosa, era pobre.
Vuelvo a leer el titular de la noticia de primera plana del periódico de hoy “Por fin ha sido detenido el peligroso maleante Luis G.F.”. La noticia hace un extenso recorrido por su vida delictiva, desde que a los quince años lo internaron en un reformatorio, y fue de uno a otro hasta los dieciocho, hasta sus últimos hechos delictivos que le han supuesto diferentes condenas. Condenas que le harán pasar el resto de su vida entre rejas. La noticia lleva dos fotos. En una está sentado en un banco, con las manos esposadas, completamente mojado, de nuevo volvemos a tener lluvia tras una sequía, y con la mirada clavada en el suelo. Flaco, supongo que nunca consiguió un peso superior a los cincuenta y cinco kilos. La otra es a la salida de la comisaría, todavía esposado, y mira directamente a la cámara, con la misma mirada que miró a Ricardo cuando la pelota le dio en la cara y éste fue a recogerla. Releo la noticia una y otra vez, incluso he comprado varios periódicos para contrastar, pero en ninguno de ellos, siquiera en el más sensacionalista que gusta de sacar hasta el último trapo viejo y morboso, aparece el robo de la pelota.
lunes, 12 de marzo de 2018
Dragones y la espera.
No
sé, quizás en la mayoría de las ocasiones mis dragones disfrutan de más
espacio. Tienen páramos inmensos donde hacer sus correrías, y valles, y lagos
donde nadar sin descanso. Yo escucho su ruido, siento resbalar sus patas sobre
las rocas cuando suben mis montañas, restallando metálicas como el golpe de la
espada fría contra el frío de mi alma. Oigo lejano el eco de sus gritos, de sus
terroríficos gritos, alargándose hasta el infinito dentro de la inmensidad de
mis miedos, y me recuesto al sol pensando en lo dichosos que son con tanto
espacio, con tanto tiempo, para crecer felices mientras yo disfruto de estos
primeros rayos de abril.
Pero
hoy, no, hoy parece como si todos hubiesen encontrado a la vez la salida
imposible del laberinto y saltasen sobre mí. Hoy, mi cabeza es la cabeza de un
dragón, y mi cuello un río de gemidos y gritos que rebotan contra la cúpula del
firmamento y cae a plomo sobre mí. Y mi pecho alberga las cientos, las miles de
heridas que poblaron todos y cada uno de los pechos de los dragones. Y mis
manos son garras, garras desagradecidas que buscan sin descanso mi corazón. Y
estoy cansado.
Como
otras veces, como siempre, mis dragones resbalan como agua de mayo por mi piel,
se dejan caer sin prisa. Primero el sol vuelve a dar de nuevo en mi cara, y
cierro los ojos, mientras los noto bajar por mis brazos, por mi vientre y por
mis piernas, hasta que la tierra acaba por atraparlos y quedo desnudo, como
siempre. Entonces pienso en mis páramos, en mis lagos y montañas, vacíos. Y
espero.
Y ahora escucha esto.
viernes, 9 de marzo de 2018
Cronómetro
Me ha dicho que últimamente
piensa mucho en la muerte. Pero no con ideas suicidas, no. Él se ve como un
cronómetro que empezó la cuenta atrás hace muchos años y se olvidó de su
función hasta hace poco. Ahora, a su edad, no me la ha dicho, pero está entre
cincuenta y sesenta, el cronometro ha comenzado a hacer ruidos y fallar de vez
en cuando. Pequeños sustos, me dice. Pero algo que antes apenas existía para
él, pese a que nunca ha dejado de funcionar, por suerte, me dice, ahora ocupa
cierto tiempo en sus días. Y hay cosas que no ayudan. Porque de nada sirve
hacerse el loco, o mirar para otro lado, siempre hay como un chirriar de
saetas, su cronómetro es viejo y no tiene números digitales, que le devuelve a la
realidad de una muerte que, lejos de acechar escondida tras algún martes, se
pasea desnuda por su casa sin ningún pudor. Por ejemplo, no ayudan algunos
wasaps, el móvil que tiene sí que es bastante actual, de amigas. Ayer, mientras
estaba fumando un cigarro y escuchando música, le llego uno de esos mensajes. “pero
lo importante es que tú te sientas bien escribiendo”. Justo en ese momento no
escribía nada. Fumaba, escuchaba música, se sentía bien, se sabía nadie y eso
le infundía una tranquilidad en la que le gustaba regodearse, como si el olvido
ralentizase el cronómetro. Últimamente duermo mucho, me dijo, como si estuviese
haciendo un máster tan de moda para cuando el cronómetro falle por fin. Cuando le
iba a preguntar me dijo que le gusta dormir, aunque aún no sabe si es por el
ratito de muerte, y usó ese diminutivo de una manera tan cariñosa que casi me
dio miedo, o si es por el despertar y sonreír al haberle ganado un nuevo round al
destino.
