"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Sara


Abrió la puerta de casa, serían las siete de la tarde aproximadamente. Allí estaba ella, como cada día desde hacía más de cuatro años. No se dijeron palabra. Él avanzó por el pasillo hasta llegar a la cocina, ella lo siguió en silencio. Por la ventana entraban unos tímidos rayos de sol que daban una luminosidad a la mesa que contrastaba con la oscuridad reinante en el resto de la cocina. Cogió la cafetera, la preparó y la puso en el fuego. Mientras él iba acercando una taza, una cucharilla, el azúcar,… ella lo miraba sentada en una de las sillas. La cafetera comenzó a sonar. La cogió y dejó que el café cayese sobre la taza hasta llenarla. Se llenó todo de un agradable olor. Se sentó, la miró a la cara y pensó en el día en que le buscó nombre. Llevaba conviviendo con ella más de siete meses cuando, un buen día, decidió que lo mejor sería que tuviese un nombre. Por aquellos días todo era un juego con ella. Su compañía era agradable, cálidamente agradable. Incluso había días en que volvía antes del trabajo para estar con ella. Ella siempre fue igual de callada. Ahora, después de cuatro años, no recordaba él ni un solo día en que hubiese dicho una palabra. Aquel día estaba en el comedor, leyendo un libro y notó su presencia, como tantas otras veces, y le dijo “no está bien que llevando tanto tiempo juntos no tengas todavía un nombre”. Pensó durante largo rato. Nombres griegos, nombres romanos, exóticos nombres de otros países y otras culturas, finalmente se decidió por “Sara”. Si, Sara era un nombre sonoro y adecuado, ya que era corto, y él pensaba que ella ya no estaría mucho más tiempo en casa, que ya estaban llegando los días del adiós. Que equivocado estaba. Han pasado ya cuatro años, y en estos cuatro años ella no ha faltado ni un solo día a la cita. Igual ha dado que fuese fiesta, que él llegase mucho más tarde del trabajo, incluso hubo días que se quedó voluntariamente hasta muy tarde en el trabajo con la esperanza de que al volver a casa ella no estuviera, en vano. Ella no ha faltado ni un solo día a la cita, siempre callada, siempre en silencio, con una presencia que apenas se hace notar pero está en cada rincón de la casa.
Apenas le quedan dos sorbos para terminar su taza de café, y fija su vista en los rayos de sol que entran por la ventana. Al principio, cuando apenas se conocían, los días de sol, tardaba en llegar. Él volvía a casa, abría todas las ventanas, ponía una agradable música en el tocadiscos y reía. Eran aquellos días en que él pensaba que era algo pasajero e intermitente, una situación que no duraría mucho. Luego vinieron los días de la lucha, una lucha incansable para que ella se fuese o, al menos, para que no estuviese cada día cuando él llegaba a casa. No sólo no consiguió que ella se marchase, sino que comenzó a acompañarle fuera. Primero era sólo en la ida al trabajo y en la vuelta, luego en los paseos del fin de semana, finalmente se instaló en cada minuto, en cada segundo de su vida. Ahora él se despierta y ella ya está allí, a los pies de la cama. Le acompaña a asearse, a desayunar, se viste junto a él. Salen juntos y toman el autobús para ir al trabajo, y se pone a su lado, mirando como él teclea en el ordenador. Allí permanece durante toda la jornada, hasta que es hora de volver a coger el autobús, de volver a casa, de tomar una taza de café y de acostarse juntos.

Y ahora escucha esto...

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