"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 3 de febrero de 2011

El mal poeta.

Ayer fui un pecador. Al menos lo fui a primera hora de la mañana, cuando pensé en Camila. No duró mucho, apenas unos minutos, pero pequé sin límite. Luego recordé sus ojos, sus labios, su silueta contrastada contra la luz de la mañana que entraba por la ventana de la habitación. Y fui un poeta. Recuerdo que logré componer en mi cabeza cinco o seis versos sobre el momento.
A media mañana, cuando el sol ya comenzaba a encaramarse a la cúpula del cielo, volví a pecar. Esta vez fue con Dolores. Quizás fue que acababa de almorzar y el vino todavía hacia su efecto en mi cabeza, quizás fue la tranquilidad con que el sol se colaba entre las hojas de la parra, tejiendo aquel hermoso tapiz de sombras en el suelo, o quizás fue mi facilidad para el pecado; pero pequé más tiempo. No sabría decir si fue media hora, o una, porque pequé mientras un dulce duermevela acunaba mi cuerpo. Al rato la poesía volvió a mi pensamiento. Su cuerpo recostado contra la baranda del pequeño porche, un poco dejado caer hacia atrás, de modo que sus pequeños senos se marcaban casi con vergüenza contra la tela de su vestido blanco. Sus manos apoyadas en la barandilla, como dos ramos de flores dejados caer sin fuerza. No sé, puede que fuese un poco de todo eso o que el vino dejó de hacer efecto, pero de nuevo volví a componer unos cuantos versos en mi cabeza que no tuve el cuidado de anotar en cualquier papel.
Al final casi del día, cuando apenas quedaban unos cuantos rayos de sol en el horizonte, y parecía que ya la oscuridad lo cubriría todo, pequé, pequé de nuevo. Porque entonces Luisa vino hacía mí con el sol al fondo, marcándose entre sombras sus caderas, invitando a recorrerlas hasta el amanecer. Y pequé. No duró mucho, apenas hasta que el último rayo de sol desapareció tras las montañas. Y entonces su cuerpo se quedó como suspendido de alguna estrella. La luz blanca y suave de una luna que todavía se asomaba sin fuerza dio en su rostro y lo volvió de nácar. El silencio de la noche subió desde sus pies hasta su pelo convirtiéndola toda ella en un suspiro apenas aguantado por la calidez de mi mirada, y de nuevo la poesía sintió la necesidad de pasar sus manos por ella, de notar su piel, sus labios, de besar su boca, y de nuevo unos versos de los que no quedaron constancia acudieron a mi cabeza para acabar sin dueño.
Finalmente la noche se sentó a mi lado, me miró a los ojos, como esperando, como esperando, y le dije “seguramente no quedará constancia de cuantos versos hoy imaginé porque puede que sea el peor de los poetas, pero nadie, nadie, pondrá jamás en duda que hoy pequé como no pecó hombre alguno”. Y la noche me tomó en sus brazos como la más dulce de las amantes.


...y ahora escucha esto.

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