"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 13 de septiembre de 2011

El estornudo.


Reunidos todos en aquel foro. Una tarde más, una más. Muchas tardes. Unas con el ocaso subido a la espalda, otras simplemente sin cielo. Sus caras denotan su capacidad, su inteligencia, su retórica y su dialéctica. Los más afamados maestros junto con los más torpes. Los hombres más intuitivos pese a su incultura, codo a codo con los más doctos, pese a su poca capacidad de adivinar el futuro inmediato, aunque sea el de dentro de quince segundos. Siempre se respira un aire densamente plagado de ideas. Ideas que podrían venderse a peso en el más humilde de los mercados, y otras que podrían ocupar el más alto lugar en las cimas de los montes de la filosofía, si es que alguien alguna vez ha subido a esos montes. Y hablo Añ13.

Añ13.- Ha llegado el momento, tal vez no os lo parezca, pero ha llegado el momento. Todo, desde las normas más simples que han gobernado la cortesía, hasta las más profundas raíces de nuestra economía, todo se tambalea en nuestra sociedad. Ya no hacen falta grandes análisis, hasta el más torpe de nosotros, aunque apenas su inteligencia dé para balbucear sin sentido unas palabras, sería capaz de darse cuenta.

Todos asintieron con la cabeza. Se escucharon murmullos de aprobación. Desde el fondo 1312616SH se levantó sin prisa, tomo el centro del mundo y dijo:

13126116SH- Puede, solo puede, que sea cierto que el momento ha llegado; pero aun así, y dando por supuesto que esa afirmación aun deja muchas dudas en más de un rostro de los maestros que ahora escuchan mis palabras, no son suficientes, bajo mi humilde apreciación, siempre bajo ella, los documentos que se han escrito sobre el tema, ni los diferentes foros donde hemos analizado, a veces con mayor acierto, y a veces desde el más disparatado de los enfoques, son os suficientes todavía para tomar realmente la decisión.

Aplausos se mezclaron con abucheos. Unos lazaban soflamas de aceptación y hacían movimientos afirmativos con la cabeza de manera exageradamente ostentosa, otros gritaban fuera con una fuerza que ella sola habría bastado para sacar de allí al último de los intervinientes. Pero nada cambio. Luego llegó un silencio harto molesto. Unos se miraban las manos con disimulo, los otros aprovecharon para arreglar algún punto de su ropa, la raya del pantalón, las magas de las chaquetas. Cuando el silencio estaba a punto de pasar de la condición de molesto a altamente embarazoso, uno que estaba sentado en primera fila, a la izquierda de la mesa central, hizo un amago de levantarse. Apoyó sus manos en las rodillas, tomo impulso con sus riñones, y cuando apenas un soplo en su espalda lo habría levantado y su boca habría comenzado a justificar una de las posturas, nadie sería capaz de la postura a favor o la postura en contra, justo en ese momento, en el fondo de la derecha, alguien, no se sabe si con la mejor de las intenciones, o de manera involuntaria, estornudo. No hizo falta ninguna proclama, ni señal alguna, todos, como si aquellos cientos de manos solo fueran una, como si todas y cada una de las gargantas solo fuesen una, como si todas las intenciones, las que hace unos segundos estaban encontradas casi hasta lo irreconciliable, comenzaron a aplaudir, a gritar vítores que se expandieron por el aire hasta cientos de metros, y se escuchó un grito que todos hicieron suyo “por fin un movimiento”. Siguieron aplaudiendo y gritando, no había más que decir, un solo movimiento tenía más poder que cientos de discursos. El estornudo se perdió entre aquellos aplausos y volvieron a arreglarse la raya del pantalón y alguna que otra manga de chaqueta.

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Sueño

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