Me siento bien, me dijo. Supongo que
mi estupidez y mi optimismo siempre me han ayudado, incluso a veces en extremo,
pero me siento bien. Justo en ese momento el reloj de carillón que tiene en el
pasillo comenzó a dar las horas, y él, con una voz monótona las acompañó. Nueve,
ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…y comenzó a reírse con fuerza.
No le vi la gracia, aunque aquel estruendo producido por los gongs del reloj y
su risa, consiguieron tapar por un rato el odioso chirriar que escucho desde
hace tiempo.
jueves, 8 de marzo de 2018
Conclusión.

Anoche, mientras volvía a casa, después
de una cena solitaria en un bar y una sesión de cine, se cruzó con ella. Se reconocieron
en la primera mirada. Ella iba del brazo de un hombre calvo. Reía. Seguía teniendo
la misma risa que el tanto adoraba. Él iba con las manos en los bolsillos. Escuchaba.
Fueron apenas unos segundos, los que tardaron en cruzarse en la acera en
direcciones opuestas. En la mirada de ella él no pudo descubrir nada, nunca fue
su fuerte interpretar miradas. En la mirada de él puede que ella descubriese
algo parecido al asombro y a la nostalgia. Ninguno de los dos hizo el ademán de
saludar al otro. Él bajó la vista, ella dejó de reír cogida al brazo de aquel
hombre calvo.
Al llegar a casa fue directo al
cajón y saco la carpeta. Entre varios cuentos y algún que otro poema encontró
un papel amarillento por el paso del tiempo. “La eternidad será nuestra cárcel,
y el amor nuestra condena”. Y puso lo que le faltaba al poema, el punto final.
martes, 6 de marzo de 2018
Si hoy tocase la tristeza a mi puerta
Si hoy tocase la tristeza a mi
puerta, como toca en días laborables algún que otro mendigo, casi sin fuerza,
casi sin esperanza. Incluso aunque no tocase, aunque solamente asomase su cara
por el cristal de la ventana, sin pedir nada, como si sólo la guiase la
curiosidad que durante un instante hace que miremos por el solo gesto de la
mirada, sin esperar nada, sin pedir nada. Incluso aunque no tocase ni asomase
su cara por ventana alguna, si tan solo sintiese el ruido de sus pasos, aunque
estos sólo fuesen un deslizar de pies que apenas rozan el suelo en un callado
murmullo que muere al instante en cada paso. La tristeza no sería consciente de
que es su día de suerte, de que tocó en la puerta que estaba esperando su mano
durante tanto tiempo, que se asomó a la ventana tras la que alguien esperaba
con los ojos cerrados, que andó por una calle por la que hace años no pasaba
nadie. Pero si equivoca el camino, si la tristeza pasa de lejos o encuentra
otra casa donde hacer un alto. Si por un momento me descuido y, aunque pase, o
toque a mi puerta, yo no estoy atento y tras esperar unos segundos se aleja.
Entonces ¿qué haré con todo este tiempo, con todo este espacio vacío que
acumulo entre mis manos?. No, estaré atento, bien atento, no contestaré al
teléfono, ni comeré, no haré movimiento alguno que distraiga mi mirada, ni
cerraré mis ojos un instante, ni mis oídos escucharan otra cosa que no sea el
silencio que puede preceder a unos pasos quedos. No, no dejaré que esta oportunidad
pase de lejos y de nuevo vuelva el silencio a la madera, el vacío a la ventana,
y el frío de la ausencia a la calle. Quedaré como el vigía, alerta, siempre
alerta, capaz de escuchar el más leve de los rumores, capaz de ver la sombra
más difusa y el brillo más tenue, capaz de lo imposible. Porque hoy tengo una
misión especial, hoy soy el encargado, cuando toque, cuando llegue hasta mi
puerta, de decirle a la tristeza que hoy, justo hoy, es su día de suerte.
lunes, 5 de marzo de 2018
Consejo

Soledad.
Demasiada
soledad.
