"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 22 de febrero de 2011

¡Que se jodan!

Que se jodan, si, que se jodan, y vuelve a golpear con fuerza en la tierra con la azada. A cada golpe apenas logra arrancar pequeños trozos de tierra, es dura, demasiado dura para trabajarla con aquella herramienta, pero a él no le importa. Que se jodan, vuelve a pensar mientras con la manga a medio subir de su camisa limpia la sudor de su frente y alguna que otra lágrima que sale de sus ojos. Y de nuevo golpea la tierra En toda la mañana apenas ha sido capaz de arrancar una treintena de capazos, pero eso no parece importarle. El sol cae a plomo, formando ante él la sombra de un desesperado, de un condenado a cavar una y otra vez en aquella tierra yerma, una sombra que parece tan infatigable como él mismo. Se yergue, mira ente él y se extiende una eternidad de tierra surcada por piedras, demasiado a menudo, y alguna que otra mala hierba capaz de nacer en los lugares más insospechados. Vuelve la mirada y se da cuenta de que apenas ha avanzado unos metros. Mejor, piensa, cuanto más tarde mejor. Y de nuevo encorva el cuerpo y lanza un golpe con todo la fuerza que son capaces sus brazos. A su derecha, en la linde del campo, sobre una vieja y medio derrumbada valla de alambres, dos cuervos lo miran desde hace un buen rato. Tras él, en el porche de la casa, bajo la sombra del pequeño alero, su perro duerme. Que se jodan. Parece como si cada golpe tuviese que llevar aparejado ese pensamiento. Deja caer la azada y vuelve, limpiándose el sudor con un pañuelo, hasta el porche. Mira al perro, camina unos pasos y se sienta en la vieja mecedora. Entorna los ojos, molesto por la fuerza del sol en aquella mañana de julio, y mira el campo. Tengo para todo el verano, se dice mientras sus ojos se entornan un poco más. Mejor, ojalá tuviese para el otoño también, y para el invierno, ojalá no tuviese ya más cosa que hacer en la vida que cavar eternamente este campo. A unos pocos metros de donde está se amontona la tierra que ha sido capaz de arrancar en el último mes. Un montón que sirve de comedero a los pájaros. Una tierra árida pero llena de malas hierbas y lombrices. Y luego nada.
El perro sigue durmiendo, los cuervos parados en lo alto de la cerca, esperando. Se levanta, enjuga una vez más el sudor, y vuelve al trabajo. Que se jodan. Es como un rito, cada golpe, cada sonido seco y metálico de la herramienta en la tierra él repite, a veces mentalmente y a veces en voz alta, la misma frase.
La azada vuela por el aire, demasiado empeño, demasiado fuerza en este golpe, y el sonido es más fuerte de lo normal, demasiada rabia, y se rompe el mango. La parte metálica, cogida todavía a un trozo de madera, queda clavada en el suelo, y el siente un brutal golpe en su muñecas soltando el trozo de mango que queda en sus manos. Se derrumba, cae de rodillas en el suelo y grita con todas sus fuerzas ¡que se jodan¡. Y rompe a llorar tapando su cara con ambas manos mientras los cuervos levantan el vuelo aleteando con fuerza, y su perro llega hasta él y da vueltas a su alrededor sin parar de ladrar. Que se jodan, solloza ya casi sin fuerzas, dejándose caer el la tierra. Su camisa, manchada de sudor se llena de tierra, sus manos se llenan de tierra, su cara se llena de tierra, su alma se llena de tierra. Y se queda allí. El perro ha vuelto bajo el porche y de nuevo parece dormir, aunque sus orejas están levantadas, los cuervos, que ahora son cinco, han vuelto a posarse sobre la cerca, el silencio se extiende con la ausencia de brisa y lo llena todo. Está agotado, no le importa estar tumbado en mitad de aquella tierra y poco a poco se duerme, bajo un sol que parece esforzarse como si ese fuera su último día.
Se sienta a la mesa, apenas un poco de verdura asada para cenar y una cerveza. Y después, como siempre, su café y un cigarro. Toma la libreta en la que ha ido escribiendo en los últimos días y deja que su angustia derrame en ella uno más de los muchos llantos que han acabado poblando sus noches “los conocerás por sus miedos, no importa cuales sean. Unos temerán la falta de dinero, otros la falta de poder, la mayoría temerá todos los días de su vida la soledad social, la indescriptible necesidad de agarrarse a todos y cada uno de los que pasen por su lado para acabar agarrados a la ausencia. Los hay que temerán la muerte, los menos, porque sólo teme la muerte quien vive, quien siente cada día la terrible presencia de la vida en cada gesto, en cada respiración, en cada latido, y estos son los menos.  