"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 18 de octubre de 2011

Camino a la locura. Decimotercer paso. Es como una línea infinita.

Es como una línea infinita en la que puedo dejar mis pies y que estos resbalen sin control. Yo sé que al final espera un leñador con su hacha a punto, pero no tengo miedo. Otras veces es como un agujero en la vida, a la izquierda, entre el desayuno de esta mañana y el viaje al trabajo. Basta con un leve movimiento de volante y mi coche entrará en él. Al otro lado nunca sé lo que hay, pero sé lo que hay en este. No debería de pensarlo ni un segundo, pero cada día sigo recto, mirando por el retrovisor. Hay días en que solo son unas gotas de lluvia, cuando estoy enfrascado en un importante tema sobre la deriva de los tiempos. Justo en el momento de mayor apogeo, cuando estoy a punto de traer a mi boca y a los oídos de quien me escucha, el argumento final, el que acabará con cualquier duda hasta el fin de los tiempos, entonces la más tonta de las nubes rompe contra mi frente. Ya lo dije, no más de cuatro o cinco gotas de lluvia, una lluvia fresca que se deja caer por el surco de la vena que tengo justo en el centro de mi frente, salta el pequeño desnivel que hay entre mis cejas y decide. Unos días por la derecha, otros por la izquierda, sin una norma fija. Se deja caer a lo largo de uno de los laterales de mi nariz y se esconde entre mi bigote. Ya está, pienso, pero sé que no es así, solo cuestión de tiempo. Y sucede. Asoma por cualquiera de los últimos pelos y se resbala sobre mi labio. Me gusta chupar esas primeras gotas de lluvia de octubre. Y, lógicamente, soy incapaz de recordar ese argumento que salvaría al mundo y lo sacaría de esa oscuridad que no llega a ser eterna porque nadie se merece nada eterno. Pero ¿quién puede comparar un argumento salvador con el frescor infinito de la lluvia de otoño? No, un argumento dura apenas unos segundos, y la lluvia trae tantos recuerdos a mi piel. Al final del día, cuando vuelvo del trabajo, nadie ha sido capaz de dar con la solución, ha sido un día de demasiada lluvia, a mi derecha se abre el mismo agujero. Si no fui capaz de entrar en él cuando todavía las fuerzas estaban intactas y mi desasosiego no se había despertado aún todavía seré menos capaz ahora. Y así sucede, jamás he sentido en mis manos el temblor que suelo sentir por las mañanas, están agarradas al volante, con fuerza. Y de nuevo miro por el retrovisor, viendo como se cierra poco a poco mientras ante mi se abre una boca que me devora y me vomita cada día como si ese fuese su único fin.
Otras veces, siempre, la noche me espera sentada en una mecedora vieja. Ya casi nunca la saludo. Al final del día, entre las muchas cosas que he gastado sin mucho sentido, esta mi educación. Me siento al lado de ella, con la esperanza de que sea capaz de estarse callada. Diez minutos, solo necesito diez minutos. Pero si el día no fue benévolo conmigo no puedo esperar que lo sea la noche. Menos la noche, que apenas tiene entre sus posesiones la oscuridad y los sueños de todos los que no entraron en los agujeros. Me habla, siempre me habla. Parece como si no quisiese creer que ya vengo derrotado sin necesitar su aliento; pero me habla. Si mañana no llueve, si mañana el agujero está al otro lado del camino, si la línea consigue hacer un giro y evita al leñador, puede que entonces. Pero la noche me recuerda quien soy, y quien es ella. La locura intenta darme la mano, hoy estoy demasiado cansado, puede que mañana, aunque ya casi noto el roce de sus dedos. Quizás mañana.
Y ahora escucha esto...

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Sueño

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