No
sé, quizás en la mayoría de las ocasiones mis dragones disfrutan de más
espacio. Tienen páramos inmensos donde hacer sus correrías, y valles, y lagos
donde nadar sin descanso. Yo escucho su ruido, siento resbalar sus patas sobre
las rocas cuando suben mis montañas, restallando metálicas como el golpe de la
espada fría contra el frío de mi alma. Oigo lejano el eco de sus gritos, de sus
terroríficos gritos, alargándose hasta el infinito dentro de la inmensidad de
mis miedos, y me recuesto al sol pensando en lo dichosos que son con tanto
espacio, con tanto tiempo, para crecer felices mientras yo disfruto de estos
primeros rayos de abril.
Pero
hoy, no, hoy parece como si todos hubiesen encontrado a la vez la salida
imposible del laberinto y saltasen sobre mí. Hoy, mi cabeza es la cabeza de un
dragón, y mi cuello un río de gemidos y gritos que rebotan contra la cúpula del
firmamento y cae a plomo sobre mí. Y mi pecho alberga las cientos, las miles de
heridas que poblaron todos y cada uno de los pechos de los dragones. Y mis
manos son garras, garras desagradecidas que buscan sin descanso mi corazón. Y
estoy cansado.
Como
otras veces, como siempre, mis dragones resbalan como agua de mayo por mi piel,
se dejan caer sin prisa. Primero el sol vuelve a dar de nuevo en mi cara, y
cierro los ojos, mientras los noto bajar por mis brazos, por mi vientre y por
mis piernas, hasta que la tierra acaba por atraparlos y quedo desnudo, como
siempre. Entonces pienso en mis páramos, en mis lagos y montañas, vacíos. Y
espero.
Y ahora escucha esto.
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