"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 10 de julio de 2011

Invierno


Madre, ¿por qué nunca llama nadie a nuestra puerta?, le preguntó mientras la veía atizar el fuego en la chimenea en aquel invierno que ya duraba años. Ella no levantó la cabeza. Siguió removiendo las cenizas, que levantaron chispas sobre su cabeza, envolviendo esta en un resplandor que la hizo parecer nacida de aquel mismo fuego. Toda vestida de negro, o así la había visto él toda la vida. Negra la falda, negro un jersey gastado por los años que parecía haberse convertido en una segunda piel, negro el pelo y negra el alma. Y unos ojos extrañamente azules, de un azul intenso que parecían casi un pecado en el centro de aquella oscuridad.
¿Por qué nunca llama nadie?, repitió él como si de verdad su pregunta fuese a obtener alguna respuesta. Mientras veía su espalda encorvada y escuchaba una y otra vez el crepitar de la madera.
Sopló el viento con fuerza. Crujieron algunas tejas al hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerse en aquel tejado. Durante unos instantes casi pareció que alguien andase sobre el tejado, con un paso torpe que hacia que sus pisadas sonases como los dedos de un mal pianista sobre las teclas del piano. Hasta que pasó aquella ráfaga y el silencio volvió al exterior de la casa, como si se hubiese tirado de golpe desde adentro, porque adentro eso es lo que escuchaba él una y otra vez al repetir su pregunta. Un silencio negro que apenas se apagaba cuando algún resplandor salía por encima del cuerpo de madre.
Se levantó, envaró su cuerpo y lo volvió con una agilidad impropia de aquellas ropas y de aquel semblante. Cualquiera hubiera dicho que madre era una mujer vieja, castigada por los años y extremadamente lenta y torpe por el paso del tiempo. No era así, pese a sus ropas, pese al negro que la envolvía de pies a cabeza y se le colaba en el cuerpo por cada abertura, pese a aquellos ojos azules que obligaban a mirarlos como si gritasen que todo era parte de la voluntad y el orgullo, madre era joven, no pasaría de los cuarenta y ocho años. Al menos era mucho más joven que sus ropas y que la madera de aquella puerta que no recibía nunca el golpe de unos nudillos. Y desde luego mucho más joven que aquel invierno eterno que se había agarrado con odio a las paredes, a los muebles, a cada uno de los rincones de la casa.
Madre andó los poco más de cinco pasos que había de la chimenea a la mesa donde él estaba sentado. Se sentó frente a él, apoyando ambos brazos en la mesa, y arrastró aquellos ojos azules poco a poco por la mesa, hasta subirlos y clavarlos en él. Se tomó su tiempo, ni el invierno se iba a acabar de golpe ni caminante alguno llegaría hasta la puerta de la casa.

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