"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 17 de mayo de 2011

Miguel (Capítulo II de II "Clarita")

Mierda de escalera. Con lo poco que les hubiese costado poner un ascensor. Son gente joven, dijo el que nos vendió el piso hace años. ¡Dios, cuántos años hace ya de eso! Y no tendrán problemas para subir las escaleras. Ahora hay noches en que ni agarrándome al pasamano consigo subir sin dificultad. Ya no me cago en su madre, hubo años en que lo hacía, pero ahora ya no. Apenas si tengo fuerzas para subir como para ir malgastándolas. Y si, tenía razón, éramos jóvenes, incluso creíamos que lo seríamos siempre. Que poco dura a veces “siempre”. Apenas diez años, los justos para tener a Clarita y que esta cumpliese cuatro años. ¿Dónde estarán ahora?. Tendré que pintar la puerta algún día, y poner una cerradura nueva, la llave apenas si entra. Cualquier día se me rompe dentro y me toca hacer noche en el rellano. O lo que es peor, ir a casa de Luisito a pasar la noche. Como hace cuatro meses. Ojalá no me hubiesen aguantado las piernas aquella noche y me hubiese quedado a dormir en el rellano, o el portal, o en mitad de la calle, coño, todo menos haber ido a dormir a casa de Luisito. ¡Que noche!, más de media hora para recorrer los trescientos metros que me separan de casa de Luisito, un buen rato para encontrar su nombre en el portal. Que ya podría Luisito limpiarlo, porque apenas se ven la L y algo que parece un “ito” al final. Y toco, y alguien que me contesta llorando y me pregunta quién soy. Pensé que me había equivocado, pero de pronto escucho “uno, dos, uno, dos, aquí Luisito preguntando quién llama”. Y te juro que lloraba, nada de broma, el tío estaba todavía borracho y mezclaba lo que sonaba como una broma con un llanto triste. Y yo, que sujetándome como podía al portal le contesto “aquí borrachito uno llamando a borrachito dos, ¿puedes abrirme la escotilla?”. Abrió la puerta sin contestar, pero sin apagar el aparato, y yo le oía llorar entre a moco tendido y como sollozando. Mira, algo bueno tenía el piso de Luisito, lo habían construido apenas dos años después del mío, pero le habían puesto ascensor. “Si bebes no conduzcas”, ni cojas un ascensor. Seis veces subí del primero al último y bajé del último al primero. Y Luisito en el rellano llorando y gritando “que te pasas tío”, “que no llegas tío”. Si no llega a llegar aquel chaval, el hijo del antiguo capataz, y sube en el ascensor me paso media noche para arriba y para abajo. Subió en el ascensor y me dijo “¿a qué piso?”. Apretó el botón y allí estaba Luisito, esperándome, llorando todavía. El chaval ya nos conocía, por eso no hizo ningún comentario. Vaya si nos conocía. Entramos los dos en casa de Luisito. Un palacio comparada con la mía. Cuando Luisito no estaba, digamos mal, era un hombre limpio y aseado, y no como yo. Nos sentamos en el comedor. Él en un sillón y yo en el sofá. Y seguía llorando. Yo hubiese pensado en otros tiempos que aquello no era normal, pero recordaba cuanto había llorado yo, y lo mucho que aún lloraba. Pero claro, mi historia era dura, muy dura, pero la de Luisito creía que no.
Yo era un buen trabajador, de los mejores. Y un día me comentan algo de una reconversión. Y me digo que a mi no, que a los buenos trabajadores les aguantan en el puesto, aunque me entra un poco de miedo por el tema político y sindical. Dos semanas, dos semanas nos dieron para buscarnos un nuevo trabajo. Ni buen trabajador ni nada, a la calle. Como un perro, a la calle, y a buscarte la vida. Le llamaron algo así como jubilación anticipada, pero la verdad era que estábamos despedidos. Y las cosas que comienzan a ir mal. Clarita sólo tiene dos años, es una perla. Pero últimamente duerme poco. No se puede dormir mucho cuando siempre se grita y se discute. Los primeros meses casi fueron como unas largas vacaciones. Todavía quedaba de lo ahorrado y parecía que todo seguía igual, pero se fue acabando poco a poco. Que largos son los días coño, que largos. Clarita parece que no coge mucho peso. Hasta que la muerte nos separe. Y hay tantas cosas capaces de separar que no son la muerte. Ojalá me hubiese esperado cualquier día en una esquina, ojalá. Pero no, yo soy fuerte, y buen trabajador, de los mejores, y hasta para eso he sido bueno, para aguantarlo todo. Ni el despido, ni el alcohol, ni el accidente que tuve con el coche, ni cuando se fue mi mujer con Clarita. Ya casi no sonreía Clarita en los últimos tiempos. Nada, nada puede conmigo. Yo soy un trabajador fuerte. Quizá fue el alcohol, o lo largos que son los días; pero una noche llegué a casa y ya no estaban. Apenas si se había llevado lo imprescindible, y hasta hoy. Clarita ya debe de ser toda una mujer, puede que la mujer más guapa del mundo, seguro. Tampoco tenían mucho que llevarse, en los últimos tiempos vivíamos bajo mínimos. Aunque si intento recordar no sé ni