Un
hombre muerto, otro hombre muerto, un hombre que parece que está vivo pero también
está muerto. Una madrugada donde todavía no ha salido el sol y ya no saldrá
nunca. Un sol perdido en medio del principio de los tiempos gritando
desgarradamente. El asco, un tremendo asco que llena cada poro de mi cuerpo y
no para de jugar a expandirse y contraerse en un infinito engaño que nunca
acaba en nada. La palabra “mañana” grabada con fuego en mi espalda, un mundo
donde siempre, siempre, es ayer. Miedo, ni mucho ni poco, miedo, el justo para
no acabar dando nunca el paso y sin embargo, ser incapaz de dejar de
intentarlo. Arena, madera, un ciprés, un presagio, yo. Gente a la que no
conozco ni me conoce, gente a la que no encuentro. Un viento que no deja de
soplar nunca ni encuentra nada a su paso que lo calme. Agua, creí que era agua,
llanto. Un jardín, el más bello y fértil de los jardines, que nadie cuida y a
más de mil kilómetros, un labrador que se empeña en plantar su única semilla en
la más yerma de las tierras. Silencio, tanto silencio que la muerte tiene miedo
a pasar por estas tierras. Una mujer, le pregunto, se había equivocado, se
marcha. Un poco más de soledad.
Maldito,
maldito sea quien me aconsejó que lo mejor era buscar en mi interior, porque
esto, y no otra cosa, es lo que hay en mi interior. Maldito.
domingo, 4 de marzo de 2018
Amanece noche, una noche larga y oscura…( La Puerta del alma)
Amanece
noche, una noche larga y oscura que nunca termina. Ante mí un páramo
inusitadamente poblado de olvido. Y yo, desnudo. Intento caminar y he olvidado
el orden de los pasos, su técnica. Sin ritmo, con la torpeza de quien despierta
del más dulce de los sueños a la puerta del infierno, avanzo entre los restos
de lo que queda de mis ansias. Unos pasos, solo unos pocos, y un cansancio, que
parece llegar de lo más profundo de los tiempos, se asienta en mi ánimo y me
obliga a sentarme recostando mi espalda en algo que fue un árbol algún día. Por
su corteza, lágrimas, que no savia, bajan hasta el suelo y son devoradas por el
infinito y oscuro páramo. Cierro los ojos y contemplo la misma oscuridad que
con ellos abiertos. Presto atención a todos y cada uno de los sonidos y el
silencio me dice que hace tiempo, tanto tiempo, que se fueron. Una hora, dos,
puede que días, el tiempo no se atreve a cruzar estas tierras. Las lágrimas
resbalan por mis hombros, me hacen sentir parte del árbol, y a él parte de mí,
y los dos parte de nada, de esta poblada nada que cubre hasta donde la vista
alcanza. Si no fueran suficientes las lágrimas que pueblan cada uno de los
árboles y la ausencia, lloraría yo también, yo también. Sin embargo me quedo
allí, como si siempre hubiese estado allí, con la sensación que tengo raíces
milenarias que se enredan con otras raíces, con miles de raíces. Quizás espero
que sople un viento fresco y rápido que haga que alce el vuelo, aunque nunca
sopla, o que una mano amiga se tienda hacia mí, me aferre, y tire con fuerza,
aunque en el intento, mi piel quede pegada a la corteza del árbol del que ya
formo parte. Pero no hay huellas en el suelo, en la ceniza que cubre cada
centímetro de este páramo, no, nunca pasa un caminante, nunca pasó, nunca
pasará. El páramo es mío, solo mío, y la noche, y los árboles, y la ausencia, y
todas y cada una de las lágrimas que siguen cayendo incesantemente, con ese
afán insondable que no nace del deseo de llenarlo todo, sino de vaciar unos
ojos, un cuerpo, hasta que este solo sea madera seca. No maldigo mi suerte, no
puedo maldecir lo que no tengo, ni mi mala estrella, no las hay. No doy cancha
a la rabia, ni al desaliento, no tiene sentido. Sólo espero, espero, sintiendo
como ya hay ramas que comienzan a clavarse en mi cuerpo y lejos de dañarlo
forman parte de él, como el hastío, como mis dedos, como la derrota.
Anochece
noche, una noche que se acurruca a mi lado, entre mis piernas. Apenas puedo
separarlas un poco para que acomode su cabeza y mi mano acaricia sus cabellos. Miro
a lo lejos, a cientos de kilómetros entre la oscuridad, y hay más oscuridad,
más, un mar de oscuridad que rompe contra el acantilado de mi derrota. Soy un
hombre, era un hombre, nunca fui un hombre. No me importaría mucho si acabase
atravesado por los miles de ramas de este páramo y al final pudiese convertirme
en ceniza, pero un hilo de vida que casi es una obscenidad en este lugar, se
empeña en mantenerme vivo, en sentir como si fuese yo cada ausencia inevitable.
