"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

sábado, 24 de marzo de 2018

DIARIO DE UN DÍA


Hoy ha sido un día como otro cualquiera. A primera hora del día me atacó un león, fiero, pero no más que los que me atacan a menudo. Salvo la molestia de los pelos en mi boca y en las ropas, no tuvo mayor importancia. Bajé las escaleras saltando los escalones de ocho en ocho, no me encontraba muy ágil. Puede que las peleas matutinas con los leones me estén debilitando más de lo necesario.
Salí a la calle, despacio, uno no sabe nunca lo que puede encontrarse allí. A veces he encontrado grandes rocas agazapadas tras las esquinas, en las calles más empinadas, en lo alto, mirando de reojo hacia mi portal. Esperando mi salida para lanzarse calle abajo. Otras veces han sido unas sombras que volaban por el cemento de la gran avenida. Al alzar la vista he visto pájaros que nunca podría acabar de definir. Nombraré sólo sus grandes garras, como si en las mejores orfebrerías árabes les hubiesen tallado unos puñales dorados con incrustaciones rojas en las puntas. Sus picos semejaban, o al menos así me lo pareció, trozos metálicos arrancados de la guadaña de la muerte. Fríos y curvos. Y en ellos se reflejaba mi rostro.
Hoy parecía ser uno de esos días tranquilos en los que, salvo el león y puede que un par de apariciones a media mañana, como siempre en el parque, no ocurrirían cosas más importantes.
De camino al mercado Aristides tuve que soportar el incesante parloteo de bordillos y aceras, los silbidos de las ramas a los pájaros, la desvergüenza de aquellos miles de rayos de sol rebuscando en mi pelo, en mis brazos, en mis bolsillos, y la sonrisa burlona de mi sombra a cada nuevo giro de una esquina. Vi pasar a cinco o seis jovenzuelos que me hicieron recordar mi juventud, cuando todavía era torpe en las luchas matinales con los leones y salía a la calle con la ropa hecha jirones, alguna que otra herida en el rostro y en los brazos, y sin miedo a las rocas o a las águilas.
Cuando llegué a las puertas del mercado se apoderó de mi una extraña inquietud. No era posible que volviera a suceder, pero ocurrió. Una bellísima mujer se agarró de mi brazo. Con nerviosismo mal disimulado me rogó que siguiera andando, que no mirase hacia atrás y siguiera andando. No sin cierta resignación lo hice, aunque pensé que de ocurrir de nuevo me negaría. No había conseguido entrar en el mercado desde hacía seis días. Cinco manzanas más adelante se despidió de mí, no sin antes darme las gracias.
Miré ante mí, el parque de los Naranjos. Irremediablemente tendría mi cita con las apariciones. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un libro de relatos que acostumbro a leer sentado en un banco durante unos cuarenta minutos, y enfilé el camino central que lleva a la glorieta. A pocos metros de esta se produjo la primera aparición. A mi derecha, junto a un pequeño rosal, sollozaba un niño que no tendría más de cinco años. Lo miré de reojo. El balbuceó unas palabras que me fueron ininteligibles. Continué mi camino en busca del banco en el que suelo sentarme. No llevaría más de cinco minutos, justo cuando comenzaba a leer “El campeonato mundial de pajaritas”, cuando una enorme sombra, fría y compacta, oscureció media glorieta. Tuve que aguantar casi veinte minutos de reproches de aquella vieja y estúpida piedra. Primero me habló de mi poca sensibilidad por cambiar mi recorrido y dejarla esperando tras la esquina, de las pocas oportunidades que le quedaban, del sentido de su vida,... La dejé con la palabra en la boca y, levantándome, comencé a pasear por el parque.
Pese a que todavía queda más de medio día dejaré aquí mi diario. El resto del día fue igual de aburrido y poco novedoso. Verdad es que esperé casi hasta el anochecer con la esperanza de que ocurriese algo especial, pero todo terminó con la misma monotonía con la que había comenzado.

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