"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 31 de julio de 2011

Camino a la locura. Noveno paso. Y ya nunca se fue.

-         ¿Vas para abajo Pedro?

Pedro caminaba en silencio. Pasaba en ese momento al lado del bar de Lucas. Poca gente, verano y más de treinta y siete grados a la sombra, poca gente. Pero Luis estaba a la puerta del bar, con su gorra en la mano y mirando calle abajo. Luis trabajó unos años en el centro de África, desplazado por su empresa, cuando las cosas iban bien, aunque para él aquello no fue ir bien. De su tiempo en África se trajo varias cosas. Recuerdos de algunos trabajos artesanales que no tardaron mucho en hacer el viaje desde un lugar destacado en el comedor al altillo donde están guardadas las cosas que parece que nunca han existido. Una sensación inmensa de soledad que se le coló en el cuerpo casi sin darse cuenta a partir de la segunda semana y que ya no sé quitó nunca. Pensó que al volver se le pasaría. Primero se dio un par de semanas, se dijo que si le entró a las dos semanas se le iría a las dos semanas, pero no fue así, se quedó allí, en sus huesos, dos semanas, dos meses, dos años, y ya nunca se fue. Y se trajo también una increíble capacidad de aguantar el calor. No a todos los que han estado trabajando por allí les pasa, pero a él le pasó. A veces se sentaba el la terraza del bar, a la sombra, porque una cosa es que soportase bien el sol, y otra buscarlo sin motivo, y pedía una cerveza, otra, nunca eran menos de tres y la mayoría de las veces más, y se estaba horas, mientras el sol hacía su camino sin prisa. Comenzaba a darle en los pies, y él ni cuenta se daba, le subía por las piernas, por el vientre, y él ni cuenta se daba, hasta que se le sentaba en la cabeza, una hora, dos, y él ni cuenta se daba. Al principio le gastaban bromas, le decían que aguantaba tanto por lo mucho que bebía, pero los cuatro meses que estuvo sin beber, una especie de cólico dijo el médico, y que coincidieron con uno de los veranos más calidos de los últimos años, él siguió con aquel absurdo juego con el sol. Con una botella de agua en vez de cervezas, pero con el mismo juego. Cada día se sentaba en la misma silla y, a la misma hora, el sol se le sentaba en la cabeza, y ni caso, ni amago de recorrer apenas un poco la silla para librarse de él. Como si no existiese, como si fuese uno de esos días nublados en que lo mismo da sombra que sombra.

Pedro era otra cosa. Pedro había nacido en el norte, en un pueblo pesquero metido en un pequeño golfo donde siempre soplaba un viento agradable y fresco, demasiado fresco a veces, que no le daba cancha al sol para conseguir un día de agobio. Por eso desde que emigró a este pueblo caminaba pegado a los edificios en verano, por la acera que daba la sombra. Sudando, siempre sudando, con la camisa manchada por la sudor nada más salir de casa. Odiaba la zona por la que caminaba ahora. Zona nueva, calles anchas y encaradas de manera que, desde las doce a las dos, nada de sombra, todo fuego de acera a acera, todo fuego. Mal apaño, si aceleraba el paso para cruzarlas rápido sudaba, si ralentizaba el paso, para no cansar mucho su cuerpo, sudaba, mal apaño.

-         Siempre para abajo Luis, siempre para abajo. Para abajo en la vida, para abajo en el trabajo, y para abajo en el pueblo. ¿Te vienes?, a lo mejor me das algo de sombra.
-         Espera un segundo, pago y te acompaño.

Se levanta, el sol pone mala cara, entra en el bar y Pedro se queda fuera, debajo del toldo. Un ratito, apenas nada, de sombra, que no sabe si será bueno, y de nuevo a seguir por estas sendas del infierno que debieron de sobrarle al demonio cuando planifico el nuevo urbanismo del averno. A dios nunca le sobra un árbol que de cobijo, ni una fuente que sacie la sed, ni…tengo que dejar de pensar en estas cosas, se dice Pedro, pero es que con este calor.
Sale Luis, se pone al lado de Pedro y acompasan el paso. Intenta caminar a su lado de manera que le de algo de sombra, a él no le importa; pero trabajo imposible, son las doce y poco, y el sol esta vertical, dejándose caer sin clemencia desde millones de kilómetros sobre la cabeza de Pedro. Si al menos toda esa distancia sirviese para coger velocidad, para caer a plomo sobre esa cabeza y fundirla, traspasarla de parte aparte y acabar con aquel sufrimiento que dura ya casi un mes; pero no, los rayos van perdiendo velocidad a medida que se acercan a la cabeza de Pedro y, apenas a unos cinco centímetros de ella paran, se toman su tiempo, y descargan todo su fuego sobre ella.

