"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 28 de febrero de 2011

Cuento robado

Cuento robado

Personajes:

-        Airam ملاكات.
-        El hombre sentado en una gran piedra.
-        Errantes, perdidos, codiciosos, y otros tantos.
-        El laberinto.
-        Los tesoros: son dos.

Abdelfatah, hijo de Hamsa

 Un día, a las puertas del laberinto, llegó Airam ملاكات (qué en árabe quiere decir ángeles). Le habían hablado de un laberinto cuyo premio era el más inmenso de los tesoros, y dejando atrás cuanto hasta entonces había conocido, y tras un largo y tortuoso camino, llegó a las puertas del laberinto. Allí, justo a la izquierda de la inmensa y aterradora puerta, había una losa con una inscripción que rezaba así “este laberinto ha sido construido por Hamsa “el constructor”, la memoria no alcanza a imaginar cuál fue el día en que fue terminado, y mucho menos el día en que se comenzó. Algunos, que juran por Ala que han conseguido llegar al centro, cuentan que allí todavía siguen trabajando animales mitológicos sin descanso, día tras noche, levantando muros y más muros que nunca tienen fin. Sea como fuere,  lo cierto es que si has llegado a las puertas de este laberinto es porque vienes en busca de los tesoros. Aquí puedes encontrar dos tesoros, uno te hará inmensamente rico, seguramente el hombre más rico de la tierra, el otro te hará sabio y te conducirá hasta la estrecha puerta de la felicidad. Sólo tu  constancia y tu corazón harán que seas capaz de encontrar lo que buscas; pero si esto sucede recuerda que quien encuentra alguno de los dos tesoros jamás, jamás, podrá contar el secreto salvo que…”  y justo en este punto, no se sabe si por el tiempo o la voluntad de Hamsa “el constructor”, faltaba un trozo de la inscripción en la losa, que estaba construida en raros materiales que nunca antes ser humano había contemplado. Airam ملاكات dudó, pensó si valdría la pena intentar encontrar aquellos tesoros, si no era mucho más importante cuanto había dejado atrás. En estos pensamientos estaba cuando al girar la cabeza,  vio que al otro lado de la puerta, sentado sobre una gran piedra, había un hombre que la miraba, pero no apreció gesto alguno en su cara, ni curiosidad, ni desdén, siquiera una sonrisa benévola marcaba su rostro. Airam ملاكات se preguntó qué haría aquel hombre allí, pero rápidamente apartó estos pensamientos de su cabeza y se dijo que si había llegado hasta allí,  poco le costaba intentar encontrar el misterio del laberinto.
Del tiempo que anduvo perdida dentro del laberinto, de las personas con las que se cruzó, errantes, perdidos, codiciosos, y otros tantos, de los miles de sonidos que escucharon sus oídos, unos dulces como la más dulce de las mieles, otros aterradores como los últimos gritos de los primeros muertos de los tiempos, de todo cuanto aconteció en aquellos tiempos que estuvo entre las calles del laberinto nadie puede dar fe, incluso ni ella misma, porque el laberinto siempre acababa por borrar la memoria de los que intentaban recorrerlo.
Tan sólo decir que una mañana salió, anduvo los pocos pasos que la separaban de aquel hombre que todavía seguía sentado en la gran piedra, en la misma postura y con el mismo gesto que cuando ella entrara, y se sentó junto a él.
Entonces el hombre sintió como si una brisa le rozara los labios, y escuchó de boca de Airam ملاكات “límpiate los labios, llevas marca”, y él sin prisa se limpió los labios, y sin que otra parte de su cuerpo se moviese,  salvo sus labios habló: “los dos tesoros están aquí, justo aquí, en la puerta, el laberinto sólo es el camino que los necios recorren sin descanso como excusa para sentir que trabajan, que gastan un esfuerzo en la búsqueda, y así pensar que aunque ésta, al final, sea baldía nadie se lo podrá reprochar porque lo intentaron, pero es innecesaria. El primero de los tesoros es la losa. Hamsa “el constructor” la hizo fabricar del material de la codicia. Si llega alguien lo suficientemente codicioso se le revela el secreto a los pocos días de andar dentro del laberinto, y entonces sale, manda cargar la losa en un carro a sus criados y la lleva hasta la ciudad, donde hace que la fundan, manando de la fundición el más puro de los oros, la más brillante de las platas, y cientos de gemas, rubíes, esmeraldas, tantas que parece que nunca tendrá fin. Pero siempre, antes o después, el afortunado es incapaz de guardar el secreto de la inscripción y lo cuenta a algún conocido y, entonces, todo el oro, la plata, las piedras preciosas, se convierten en humo, y el viento de la codicia vuelve a arrastrar ese humo hasta las puertas del laberinto donde de nuevo se
 convierte en una losa que parece construida de piedra. El otro tesoro es mucho más mundano, es esta piedra, cuando uno se sienta en ella ve, cuando uno se sienta en ella escucha, siente en cada uno de sus poros, entonces la brisa se convierte en la más dulce de las amantes, la sabiduría llama con desespero a su puerta, y los más ocultos misterios se revelan con asombrosa facilidad a su mente. Y entonces uno comprende. ¿Ahora ya ves el final del mensaje, verdad?”. Le preguntó a Airam ملاكات, y ella como en un susurro leyó “…jamás podrá contar el secreto salvo que alguien sea lo suficientemente rico como para comprarlo por un beso”. Y recordó el beso que acababa de darle a aquel hombre, aquel beso que él sintió como la más dulce de las brisas.
“Ahora esperaremos sentados los dos –le dijo él-  el tiempo que sea necesario hasta que de nuevo llegue alguien que sea lo suficientemente rico como para comprar el secreto por un beso”. Y ambos se quedaron sentados sobre la roca, con la mirada perdida sobre el camino que lleva al laberinto, esperando.

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