"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 14 de agosto de 2011

El precio


Y sonrió, trajo a su cara una de las sonrisas más hermosas que yo había visto en los últimos tiempos. Rápidamente añadió “¿con esto crees que ya está todo arreglado? ¿Qué como sonrió ya está?”. Y yo quedé durante unos segundos sin saber qué contestar. Acababa de conseguirle una de sus mejores sonrisas, y no es fácil, cualquiera sabe que no es fácil. Y sin embargo ella prefería mantener vivo el motivo del enfado que disfrutar de la sonrisa hasta desgastarla por las comisuras.
Ella siguió hablando, la sonrisa había desaparecido de sus labios. Él la miraba sin escucharla, cuanto se habría enfadado más ella de saberlo, sin poder dejar de pensar en lo que había hecho ella con la sonrisa. Ya no estaba en sus labios, estos volvían a tener un rictus que a él le producía un extraño escalofrío por la espalda, pero no dejo de pensar en aquella sonrisa que había tenido una vida tan efímera. ¿Estará en alguna parte de su cuerpo escondida?, pensó, y eso hizo que una sonrisa suya, de sus labios, se asomase con miedo. Lo divertido que era pensar que, mientras la cara de ella seguía crispada por la tensión, la sonrisa se había dejado caer hasta su hígado y este sonreía divertido y a la vez perplejo observando como pulmones, corazón y el resto del cuerpo se retorcía de enfado. ¿O habría desparecido por siempre?, y si era así ¿qué sentido tenían dos labios que eran capaces de dejar escapar una sonrisa como aquella con tanta facilidad?.
Recodaba gente, mucha gente, gente que veía a diario y a la que no era capaz de recordar sonriendo. Eran rostros serios, deformados en ocasiones por la gravedad de su trabajo, por la importancia de las palabras que pronunciaban en sus conversaciones, rostros que no se permitían el lujo de la sonrisa por no perder autoridad o importancia, rostros que podrían poblar pesadillas junto a las más terribles de las apariciones y no desmerecerían en su cometido. Luego recordó otros rostros, unos que andaban a menudo pegados a una sonrisa como si esta estuviese cosida a la comisura de los labios. En estos daba la impresión que intentar arrancarla supondría llevarse detrás los labios, la boca, la nariz y los ojos y dejar sólo un cuerpo con una masa informe sobre el cuello, porque el sentido de todo era su sonrisa. Los recordaba felices, invitando en cada momento a acercarse, a compartir, a vivir.
Se encontró pensando en cual sería el precio de una sonrisa, una de esas que aparecen espontáneamente en los labios y uno no es capaz de adivinar si llegaron cogiendo carrerilla desde los pies o las llevaba en su vuelo el viento y decidió hacer una parada en aquellos labios.
La miró, todavía seguían saliendo palabras de sus labios que por alguna extraña razón no llegaban a los odios de él. Sintió un escalofrío, lo haré, se dijo, lo haré. Sabía que corría un grave peligro, que podría suponer alargar el enfado hasta términos casi insostenibles, pero algo superior a él le empujaba con firmeza.
Él luego no fue capaz de recordar si fueron sus palabras, sus gestos, o algún movimiento perfectamente coordinado con todo ello, pero lo hizo, y vio como en la cara de ella, en medio de un gesto de enfado que la hacía entornar los ojos y plegar los labios, volvió a aparecer otra sonrisa, todavía más fresca y amplia que la anterior.
Si siguieron discutiendo o no, más ella que él, o si aquella sonrisa fue la puerta a otras sonrisas y puede que alguna carcajada, no queda rastro en su memoria, aquello sucedió hace tiempo, demasiado para recordarlo. Simplemente él anotó en uno de los apuntes de su memoria “todavía soy un buen artesano de sonrisas, y ella, ella todavía es capaz de mantener una hermosa sonrisa en sus labios con el mayor de los encantos. Simplemente he de seguir trabajando sobre su duración en el tiempo y ella, ella, ha de esforzarse en no perder el brillo de sus ojos cuando sonríe”.

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