Hoy ha sido
un día como otro cualquiera. A primera hora del día me atacó un león, fiero,
pero no más que los que me atacan a menudo. Salvo la molestia de los pelos en
mi boca y en las ropas, no tuvo mayor importancia. Bajé las escaleras saltando
los escalones de ocho en ocho, no me encontraba muy ágil. Puede que las peleas
matutinas con los leones me estén debilitando más de lo necesario.
Salí a la
calle, despacio, uno no sabe nunca lo que puede encontrarse allí. A veces he
encontrado grandes rocas agazapadas tras las esquinas, en las calles más
empinadas, en lo alto, mirando de reojo hacia mi portal. Esperando mi salida
para lanzarse calle abajo. Otras veces han sido unas sombras que volaban por el
cemento de la gran avenida. Al alzar la vista he visto pájaros que nunca podría
acabar de definir. Nombraré sólo sus grandes garras, como si en las mejores
orfebrerías árabes les hubiesen tallado unos puñales dorados con incrustaciones
rojas en las puntas. Sus picos semejaban, o al menos así me lo pareció, trozos
metálicos arrancados de la guadaña de la muerte. Fríos y curvos. Y en ellos se
reflejaba mi rostro.
Hoy parecía
ser uno de esos días tranquilos en los que, salvo el león y puede que un par de
apariciones a media mañana, como siempre en el parque, no ocurrirían cosas más
importantes.
De camino
al mercado Aristides tuve que soportar el incesante parloteo de bordillos y
aceras, los silbidos de las ramas a los pájaros, la desvergüenza de aquellos
miles de rayos de sol rebuscando en mi pelo, en mis brazos, en mis bolsillos, y
la sonrisa burlona de mi sombra a cada nuevo giro de una esquina. Vi pasar a
cinco o seis jovenzuelos que me hicieron recordar mi juventud, cuando todavía
era torpe en las luchas matinales con los leones y salía a la calle con la ropa
hecha jirones, alguna que otra herida en el rostro y en los brazos, y sin miedo
a las rocas o a las águilas.
Cuando
llegué a las puertas del mercado se apoderó de mi una extraña inquietud. No era
posible que volviera a suceder, pero ocurrió. Una bellísima mujer se agarró de
mi brazo. Con nerviosismo mal disimulado me rogó que siguiera andando, que no
mirase hacia atrás y siguiera andando. No sin cierta resignación lo hice,
aunque pensé que de ocurrir de nuevo me negaría. No había conseguido entrar en
el mercado desde hacía seis días. Cinco manzanas más adelante se despidió de
mí, no sin antes darme las gracias.
Miré ante
mí, el parque de los Naranjos. Irremediablemente tendría mi cita con las
apariciones. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un libro de relatos que
acostumbro a leer sentado en un banco durante unos cuarenta minutos, y enfilé
el camino central que lleva a la glorieta. A pocos metros de esta se produjo la
primera aparición. A mi derecha, junto a un pequeño rosal, sollozaba un niño
que no tendría más de cinco años. Lo miré de reojo. El balbuceó unas palabras
que me fueron ininteligibles. Continué mi camino en busca del banco en el que
suelo sentarme. No llevaría más de cinco minutos, justo cuando comenzaba a leer
“El campeonato mundial de pajaritas”, cuando una enorme sombra, fría y
compacta, oscureció media glorieta. Tuve que aguantar casi veinte minutos de
reproches de aquella vieja y estúpida piedra. Primero me habló de mi poca
sensibilidad por cambiar mi recorrido y dejarla esperando tras la esquina, de
las pocas oportunidades que le quedaban, del sentido de su vida,... La dejé con
la palabra en la boca y, levantándome, comencé a pasear por el parque.
Pese a que
todavía queda más de medio día dejaré aquí mi diario. El resto del día fue
igual de aburrido y poco novedoso. Verdad es que esperé casi hasta el anochecer
con la esperanza de que ocurriese algo especial, pero todo terminó con la misma
monotonía con la que había comenzado.
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