-         Han dicho que a partir de mañana llegan unos días de lluvia.
-         No sé Luis, eso mismo dijeron la semana pasada y nada, siquiera nubes.
-         De todos modos te acostumbrarás, no te preocupes, yo me acostumbré en África y aquello si que era calor, y no esto.

Giran la esquina al final de la calle, dos metros de sombra, apenas dos metros, por un balcón lleno de flores. Se paran, Pedro se seca la sudor de la cara. Los pies están ardiendo y deja que descansen un poco en aquella sombra. Luis espera al sol. Puede que parezca una provocación pero si se metiese en aquellos dos metros de sombra estaría demasiado cerca de Pedro, dándole calor, y a él le da igual. Pedro mira para abajo. La calle casi se pierde, tragada por aquel insoportable calor. El sol se refleja en los edificios deformándolos, dándoles el aspecto de dragones que echan fuego por su boca. Ni una sombra, en los próximos doscientos metros ni una sombra. Por unos segundos piensa que no será capaz de andar aquel trecho, y menos con la sospecha de que cuando gire en la siguiente esquina habrá más de lo mismo, y todavía le faltan unas cuantas calles para llegar abajo. Morirá en medio de aquellas calles, en medio de un charco de sudor y con la ropa empapada. Menos mal, piensa, que voy con Luis, él será capaz de aguantar a mi lado el tiempo que haga falta, dándome conversación, cuidando de mí hasta que alguien venga a recogerme, él estuvo en África. Guarda el pañuelo en el bolsillo. Ya parece haber recuperado alguna de las fuerzas que el sol le había quitado y ha guardado en las pocas sombras que hay en el camino.

-         ¿Seguimos Luis?
-         Cuando tú quieras Pedro.
-         Joder, si es que parece que los guardianes de las puertas del infierno se hayan ido a tomar algo y se las hayan dejado abiertas. Y no me jodas con que tú estuviste en África.
-         No he dicho nada. Yo no me quejo, si hace sol, sol, si llueve, lluvia; pero es verdad, estuve en África, demasiado tiempo Pedro. ¿Y crees que aquello fue bueno? ¿quieres que te hable de la soledad?. Ja ja ja ja ja ja, coño pues no me acabo de dar cuenta de que “soledad” lleva la palabra “sol”. Puede que por eso ya no note el sol, porque me traje casi toda la soledad que había en África, casi toda. ¿Qué querías, que me trajese también el sol? Ya ves Pedro, a unos les toca la soledad y a otros el sol, cada uno carga con su culpa a cuestas. ¿Qué has hecho tú para cargar con la tuya?

Pedro ya hace rato que no escucha a Luis, las gotas de sudor caen por su frente, por sus cejas, y se le meten en los ojos. Escuecen, queman su frente y escuecen. Ya no surte efecto pasar el pañuelo, ya han encontrado el camino y no dejan de caer. En la punta de su nariz una tras otra toman el relevo y se dejan caer hacia el vacío; pero Pedro ha comido demasiado en esta vida. Demasiado para su salud y para su problema con el sudor. Por eso las gotas nunca caen hasta el suelo, sino que golpean contra su prominente tripa formando una mancha que cada vez es más grande. Mal día para ponerse una camisa azul clara.
Llegan a la plaza. Por fin. Apenas unos metros más y estará a la entrada de su casa. Luis se despide de él y se sienta en la terraza del bar, al sol. Pide una cerveza mientras ve como Pedro avanza casi arrastrándose los últimos metros que le quedan hasta su puerta. Su espalda es una mancha desde el cuello hasta el final de la camisa. Lo ve perderse en el portal y deja que su mirada se pierda en un cielo inmaculado donde hace días que no pasa una nube. Y recuerda los cielos de África, sus sendas, sus fuentes secas, su soledad. Y recuerda.

- ¿Vas para arriba Ernesto?

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