como vivíamos. Yo salía de casa temprano, a buscar trabajo. Y no miento, los primeros meses salí a buscar trabajo, hasta que acabé en el bar de Antonio. Él no tiene la culpa, Dios me libre de pensar así. Simplemente el bar estaba ahí cuando salía a buscar trabajo y ahí cuando volvía, y cada vez tardaba más en salir y menos en volver, y regresar a casa no era nada agradable. Clarita llevará bien los estudios, seguro, será de las mejores en su clase. Y poco a poco nos juntamos todos, como en una segunda oficina del paro. Primero Juan, al poco Lucas, y finalmente Luisito. Miguel no recuerdo cuando llegó o si siempre estuvo allí. Mira, ventajas del alcohol, te deja una memoria plana. No, nunca le pegué, pero el día que no discutíamos era porque yo llegaba demasiado borracho como para discutir.
Y Luisito que deja de llorar de golpe. “Tu no sabes nada de mi” me dice. Y yo le miro entre los párpados. “Nada”, repite. Y le sigo mirando entre los párpados, tumbado, sin mover ni un músculo del cuerpo. Ojalá hubiese tardado un poco más en hablar, me habría dormido del todo. “los tres”, me dice, “murieron los tres. Emilia y los dos niños”.
A las seis de la mañana todavía seguíamos llorando los dos. Si no fuera porque siempre nos duele más lo nuestro aquella misma noche olvido a mi mujer y a Clarita. Clarita debe de gustar mucho a los chicos, igual tiene novio y todo. El otro día tuve que sacar una foto que tengo de cuando tenía año y medio. Estamos en un parque su madre, ella y yo. Había olvidado el color de sus ojos. Verdes, con un poco de marrón, como los míos. Y despiertos, muy despiertos. Y había olvidado como era su pelo. Lacio, rubio y lacio. Y había olvidado… Me asusté, apenas si recordaba nada de Clarita. Y me da miedo que llegue un día en que me la cruce en la calle y no sepa que es ella. Y me da miedo que vayamos borrachos e incluso le digamos algo. Y me da miedo darme cuenta de que nunca existió Clarita. Hasta hace poco sabía donde estaban, aunque nunca me atreví a ir a visitarlas. Tampoco su madre quería que fuese y, aunque me lo prometí muchas veces, nunca me atreví a visitarlas. Hace poco más de dos años me llegó una carta de su madre. Se casaba y ya no necesitaba para nada el dinero que yo le pasaba. Poco, porque mi pensión no daba para mucho. Y se iba a vivir a otra ciudad, no me decía cual. No he vuelto a saber nada de ellas. Al menos Luisito sabe donde están enterrados su mujer y sus dos hijos, aunque nunca vaya a verlos, pero mi Clarita no está en ningún sitio. Igual viven a dos manzanas de mi, igual me la cruzo un día y no la reconozco, igual han muerto. Pero yo soy un buen trabajador, fuerte, y tengo la impresión que la muerte se ha olvidado de mí.
Me levanté, ni despedirme de Luisito pude. Él tampoco lo notó. Al llegar a la puerta me volví y lo vi. Estaba allí, sentado en el sofá, con las manos entre la cara y sin dejar de llorar. Yo ya me había repuesto. Soy duro, muy duro, y muy buen trabajador, aunque ya no haya vuelto a trabajar desde lo de la regulación de empleo. Pero Clarita sabe que su padre es trabajador, y honrado, y… Mierda, seguramente Clarita ni se acuerda de mí. Seguramente su nuevo padre la trata mucho mejor que la trate nunca yo. La quería, vaya si la quería, más que a nada en el mundo, incluso más que quise nunca a mi mujer, pero yo soy duro y no está bien eso de demostrar los sentimientos, pero la quería. Aun hoy se me hace un nudo en la garganta cuando la recuerdo venir hacía mi con su paso vacilante cuando yo regresaba del trabajo. Y su madre le gritaba que no molestase al papa, que estaba muy cansado, y vaya si lo estaba. Molido, con dolor en cada uno de mis huesos. Y Clarita se quedaba mirándome, con los ojos abiertos, esperando, y yo no tenía huevos para cogerla en brazos. Le decía que fuese a jugar con mama, que papa estaba reventado. Y Clarita, mi Clarita, se iba. Sin quejarse, como hacen los niños. Y yo me quedaba allí, con los huesos molidos y los brazos vacíos. Casi no recuerdo como era la piel de mi Clarita, ni lo que pesaba. Soy incapaz de recordar alguna vez que la haya tenido en brazos salvo los primeros meses después de nacer. Pero yo era tan buen trabajador que me dejaba hasta la última gota de aliento en el trabajo y no guardaba nada para Clarita, ni para mi mujer, y seguramente eso fue lo que pasó. Pero ¿qué podía hacer yo?, había que comer, y que pagar el piso, y que comprar un coche, y que trabajar, hasta los sábados, y algún que otro domingo. Y mientras, Clarita y mi mujer, se fueron vaciando de mí, hasta que ya no les quedó nada. Los últimos tiempos Clarita ya no venía corriendo hasta mí cuando llegaba del trabajo, ni mi mujer me daba el beso al llegar, ni yo tenía fuerzas para pedirlo. Que guapa debe de ser Clarita, seguro que lleva locos a los muchachos de su barrio, seguro.

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