
Soledad.
Demasiada
soledad.
Un
hombre muerto, otro hombre muerto, un hombre que parece que está vivo pero también
está muerto. Una madrugada donde todavía no ha salido el sol y ya no saldrá
nunca. Un sol perdido en medio del principio de los tiempos gritando
desgarradamente. El asco, un tremendo asco que llena cada poro de mi cuerpo y
no para de jugar a expandirse y contraerse en un infinito engaño que nunca
acaba en nada. La palabra “mañana” grabada con fuego en mi espalda, un mundo
donde siempre, siempre, es ayer. Miedo, ni mucho ni poco, miedo, el justo para
no acabar dando nunca el paso y sin embargo, ser incapaz de dejar de
intentarlo. Arena, madera, un ciprés, un presagio, yo. Gente a la que no
conozco ni me conoce, gente a la que no encuentro. Un viento que no deja de
soplar nunca ni encuentra nada a su paso que lo calme. Agua, creí que era agua,
llanto. Un jardín, el más bello y fértil de los jardines, que nadie cuida y a
más de mil kilómetros, un labrador que se empeña en plantar su única semilla en
la más yerma de las tierras. Silencio, tanto silencio que la muerte tiene miedo
a pasar por estas tierras. Una mujer, le pregunto, se había equivocado, se
marcha. Un poco más de soledad.
Maldito,
maldito sea quien me aconsejó que lo mejor era buscar en mi interior, porque
esto, y no otra cosa, es lo que hay en mi interior. Maldito.
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