"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 21 de diciembre de 2010

Escribo como el condenado...

Escribo como el condenado a trabajos forzados. Cada palabra, cada letra, es un golpe en la roca que no conseguirá nada más allá que debilitar mis ánimos. Escribo porque me obligo después de un tiempo que llega a parecerme siglos, un tiempo de abandono en el que me reconforto sabiendo que casi nada de lo que escribo tiene más valor que el precio de la tinta y el papel que gasto. Escribo porque hay voces, voces amigas, que me animan, sin saber que están animando al suicida al borde del más alto de los rascacielos de la mediocridad. Yo me sostengo apenas con mi silencio, con volver a menudo la cabeza y olvidarme de la increíble altura que tiene el fracaso, pero ellos, en su bondad, siguen animándome sin que sus ojos lleguen a divisar el abismo que se abre ante mi frágil capacidad de escritura. Y yo hay veces en que los engaño, atrapo al vuelo, siempre sin llegar a soltar las dos manos de la barandilla metálica que bordea el rascacielos de la mediocridad, un par de palabras, con suerte unas cuantas que casi hacen una centena, y usando las más torpes técnicas de la escritura, aquellas cuya finalidad es tocar el sentimentalismo y la nunca bien apreciada metáfora fácil, y creo un texto. Luego, poniendo mi mejor cara de melancolía lo leo, pero nunca, nunca me olvido de aferrarme con desesperación a la barandilla. Entono como el trovador que sabe que su sueldo, el que tengan a bien darle quienes le escuchan, depende de cada una de las inflexiones de su voz, pero nunca pongo tanto énfasis que incluso yo me olvide que sólo es una interpretación y pueda llegar a soltar las dos manos. A veces, después de una lectura especialmente conseguida (una lectura buena es capaz de hacer parecer literario incluso el peor de los textos) las loas y los aplausos son demasiado vehementes, demasiado parecidos a la realidad, y en esos momentos, no puedo decir que hayan sido más de seis o siete en mi vida, noto como mi mano se afloja, como alguno de mis dedos se separa unos milímetros de la barandilla, y mi cuerpo se inclina, mi boca se reseca, y mi vista cae a plomo por el borde del edificio, en busca de la más oscura de las miserias: la autocomplacencia. Pero uno ya es un perro viejo en el arte de sujetarse. En esos momentos mi otra mano deja caer el folio que sujetaba y que acabo de leer, hace un giro rápido en el aire, y mientras la que se suelta estrecha las manos que se le acercan y saludo al los que está más lejos y no puedo alcanzar, y sin un solo gesto de desesperación vuela por detrás de mi espalda y se engarfia a la barandilla. Y de nuevo estoy allí, solo, sintiendo como el frío del hierro de la baranda sube por mis dedos, por mi brazo, baja por mi pecho y se acomoda en cada milímetro de mi cuerpo hasta que, un espectador no muy avezado sería capaz de confundirme con la barandilla mismo. Y entonces vuelvo al dulce letargo de la sequía. El público se aleja, no se olvida de mí, pero me da un respiro que yo agradezco.
A veces el abismo que hay bajo mi es tan grande que casi desaparece ante mis ojos. En esos días, los peores días, me creo realmente capaz de escribir, de escribir con mayúsculas, de crear un texto que por fin sea capaz de dejar mis dos manos libres, de separarme de esta baranda, de convertir el abismo que se abre debajo de mì en el más amplio de los campos. Imagino que una palabra lleva a otra, otra a una frase, y que un voraz deseo de caminar anima mis manos y no dejan de brotar de ellas signos que ni yo mismo soy capaz de comprender. He de mover las manos con una rapidez de la que no me creía capaz pues el texto aparece en el papel más rápido de lo que yo soy capaz de escribir. Un folio, otro folio, el aire se llena de folios que no necesito retener junto a mi porque vuelan hacia la increíble biblioteca del recuerdo. En su vuelo son leídos por cientos, por millones de personas. Se leen en todas y cada una de las lenguas que existen, en grandes salas, en pequeños porches de chozas perdidas en cualquier pequeño pueblo, en celebraciones históricas y en reuniones de petit comité donde sólo cuatro o cinco personajes, con demasiada cultura para ser más modestos, lo desmenuzan sin encontrar un solo motivo para no calificarlo de "magistral". Y. a veces, en esos momentos se levanta un viento frió, un viento que se cuela por cada uno de los rincones de mi ropa, un viento que llegando desde lo más profundo del abismo sube hasta mis odios y me susurra, puede que él sea el único amigo real que tenga, y me susurra “no te sueltes, no te sueltes nunca”.




A Leo, que sigue animandome a publicar lo que escribo. Como se me suelten las dos manos me vas a tener que curar tu las heridas. Un beso.

1 comentario:

  1. ¡¡Cuántos miedos agarrados a las barandillas¡¡¡ Cuántas cobardías escondidas tras las cortinas de la mediocridad¡¡¡¡Tal vez, a nuestra edad, ni siquiera sea nececesario dilucidar si el viento es realmente nuestro amigo , o por el contrrio nuestro peor enemigo. ¡¡¡Qué más da¡¡¡
    Que grandes tus sueños. Aún. Y qué linda tu realidad de hoy , que con tus palabras puedes hacer disfrutar, sentir, reflexionar, emocionar, soñar, y dormir... a dos, tres, diez almas ...Lindo, lindo, lindo.

    Nor

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