"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 24 de febrero de 2011

“DOS EXTRAÑOS”

Pasó su mano por la espalda de María. Ella dormía desnuda, a su lado. El sol comenzaba a entrar por las rendijas de la ventana. Y él se sintió solo, tristemente solo. Vio toda la escena como desde fuera. Como un fotógrafo que no comparte nada con sus personajes, salvo el momento estático de la fotografía. Todo tendría el mismo sentido sin él. El sol se filtraría exactamente igual por la ventana, María dormiría plácidamente, emanaría esos treinta y seis grados de paz y armonía que ahora llenaban la cama, Y sus ideas, tal vez, también serían las mismas sin él. Se sintió parte de ningún sitio. Echó de menos que no hubiera el más mínimo objeto al cual le fuera imprescindible su presencia. Y, sin embargo, se sentía bien. No experimentaba ninguna angustia especial, acaso ese leve resquicio de soledad en lo más profundo. María se removió inquieta en la cama. Él cruzó las piernas y, sentado como estaba en el sillón, contuvo durante un instante la respiración. Puede que si María despertaba se rompiera todo el encanto del momento. Ya no sería él solamente el dueño de la escena. Ya no sabría si el sol brillaba por él, ni si el verdadero nombre de María era éste.
Se levantó con cuidado para no despertarla y se dirigió a la cocina. Tomó la cafetera y preparándola la puso al fuego. Preparó dos tazas y cuatro tostadas. Cuando iba a untar la última se le cayó al suelo. Se agacho a recogerla de espaldas a la puerta de la cocina. Fue entonces cuando oyó aquella voz. Alguien gritó a sus espaldas “no se mueva”. Él se incorporó y giró el cuerpo. Allí estaba la muchacha de la cama. Su cuerpo apenas cubierto con unas bragas y los pechos desnudos. Realmente era preciosa, pensó él. La mañana no podía ir mejor. Un buen desayuno, una joven preciosa en el quicio de la puerta, y el sol, ese sol que durante un momento hizo brillar el cuchillo con el que untó la mantequilla y que aún estaba en su mano. La muchacha lo vio y apretó el gatillo. Cayó sobre la mesa de la cocina, resbaló poco a poco y quedó boca arriba en el suelo murmurando algo. Ella se acercó con miedo, pero vio una cierta súplica en los ojos de aquel hombre que la obligó a acercar su oreja a la boca de él. “Hay pocas maña...”, y murió. Ella nunca supo que quiso decirle. Y él murió susurrando ya de manera inaudible “hay pocas mañanas tan bonitas como ésta para morir”.

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Sueño

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