"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 12 de julio de 2011

Camino a la locura. Cuarto paso: Usted me pregunta y yo le explico.


Usted me pregunta y yo le explico. No le miento, se lo juro mi sargento, ni se me ocurriría. Antes le pintaría el coche, o me acostaría con su mujer que mentirle. Mentirle a un agente del orden jamás. Aunque el diablo viniese a prometerme lo que más anhelara, y sabe dios que hay cosas por las que daría la vida; pero yo le diría que mentirle a la autoridad nunca, que antes condenaría a mi alma, si es que no lo está ya, mi sargento, porque mi alma, y mi cuerpo, que parte de culpa tiene, ya han jugado muchas veces al límite del infierno, sino en el infierno mismo, pero que a la autoridad se le tiene un respeto, aunque solo sea por miedo, que no es mi caso, usted lo sabe, usted sabe de mi valentía. ¿Recuerda aquella vez del incendio?, si la del hijo del Alfonso, cuando no hacía ni diez minutos que habían comenzado las fiestas y todos, incluido ustedes, porque ustedes tiene que velar por que las fiestas sean pacíficas y en esos días no están para incendios, ni para ayudar a los más necesitados, y bien sabe que no estoy quejándome de su labor, jamás lo haría, pero aquel día se prendió fuego en la casa de Alfonso, y quiera la parca que desperté de una de mis borracheras justo a la puerta. No sé si fue el humo, aquel calorcillo tan agradable que llegaba de dentro, o los gritos desafinados de aquel muchacho pidiendo auxilio como si la gente no tuviésemos otra cosa que hacer que meternos en las casas de los demás cuando el fuego ha decidido hacerles una visita. Pero no sé bien porqué me dio por levantarme, más de cinco minutos me costó, llevaba varias horas allí tirado, sin que autoridad alguna, y de verdad que no me quejo, viniese a ver si me había pasado algo. Si, ya sé, me pasa a menudo, pero la caridad es la caridad, que cuesta acercarse a un borracho que está tirado en la calle y preguntarle si necesita algo, aunque ya se hayan cansado de que siempre conteste que lo que necesito es un trago. Pero usted sabe que fui yo, que me levanté, aun no me explico cómo me aguantaron las piernas, pero todavía me explico menos como me llevaron hasta la puerta de Alfonso. Otro día, uno cualquiera, uno donde las piernas hubiesen cumplido su trabajo, no me habría costado más de medio minuto, caídas incluidas, el alejarme de aquella casa como alma que lleva el diablo, y usted sabe que la mía ya hace años que es el diablo quien la lleva a todo momento. Y claro, usted ya sabe, nos conoce mucho, cuando a un borracho se le deja de cara a algo es muy difícil pedirle que cambie de dirección. No me pregunte de donde saqué las fuerzas para aquella patada, pero la puerta se partió por el medio. Igual podía haberse partido mi rodilla que la puerta, pero fue la puerta y, claro, ya no era cuestión de echarse atrás, di unos cuantos pasos y me encontré en medio de aquel fuego. ¿Calor, qué si hacía calor?, ¿es capaz de imaginar el día más caluroso del verano en el infierno?, pues ese día hacía dentro de casa de Alfonso. Pero yo no lo tenía en la cabeza, en mi cabeza solo se repetía en un eco infinito que pensé que acabaría por volverme loco, los gritos de aquel chaval una y otra vez. Que no le diré que llegué a querer que el humo, o el fuego, consiguieran acabar con él y de paso con aquel infierno de ruido en mi cabeza; pero no, me subí las escaleras de un viaje, me llegué a la puerta tras la que salían aquellos gritos y de nuevo me la eché abajo de una patada. Ahí, ahí si que sentí un crujido en mi pierna. Ya sabe que desde aquel día no ando bien del todo, lo que pasa es que las borracheras disimulan mucho el paso, pero el médico lo dijo, una fisura en la rótula. Poca cosa, ya sé, pero ya no me ha dejado caminar bien desde entonces. Y agarro al crío, me lo echo en brazos, siete años, no más, pero usted sabe, ustedes lo saben todo, es su faena, y la hacen bien, que el Alfonso es carnicero. Siete años y ya casi setenta kilos. Mire no sé como no se me quebró también allí mismo la espalda. Échele la culpa al vino, o al miedo, o a que de mozo no fui flojo del todo, dos sacos bien cargados de almendras era capaz de cargar desde una esquina del campo de mi padre a la otra, el caso es que lo tomé en brazos y en un visto y no visto lo tenía en la calle. Llorando y gritando sin parar, que ganas me dieron de volverlo a meter dentro a ver si se callaba de una vez. Menos mal que pasó en ese momento Ramón, ¿le conoce mi sargento?, pero como no le va a conocer si es también autoridad. A sus órdenes está, como yo mi sargento, como todos. Y me vio allí, tirado en mitad de la calle con el chaval a mi lado, gritando y llorando. Y ustedes son listos, lo son, si no fuese así no serían autoridad, pero lo que le costó darse cuenta de que yo no le estaba pegando, que había un incendio. Aun así me detuvo, claro que sabía él lo que había pasado allí. Y el no tiene su inteligencia, no, no es torpe, si no no sería autoridad, pero no tiene la suya, por eso usted es sargento y el un soldadito raso. Ya sé, ya sé que no se les llama soldados, pero el vino ya hace tiempo que me va robando palabras, no tantas como para no poderme explicar, pero se lleva alguna, sin orden ni sentido, las que quiere, y me cuesta recuperarlas. Usted me perdonará si no recuerdo, usted me perdonará.. lo importante es que aquella noche acabé en el calabozo, como otras, como muchas y, claro, no hicieron alto ni bajo,  y dos días me tuvieron allí, los que tardó aquel gorrino en callarse, porque sería un niño, pero dos días más estuvo gritando y llorando como los chinos cuando los llevan al matadero; pero por fin se calló. Y hay que agradecerle que lo primero que dijo es que yo le había salvado del fuego. Me soltaron, claro que me soltaron, que a mí, mi sargento, ya me iba dando igual, era invierno y en la celda no se estaba mal del todo; pero que bien le vino a todos esos dos días para no tener que agradecerme nada. A los borrachos lo más que se nos agradece es que no molestemos. Y a la calle otra vez, con frío, mucho frió, porque no tuvieron ni la decencia, de darme un par de tragos de vino para que el cuerpo me cogiera temperatura. Pero yo no soy rencoroso. Para qué, si al día siguiente no me voy a acordar. Yo soy como soy por lo que usted sabe. Es su trabajo, saberlo todo de todos. No me quejo. Podría quejarme, pero para qué si eso es lo que tuvo la culpa de todo. No, ya no me quejo, soy un buen ciudadano, con mis cosas, con mi afición al vino, no lo oculto, tampoco podría aunque quisiese; pero respetuoso, y más con la autoridad, y sobre todo con usted, que es sargento, por eso usted me pregunta y yo le explico.

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