"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 31 de diciembre de 2010

Cuento de fin de año

Le gustaba escuchar el sonido de las hojas cuando el viento pasaba entre ellas. Su perro corría y saltaba alegre a su alrededor. Se adentró en el barranco. Éste ejercía una extraña atracción que nunca supo explicarse. Si ella hubiese podido, si ella hubiese sido capaz de ver; pero hay cosas que no deben suceder. Continuó barranco adentro, hasta llegar a la roca donde se sentaba a menudo. No lo vio, nunca lo había visto pero él siempre había estado allí. Sentado, con la cabeza agachada y su armadura oxidada por el paso del tiempo. Era probablemente el único guerrero que había perdido todas y cada una de las batallas en las que había participado. Su cuerpo estaba cubierto de heridas ya cicatrizadas. La vio llegar, sabía que se sentaría en aquella roca, y esperó. Cuando la tuvo a su lado,  acercó su mano al rostro de ella y la rozó. Sólo una vez había notado el escalofrío de ella, y aquella vez pensó que sería posible, que ella podría adivinar que él estaba allí, que lo vería y podría abrazarla; pero fue sólo una ráfaga de viento frío lo que la hizo estremecerse. Él volvió a apartar la mano de la cara de ella y la colocó sobre la empuñadura de su espada. Ambos se quedaron allí, sentados, con la mirada perdida en el fondo del barranco. Él, pensando en los muchos años que hacía que no participaba en ninguna batalla, ella, soñando con encontrar un caballero, aunque fuese el más débil y cobarde de los caballeros. Bastaría con que fuese vestido de armadura, y llegase ahora por el fondo del barranco, y se sentase a su lado, y una de sus manos acariciase su cara. Ella lo miraría, le contaría sin hablarle las veces que había ido a sentarse en aquella roca, a esperarle. Él le contaría sus batallas, aquella en que una espada roja le abrió el pecho y creyó morir, y en la que sólo gracias a la atención que recibió de una dama que lo encontró agonizando a la orilla de un río pudo volver a la vida. O aquella otra en que en lo alto del monte Nam estuvo cuatro días luchando sin descanso contra el monarca de las sombras. Aquella batalla también fue perdida. Sólo conserva de ella una hermosa cicatriz en el brazo derecho. O la última batalla que llevaba librando desde hacía más de un año.
Ella esperó, esperó todavía un largo rato. Vio como su sombra iba cambiando de sitio ante ella, incluso creyó apreciar otra sombra a su lado y giró su cabeza. Nada. Seguramente algún extraño juego de las sombras de los árboles del fondo. Él lloró. Se levantó y blandió su espada. Arremetió contra todo lo que tenía ante él. Contra las rocas, contra los árboles, contra un ejercito imaginario de demonios. Ella sintió que se levantaba un viento más fuerte y gélido, y tembló. Ël cayó agotado en el suelo, derrotado. La espada quedó a unos pasos, brillando bajo el sol, manchada de sangre.
Su perro volvió del fondo del barranco, se sentó ante ella, justo al lado de él. Ella vio como lamía algo. Le extrañó que su lengua se moviese en el aire. Él notó la lengua del animal recorrerle las heridas y sintió un agradable alivio. Ella lo llamó a su lado y se levantó. Volvió sobre sus pasos hacia el principio del barranco. Él, por entre unos párpados vidriados por la sangre, la vio marchar. Se levantó no sin dificultad y cogió la espada. Se sentó de nuevo sobre la roca. Esperó, un día y otro día. La batalla sería larga, muy larga. Clavó la espada entre sus piernas y apoyó en ella las manos. Miró al principio del barranco. Entre el sol de un atardecer cálido vio como ella se marchaba y le pareció aquella dama que curó sus heridas hace ya muchos años.

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