Lloro,
por fin lloro, puede que ya no sea yo. Quizás el páramo ganó su batalla, aunque
no he luchado, no lucho, nunca lucharé. Duermo, sueño con ceniza, lágrimas
grises, mis manos se han convertido en tierra yerma, mis piernas, en cocodrilos
de mármol, mi cuerpo, en féretro de humo, y mis ojos, mis ojos…, mis ojos no
pueden dejar de mirar esta larga y arrolladora noche. Finalmente la noche entra
por mis ojos, baja lentamente por cada una de mis venas, se filtra hasta cada
uno de mis pulmones, llega a mi sexo, soy noche, por fin soy noche.
Amanezco
yo, no miréis nunca a mis ojos, hoy no.
sábado, 3 de marzo de 2018
Baja por mi espalda
Baja por mi
espalda, por mi piel desnuda. Se toma el tiempo justo en el abismo de mis
nalgas y de allí se deja caer al infinito suelo perdiéndose entre sus fauces.
Era un beso que dejaste olvidado en mi cuello. Se enrosca a mi espalda, se
enrosca una y otra vez aumentando su fuerza hasta casi dejarme sin respiración.
Crea un aterrador vacío delante de mi pecho buscando la ausencia de tu pecho
contra el mío. Es un abrazo, uno que sigue buscando tus brazos y sin embargo,
no sabe que ya hace mucho que te fuiste. Habla con mi sombra. Le cuenta de tu
ausencia y de cómo la partida fue una derrota donde nadie ganó en la batalla.
Le dice que ella se quedó porque sabe que volverás a recogerla y entonces puede
que las dos sombras jueguen en una cadencia de suspiros donde el tiempo sólo
sea una excusa para convertirlo en deseo. Es tu sombra.
Sueñas, perdida
en un mundo donde la noche y el día son la misma cosa y los ojos permanecen
siempre cerrados. Donde el tejedor de cadenas sabe hacer demasiado bien su
trabajo y, día tras día, va llenando tu cuerpo y tu alma de las más hermosas
ataduras, para que su hermosura te haga olvidar su condena. Sueñas, sueños de
papel, de metal, de hielo, mientras tu corazón, sumido en la más devastadora de
las hogueras, grita sin descanso contra un mundo que transforma cada uno de tus
gritos en un imposible.
Mientras, en un
recodo de tus caderas, un hombre aguarda. En sus manos tiene un beso, sus
brazos están prestos, por si el abrazo llega cuando menos se le espere, y su
deseo está sentado a su lado, mirándole, jugando a ratos con tu sombra y a
ratos con tu ausencia.
viernes, 2 de marzo de 2018
Armo palabras
Armo palabras como si fueran de
luz, sin embargo, hoy volvió la noche. Paro el viento, dejo que mi pelo se
mantenga suspendido mientras cientos de aves se quedan clavadas en el cielo con
sus alas abiertas, sin embargo, una mujer dobla la siguiente esquina y
desaparece de mi vista. Río, dicen que la risa es un buen medicamento, y cada
carcajada se convierte en un verso, un poema que habla de amor, hasta que el
olvido escribe el último verso. Miro mi cielo, cuento estrellas, hoy hay una
menos. Vuelvo a escribir las mismas palabras que he escrito una y otra vez,
como si fuese un castigo que nunca acabo de cumplir. Si mañana tengo tiempo,
lloraré. La noche ya está aquí, trae su escoba, y barre el olor de todas las
pieles, se lleva la risa, guarda en sus cajones caderas, pechos, deseos
cumplidos y los que nunca se cumplirán, y hace un pacto con el recuerdo que
nunca son capaces de cumplir. Puede que en algún lugar alguien llore sobre mi
alma. Mañana será otro día. Pero el día es siempre el mismo en este páramo
donde hoy no hay nadie que dé cuerda a los relojes ni mida las distancias. Abro
un grifo, una gota de agua cae y se queda suspendida a dos centímetros. En
ella, el reflejo de mis ojos y de una lágrima que refleja la gota en una
eternidad de juego. Si mañana tengo tiempo, lloraré. Cojo mi cuerpo y tristeza,
la cama puede que sea un buen aliado. A uno lo acuno, como si fuese un niño,
como si fuese un ángel. La otra se sienta a los pies de la cama y mira como
cierro los ojos por si la luz se escondió en mis parpados. El silencio me toma
de la mano y me hace caminar hacia otros mundos. Me mira, sonríe. Sus labios
son de plumas y hace intención de hablarme. Le tapo la boca con la mano y le
susurro “mañana será otro día”.
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Sueño