Y los más, esos que cada día pasan a tu lado con la innegable indiferencia de las prisas ficticias, esos que siempre tienen un sitio al que están yendo y sin embargo no terminan de quedarse, de sentirse parte, de ninguno, esos que se llaman entre ellos a gritos, que se reúnen para cerciorarse de que siguen compartiendo ideas, esos que temen que su pelo, que su ropa, que el último libro que han leído o la última música que han escuchado, no esté a la moda, y les haga quedar fuera de la inercia, esos temerán a la vida. Seguirán corriendo al lado de esta como si fuese un río, demasiado lento cuando la vida se empeñe en discurrir por rápidos a una velocidad vertiginosa, y demasiado rápidos cuando esta se pare en remansos donde el sol llega a reflejarse varias veces en las mismas gotas. Y ¿a qué le temes tú? ¿Qué hace que cada noche tiembles de miedo antes de que el sueño entre en tu vida como entran las sombras cuando el sol se deja caer cada tarde? ¿a qué le temes tu?” . Mira por la ventana, ya es noche entrada, no sabe con seguridad la hora pero deben de ser más de las once. Da un sorbo de la taza de café y apura lo que le queda del cigarro. Mira lo que ha escrito y repite en voz alta “¿a qué le temes tú?. Demasiado bien lo sabe. La primera vez que huyó casi tuvo la certeza de haber conseguido escapar, al menos durante un tiempo. No mucho, es cierto, pero aquellos tres o cuatro días le parecieron una eternidad. Luego las huidas sirvieron para confirmar lo inevitable. No, no hay huida, no hay posibilidad, al menos para él no. “Quién sabe, quizás si en lugar de empeñarse en seguir el curso del río, en acomodarse a sus cambios de recorrido y velocidad, quizás si entonces una persona, la menos indicada, la que más miedos acumulase, tomase la decisión de caminar en sentido contrario al río, tuviese la fuerza para caminar durante días, puede que durante años, sintiendo como las aguas le gritan que se equivoca, como el roce con los cientos de corredores que bajan con la corriente del río hacen sangrar su cuerpo, pero aun así no cejase, aun así, pese a que muchos días, muchas noches, sentirá flaquear sus fuerzas, si aun así consiguiese terminar su viaje y un día sus pies le llevasen al nacimiento del río, puede que entonces bastase con poner las manos ante la salida del agua para cambiar su rumbo, para sentirse, aunque fuese durante unos segundos el amo del río, el amo de la vida. Seguramente entonces, sentado junto al nacimiento, con las manos todavía puestas ante aquel débil corro de agua, viendo como toman un camino diferente y el antiguo cauce se va secando poco a poco, esbozará una sonrisa pensando en los cientos, los miles, los millones de corredores, que andarán desorientados por un cauce seco. Y entonces lo sentiría, lo sentiría como ahora lo siento yo. Sé que no seré capaz de expresarlo, que no conseguiré acercarme siquiera a la sensación de fracaso y abandono que ahora siento. Es como si ese mismo río fluyese dentro de mis venas. Lo siento recorrer cada centímetro de mí. A veces es de lava, y quema, quema como quemarían cientos de volcanes puestos de acuerdo para la erupción final, siento como mi cuerpo aumenta su temperatura, como por cada poro lucha por salir un huracán de fuego y mi boca se seca, con una sequedad que hace que sienta mis labios y mi lengua de piedra. Otras veces, sin embargo, se convierten en ríos de hielo. Jamás hubiese sospechado que el hielo pudiese fluir como el agua más pura, pero lo hace. Comienza por hacerme sentir mis pies ateridos, cada vez más fríos, hasta que ya no los siento, y sube por mis piernas. El dolor en las rodillas es insoportable, siento crujir los huesos, convertirse en muertos rígidos que ya no volverán a conseguir el movimiento de las rótulas. Y luego llega a mi entrepierna, nunca más una mujer se acostará con un hombre que es capaz de helarle las entrañas. Y sube hasta mi pecho. ¿para qué quiere una mujer acostarse con un hombre que tiene el corazón de hielo?. Y finalmente vuelve a convertir mi lengua en piedra, mis labios en piedra, hasta que el río explota en una cascada sin piedad en mi cabeza. Y siento como mis ojos arden, como mi frente arde, curiosa sensación la que produce el hielo, hasta que mi cabeza se duerme, en un sueño que da la impresión de parecerse demasiado a la muerte. Pero nunca es así, siempre hay un nuevo ciclo de lava y un nuevo ciclo de hielo, y en medio yo, sin acabar nunca de formar parte de ninguno de ellos, sin llegar a formar parte nunca de nada.
Aparta con un gesto brusco la libreta, tira la taza de café al suelo, se levanta y va hasta la puerta. Se apoya en el marco, mirando fuera, y llora. Ayer también lloró, recuerda entre sollozos, y anteayer. Le es difícil recordar un solo día en que no haya llorado. A veces por lo escrito, otras por el miedo que últimamente le invade de estar volviéndose loco, las más por costumbre, tan sólo por costumbre. Una noche demasiado hermosa para un loco, se dice mientras termina de cerrar la puerta y va hacia la habitación. Puede que el sueño lo devore todo, o puede que no, como no lo hizo ayer, como no lo ha hecho nunca.


Y ahora escucha esto...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sueño

Sueño