"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 29 de marzo de 2012

Memorias de un ángel

Por el camino de tierra, me dijo, se fue por el camino de tierra. Miré ante mí. Solo había un camino, de tierra, pero solo uno. Aquel febrero no era como el del año anterior, ni como ningún febrero que yo recordara. La tierra estaba seca. Las grietas que se abrían en el camino hacían que los pies no encontraran nunca un acomodo estable. Se pegaba el calor a la suela de los zapatos y las traspasaba como si fuesen de papel, quemando los pies y subiendo por el cuerpo de uno hasta que le quemaba las ideas. Y en aquellos días nadie tenía una idea buena. Apenas jalonaban los laterales del camino algunas aliagas que habían tomado un color dorado y daban la sensación de estar ardiendo. O lo estaban, porque caminar por aquel lugar era lo más parecido a los últimos pasos camino del infierno. Y lo puede jurar alguien que ha hecho ese camino varias veces.
¿Está seguro?, le pregunté con la vana esperanza de que se hubiese equivocado. Nadie en su sano juicio se aventuraría en un día como hoy por ese camino, añadí. Y él, sin levantar casi la cabeza, aquel calor no solo era capaz de fundir las ideas, antes se tomaba el gusto de quemarle a uno la frente, dijo, usted no me preguntó si estaba en su sano juicio, solo por donde se fue, y yo se lo digo, ahora es su juicio el que hará el resto. Y yo tampoco andaba sobrado de juicio por aquellos días, ni de juicio ni de dinero.
Con dios, le dije mientras tomaba mi petate y me encaminaba hacia aquella boca de horno. Y con una indiferencia que casi me heló la sangre, y no hubiese sido malo que así hubiese sido para aquel viaje, me contestó, ya hace mucho que dios no viene por estas tierras. Y estoy seguro que era así, apenas un terrenito del diablo.
Yo soy enjuto, siempre he de hacerle un par de agujeros, o tres, a los cinturones que me compro para que me ajusten bien y, a veces, ni aun así. Pues aun encontraba sito aquel sol abrasador para quemarme el alma. Y con un alma a doscientos grados no se pueden tener buenas ideas, no se puede.
¿Y me dice usted que ha bajado por el camino?, le preguntó el del bar mientras le ponía el vaso de vino delante. No contestó, no al menos enseguida, necesitaba limpiar algo del polvo que llevaba en su boca. Del otro ya se ocuparía más tarde si era preciso. Tomó el vaso y se lo bebió de un trago. Tuvo la sensación de que una bola de esparto recorría toda su boca y se lanzaba hacía su estómago raspando todo a su paso. El vino se llevó el polvo, el calor y el miedo, de golpe. Tosió un par de veces y estiró la mano sujetando el vaso. El del bar se lo volvió a llenar. Si, respondió, todavía con la sensación de sequía en su garganta, por el camino. Es raro, hasta noviembre no suele aventurarse nadie por él, es como caminar por dentro de un volcán. Se miró las suelas de sus zapatos y estaban totalmente desgastadas. Apenas dos días de caminar sobre aquellas brasas habían bastado para desgastar totalmente sus zapatos. Volvió a beber de golpe el vino y de nuevo alargo el brazo con el vaso. No se quitará así el polvo de la garganta, no señor, dijo el del bar. Lo tiene en la cabeza, y tardará varios días en irse, mejor dormir un poco, eso ayuda, y comer, aquí tenemos buena comida para olvidarse del polvo. De todos modos él hizo un movimiento de mano para que le llenase el vaso. El del bar se lo llenó mientras movía la cabeza. Dos días, pensó, tengo dos días para descansar un poco. ¿Cuánto hay hasta el siguiente pueblo?, preguntó. ¿De tiempo o de polvo? Le respondió sin ironía el del bar. Lo miró sin acabar de entender. De tiempo no más de cinco días; pero el camino es aquel de allá. Y con el brazo señaló a la derecha. Volvió la cabeza y sintió que todo el polvo que había conseguido arrastrar el vino volvía de golpe a su boca. Era el mismo camino, o eso le pareció a él. Tuvo que girar la cabeza y mirar hacia el norte, hacia el sitio por el que había venido, para convencerse de que no era el mismo. Y cinco días, le había dicho el del bar. Dos días, apenas dos días con sus noches, y la sensación de haber caminado durante años por un desierto de fuego. No podré soportar los cinco días, pensó, mejor lo espero aquí y que las cosas sean como han de ser. Pero no, sabía que no podía esperarlo. No tenía sentido aquella huida de tanto tiempo para acabar esperándolo a la sombra de un bar, con un vaso de vino en la mano. No. Descansaría día y medio, él no tardaría menos en llegar, y seguiría su camino, aunque su destino fuese entrar en el infierno por el camino principal. Puede que su vida no hubiese sido más que eso, caminar sin descanso hasta el infierno, hasta llegar a aquellos dos últimos tramos. Su vida, y pensó en su mujer y en sus dos hijas. ¿Tiene habitaciones? le dijo al del bar. Arriba, en la segunda planta, lo más lejos posible de este fuego que no para de manar del suelo, le contestó. Venga al mostrador y le daré la llave. Sentía como le ardían los pies. ¿No tendrá un par de zapatos por ahí que pueda comprarle? Desde luego, y no hace falta que me los pague, no es normal tener clientes en esta época del año, con lo que beba y coma estaré más que pagado.
