"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 10 de mayo de 2011

La memoria


Es curioso como nos aferramos una y otra vez al cementerio de la memoria. Como a fuerza de sacar a pasear cotidianamente a los muertos que pueblan dicho cementerio acabamos pareciendo sepultureros obsesionados por no dejar dormir su muerte al pasado. Ayer, ayer es un muerto reciente, uno de esos que todavía huelen a la colonia con que lo enterramos, mucho más presentable que “hace diez años” o “hace ya treinta años”, pero un muerto a fin de cuentas. A menudo nos sentamos ante alguno de ellos, alguno de los que nunca debieron de suceder, y nos quedamos mirándolo, como si bastara eso para que desapareciese, para que nunca hubiese sucedido; pero es cualidad de lo muerto no cambiar, salvo para la putrefacción y la dulce y tranquila desaparición.
Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Y apenas si recuerdo más cosas. Fue un ayer cotidiano, extremadamente cotidiano, de esos que se repiten una y otra vez en los calendarios, de esos que no son día de fiesta, ni víspera de suceso importante. Simplemente un día, veinticuatro horas en tiempo, y un amanecer, un dejarse ir el sol por el cielo, y un atardecer lánguido. Anteayer no fue mejor, ni en toda la semana pasada. No sé cuanto tiempo atrás tendría que remontarme para encontrar un día que fuese especialmente distinto como para merecer ser traído a mi memoria. Y no es que no me sucedan cosas, no, simplemente es que ya me han sucedido, y supongo que eso las ha hecho vestirse de una suave y aletargadora sensación de indiferencia. En los últimos diez años me he casado, he tenido dos hijos, he acabado la carrera y he encontrado un trabajo de esos que se dicen bien pagados y con expectativas de destino, y curiosamente a mi vida le ha pasado todo lo contrario, se divorcio de mi, mato uno o dos de los sueños que todavía estaban pendientes y se ha convertido en algo con pocas expectativas de destino y con un precio más que risible, suponiendo que hubiese alguien capaz de pagar un precio por lo que es ahora mi vida.
Hace diez años, ayer hacía diez años, estaba en casa, mi madre giraba a mi alrededor mientras ajustaba la camisa, comprobaba que mi pantalón estaba bien planchado, decía algo sobre que no se nos olvidara donde estaba la corbata, y mil sonidos más que no consigo recordar con claridad. Yo miraba por la ventana de la habitación, el sol hacía relucir las hojas de los chopos mientras una brisa suave las hacía bailar cambiando constantemente de color y de brillo. Estoy seguro de que pensé que era un día hermoso para casarse, que aquel debía de ser un buen presagio. A eso le siguió un sin fin de felicitaciones, una corta ceremonia en el ayuntamiento, una comida multitudinaria en la que ya tuve la sensación de que quien sobraba era yo, una interminable velada con puñado de amigos de los cuales no conocía bien a la mayoría, y una noche en un hotel con poco más de media hora de sexo que desde luego no pasará a los anales de la historia del porno. Luego ella se durmió, se durmió placidamente como si aquel hubiese sido el mejor día de su vida, y yo….yo me quedé sentado en una butaca que había a os pies de la cama, mirando por la ventana mientras me fumaba un cigarro. La miré durante largo rato, desnuda, durmiendo, y me di cuenta de que no la quería, de que nunca la había querido. Y me sorprendí de que aquello no me importase mucho, de que no fuese un descubrimiento que de repente hacía que mi vida se fuese por los suelos. Simplemente no la quería. Y por primera vez desde hacía días conseguí dormir más de cinco horas de un tirón. Por la mañana ella se sorprendió de verme durmiendo en aquella butaca, pero la situación simplemente dio lugar a unas risas más que sinceras y a algún comentario de mi miedo a volver a la cama por si ella me pedía más. Aquella misma mañana, en el desayuno, entre risas, mientras miraba como sus ojos estaban todavía brillantes a causa del alcohol de la noche anterior, del sexo, y de la emoción, me di cuenta de que tendría que decírselo. No ese mismo día, ni dentro de un mes, puede que ni antes de que pasasen cinco o diez años, pero que un día tendría que decírselo.
Supongo que esperé que algo facilitase la situación. No sé, puede que una mala racha, que una infidelidad por parte de alguno de los dos, o simplemente que se instalara el tedio en nuestras vidas y no hubiese más remedio que tomar una decisión. Pero a veces la vida, y ella, porque ella acabó haciéndome dudar de si era un ángel, se empeñan en hacer que las cosas no sucedan como uno espera. Cada día, durante los años siguientes, cada día, hasta ayer, durante los diez años, fue una copia más que feliz del anterior. Supongo que queda bonito, sobre todo en sociedad y en según que grupos, aquello de que las mujeres nos gustan por su interior, que la belleza está dentro, y ojalá hubiese sido verdad, ojalá hubiese sido una mujer hermosa de alma pero fea de cuerpo y cara, porque al menos me hubiese bastado eso para dar el paso; pero ella era preciosa, su cara era realmente el espejo de su alma. Ayer, al levantarme para ir a trabajar, todavía me sorprendí al mirarla, dormida todavía, y volver a sentir toda su belleza en mi. No, no encontré en los diez años que vivimos juntos un solo motivo para poderla abandonar. Amaba la lectura, tenía una conversación interesante, era una mujer delicada y hermosa que se transformaba, en cuanto yo hubiese soñado, al acostarse a mi lado en la cama. Confesaré que incluso le propuse cosas que yo jamás habría hecho con la esperanza de que su negativa crease algún conflicto, pero lejos de eso no puso ningún obstáculo a nada e incluso me hizo todavía más feliz. Y aun así nunca fui capaz de amarla, nunca, ni un solo segundo de nuestra vida en común.
Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Me levanté pensando todavía en algo que soy incapaz de recordar. Me dirigí al semáforo que da paso a la travesía que lleva hasta mi casa. Soy incapaz de recordar si el semáforo estaba en verde o en rojo, lo único que recuerdo es un rostro sobre mí gritando que llamasen a una ambulancia. Luego un silencio dulce, pese a que todavía veía moverse su boca en su desencajado rostro, pero el silencio lo envolvía todo. Después al silencio se unió la oscuridad. Perdí la vida. Pero como ya he dicho su precio era mínimo, incluso estaba dispuesto a regalarla si alguien me lo hubiese pedido. No creo que haya ido a peor, no si por fin soy capaz de olvidar cualquiera de los “ayeres” de los últimos años.

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