"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

miércoles, 11 de mayo de 2011

I la caida


El día que descubrí que no era el extranjero de Camùs fue uno de los días más tristes de mi vida. Y no por el hecho de darme cuenta de que no era él, cosa por otra parte que ya hacía tiempo que sospechaba y se iba asentando en mi ánimo, sino por el increíble vacío que quedó de mí mismo. Si no era él, si no podía vivir con esa agradable sensación de indiferencia vital a la espera de que cualquier párroco bienintencionado sacase a la luz mis más hondas miserias, si no podía enamorarme de cualquier mujer, porque cualquier mujer puede ser amable, si no podía… entonces ¿quién era yo? Perdí incluso la magia y la esperanza de saber que mi vida acabaría en una prisión a la espera del tiro de Borges, de ese tiro que haría que pudiese componer el libro que nunca fui capaz de escribir, ese en el que el vuelo de una abeja es el más dulce de los pretextos para dibujar en el alma la sombra de todo cuanto quise ser y nunca he sido. Si, sentí desmoronarse mi vida entera, todo dejó de tener sentido. Y, sin embargo, nunca he conseguido ser otra cosa que un extranjero. Ajeno a mi tiempo, a mis amigos, a las mujeres que me amaron y a las que creí amar, o al menos lo intenté con la mejor de mis intenciones, ajeno a cuanto socialmente pasaba a mí alrededor; pero no con la “ajenidad” de la no militancia, no. Fui ajeno, soy ajeno, porque nunca he conseguido que nada formase parte de mí, nada salvo esta insobornable sensación de saberme inacabado, como si se me hubiese soltado a la vida cuando todavía quedaban instrucciones que poner a las piezas de lo que sería el puzzle de mi vida, y por eso ha sido siempre un montón de piezas inconexas incapaces de formar un camino lógico en el que al menos poder descansar unos minutos. Siquiera puede formarse el puzzle con dos o tres huecos y ver la totalidad a falta de algún detalle, las piezas son insoldables, son totalmente ajenas las unas a las otras y, sobre todo, ajenas a las manos del montador de puzzles, al cual no reconocen como siquiera cercano. De todos modos puede que decir que fue el día más triste de mi vida sea demasiado pretencioso por mi parte, tengo esa costumbre, lo hago también con los cuentos y relatos, puede que haya dicho “este es el mejor cuento que he leído nunca” más de mil veces y, dejando a parte el que puede que fuese cierto en cada ocasión, ese creo que es mi problema, el no ser capaz de…..; pero soy incapaz de tantas cosas.
Y ahora repaso cada una de esas piezas, sin conexión, como si viviera una eterna viudedad de la memoria, como si formasen parte de un todo inconexo, y cada una de ellas perteneciera a una vida diferente, como si hubiese vivido miles de vidas a bordo del mismo barco, este barco que comienza a hacer agua por diferentes partes de su casco. Y no voy ya al timón, me tumbo placidamente en cubierta, sin nadie que lo gobierne, sintiendo el sol cálido de la mañana y sonriendo a veces, llorando a veces, según la pieza que trae a mi cabeza el viento de poniente. Supongo que su viaje será este hasta el final, un viaje sin rumbo hasta que encalle contra la trenza infinita de la muerte o contra el amanecer donde los barcos se adentran para no volver más. Y aunque ya no soy, aunque nunca fui, el extranjero de Camùs, todavía guardo de él ciertos dejos que me sirven para sobrevivir, como la indiferencia sobre de dónde soplan los vientos, mientras no dejen de soplar.

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