Casi era mejor tenerlo de cara. Al enemigo siempre de cara, pensó mientras se secaba el sudor. Y miró de reojo a aquel sol que no dejaba de trabajar ni un solo segundo. Un cielo raso, como si en algún lugar estuviese escrito que las nubes tenían prohibido pasar por él. Estará sentado, a la sombra de algún bar, descansando. Dos días, no más, me dijo aquel viejo, dos días y el camino se acaba en el pueblo. Y ya hace día y medio que voy bajando. A veces me llega como un olor a pluma quemada; pero en este lugar siempre huele a quemado. Se me mete muy hondo, tanto que acaba por quemarme el ánimo. Media jornada y estaré en el pueblo, me puedo sentar un rato a descansar.
Necesito su nombre para el libro, le dijo el hombre del bar, sin dejarle bajar del todo las escaleras. Todavía llevaba el hielo en su corazón, como si fuese el único reducto donde se podía sentir algo de frío en aquella tierra. Un frío que se le había colado en las pesadillas de aquella noche. Gogol, dijo sin mirarlo. Había soñado con hielo, mucho hielo, un hielo que no podía acabar con el polvo y el calor que manaba de su boca. Cortaba, como si el mejor de los artesanos hubiese estado trabajando en las aristas infinitas de aquel hielo y, sin embargo, cada una de las aristas se derretía ante la presencia del polvo convirtiéndolo en una pasta marrón y pegajosa que se agarraba a su piel. ¿Cómo ha dicho? Gogol, repitió mientras por la ventana veía el camino que debía acometer. Ni sombra de árbol, ni sombra de nube, ni nada que pudiese arrojar una sombra sobre aquella lengua larga del diablo. Tendrá muchos nombres, pensó, Belcebú, Satanás, El diablo, y tantos otros, pero una sola lengua, y está frente a mí, esperando mis pies para tragarme como el más terrible de los camaleones. Son cuarenta con veinticinco. Hurgó en su bolsillo. Dinero de sobra, demasiado, quizás hubiese sido mejor no tenerlo y quedarse dos días trabajando en aquel bar para pagar la deuda; pero entonces él llegaría antes de que se hubiese ido. Dudo durante unos instantes. Sacó la cantidad y la dejó sobre el mostrador mientras le preguntaba al del bar si sería posible tomar algo antes de marchar. Desde luego, ¿algún vino en especial? Si, si hay que morir que mejor manera que con el sabor de un buen vino en la boca.
Reemprendió el camino. Media jornada y estaría en el pueblo. Sabía que ya se habría marchado, pero confiaba en haberle robado al menos media jornada de ventaja. Se miró las suelas de los zapatos. Gastadas, demasiado gastadas, no para media jornada pero si para continuar. Ya compraría calzado en el pueblo. Estaba seguro que había sido de noche. Cuando cerró los ojos aun estaba el sol en lo alto, y al abrirlos allí estaba, esperándolo. Estaba seguro que había sido de noche, aunque solo fuese por esa extraña sensación a hielo en su corazón. Limpió como pudo el polvo de su ropa, aunque sabía que era trabajo perdido porque a los dos minutos de andar volverían a estar llenas. Lo hizo mecánicamente, más como un “comienzo de nuevo” que como una necesidad. Y retomó el camino. Oía como el calor hacía crujir el suelo, como se rompían los granos de tierra ante aquel insoportable calor. Solo dos almas serían capaces de aguantarlo, y las dos debían tener el mismo odio en su interior. Un odio que soportaría aquel calor como sería capaz de soportar el viaje al mismo infierno. Y se rió. ¿Acaso no era precisamente aquel el camino al infierno pese al olor a plumas que lo llenaba todo? A la hora y media, más o menos, cerro sus ojos lo suficiente como para poder divisar a lo lejos sin que el sol se lo impidiera. Las primeras casas. Entre ellas un bar. Sintió como si de golpe todo el polvo que tenía dentro de su cuerpo subiese a la carrera a su garganta. No apresuró el paso, no hubiese podido. Volvió a bajar la vista al suelo y continuó sin prisa.
Ante él dos mesas a la puerta del bar. En una, sentado, un hombre, con un delantal que le cubría casi hasta los pies. Demasiada tela para estos calores, pensó. Con un vaso de vino a mitad beber. En la otra, dos sillas vacías, un vaso vacío, y algunas plumas sueltas en el asiento de una de las sillas y por el suelo. A la derecha, en uno de los troncos que servían de soporte al porche, colgados, dos zapatos con las suelas totalmente gastadas. El hombre se levantó, arregló su delantal, y antes de que le dijese nada me dijo: ¿Y me dice usted que ha bajado por el camino? Tuve la sensación de haber estado allí antes. De bajar por un camino que era el mismo que veía un poco más adelante, a la derecha. De traer en la garganta un infierno que no se iría nunca, porque era yo quien lo alimentaba. No le contesté, tomé el vaso de vino y lo bebí de un trago.

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