"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 13 de mayo de 2011

Miguel (Capítulo I de II "Cuando estamos sobrios")


Míralo, borracho como una cuba, como casi siempre. Y ahora por lo menos se ha dormido. En una posición incomoda, pero al menos se ha dormido. Cuando despierte acabará cagándose en Dios por el dolor que va a tener de cuello, pero al menos nos va a dejar tranquilos unos minutos.
Duerme como un bendito. Como un bendito que no para de roncar. Está tirado en una especie de sofá, con la cabeza apoyada en el brazo. El brazo del sofá es demasiado alto para dormir en él. Más de una vez he probado sus efectos. Te duermes pensando lo bien que se está, y al despertar tienes un terrible dolor agarrado al cuello, justo en la parte trasera. Parece que lleve un perro cogido, dijo la primera vez que despertó después de una borrachera. Y hay que dar gracias que hoy se ha dormido de espaldas. No es que sea muy agradable la visión de su culo sobresaliendo por el lado del sofá. Con ese pantalón, remendado más de cien veces, que deja asomar un calzón que no habrá lavado en días. Pero la última vez se durmió de cara. Primero nos divertía ver las caras que iba poniendo. Mirar como movía los labios incansablemente. Sacaba la lengua y la pasaba por ellos. Unas veces simplemente para humedecerlos, otras como si acabase de tomar un largo trago y secase sus labios. Muy divertido, al menos hasta que comenzó a caerle aquella babilla pegajosa. Primero se quedó colgando de los labios, incluso hicimos apuestas sobre si llegaría a caer o no. Pasados diez minutos de verla subir y bajar a cada respiración ya no tenía gracia, comenzó a darnos asco. Finalmente cayó, cayó incesablemente. Bajo por su mejilla hacia el cuello. Era como si un caracol hubiese pasado por allí. Veíamos brillar su mejilla, su cuello. Hasta que llegó al sofá y comenzó a hacer un charquito justo debajo de su barbilla. Alguien propuso despertarlo ante lo asqueroso de la visión, pero quién se atrevía. Sus despertares eran todo un misterio. A veces despertaba como si hubiese repuesto todas las fuerzas que en los últimos años le había quitado la bebida. Cargaba contra todo y contra todos. Malditos bastardos, gritaba, ¿por qué no vais a mirar a vuestra madre?. Y ponía una cara como nunca habíamos visto. Los ojos rojos, casi saliéndose de sus órbitas. El cuello con todas las venas hinchadas, a punto de estallar, y los puños cerrados en actitud amenazante. Le mirábamos entre sorprendidos y asustados, al menos las primeras veces. Luego ya se fue haciendo algo cotidiano. Todos sabíamos que no pasaría de ahí. Que cansado de arremeter se calmaría, y se acercaría a la barra de nuevo a mendigar un trago. Venga Luisito, no seas malo, decía, págate un chato. Y Luisito, o Juan, o Lucas, acababan por pagarle un chato. Si, puede que no hiciésemos bien, pero eso a quién le importaba. A él no, desde luego, y nosotros sabíamos de su historia lo suficiente como para tenerle lástima. Otras veces, estás son realmente memorables, despertaba en silencio, como si no llegase a despertar del todo. Incorporaba el cuerpo lentamente y se sentaba en al sofá. En esas ocasiones no hacía falta que mendigase nada, nosotros mismos cogíamos un chato y nos acercábamos a él con nuestras cervezas en las manos. No las primeras veces, claro, sino cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba en esas ocasiones. Él había contado que antes, cuando todavía no bebía, o al menos no tanto como ahora, era escritor, y filósofo, y poeta, y que no era de los malos. Pero claro luego vino aquello. Nos sentábamos todos alrededor de él, en las sillas, mirándolo, esperando, dando sorbos cortos a nuestras cervezas mientras él apuraba poco a poco el chato. Puso las manos ante él, como si en ellas llevase algo, como ponemos las manos cuando cogemos aguas de una fuente. No, no tenía nada, al menos no en las manos; pero todos sabíamos que iba a comenzar a hablar, y lo hacía. Las primeras veces pensamos que ya se había vuelto loco del todo, que su cirrosis, que presumíamos aunque no estuviésemos seguros de que la padeciera, y sus estados de alucinación producidos por el alcohol, habían acabado por hacerle desvariar del todo, y apenas si prestábamos atención a lo que decía. Fue un día en que Lucas se acercó a él, se sentó a su lado, porque había tenido un accidente en el trabajo y tenía un pie escayolado. Se cansaba si estaba mucho tiempo de pie y coincidió su cansancio y el hecho de sentarse con el comienzo de uno de esos monólogos de Miguel. Todavía no había dicho su nombre, se llamaba Miguel, o esos nos dijo en una ocasión; porque pese a que ya llevaba cuatro años arrastrándose por aquel bar eran pocas las ocasiones en que hablaba de si mismo. Aparte de “un chato coño, que vengo seco”, y los improperios de sus despertares violentos, tan sólo dos o tres veces habló con nosotros, que casi somos los únicos clientes habituales de este bar. Fue en esas ocasiones cuando nos contó su desgracia. Todavía algunos no se la creen, piensan que no deja de ser un borracho más de los que tan habituales son hoy en día en las grandes ciudades. Llegamos a enterarnos de su nombre, de que había una mujer por ahí, eso decía él, aunque nunca por dónde, y un estrepitoso fracaso en no sabemos bien qué que le llevó a donde hoy estaba. “En el culo del mundo”, como decía. A lo primero nos molestaba aquello de “esto es el culo del mundo”, porque nosotros también estábamos allí, pero nos fuimos dando cuenta de que tenía razón, de que si aquello no era el culo del mundo estaba, al menos, muy cerca o a punto de serlo. Lucas se sentó en una silla, frente a él. Desde donde estábamos veíamos a Lucas de cara a nosotros. Le vimos apoyar los codos en las rodillas y su barbilla en las manos, mientras sostenía su cerveza a mitad beber. A Miguel le veíamos de espaldas, quieto, sin que pareciera mover ni un solo músculo de su cuerpo. Lucas seguía inmóvil, parecía haberse dormido en aquella postura. Venga, Lucas, deja de hacer el idiota y vente aquí, le gritó Lusito. Pero Lucas ni caso. Quieto, como si se hubiese muerto así, apoyado en sus manos y con los codos en las rodillas. Ni sorbos daba a su cerveza. Y nosotros dale que te pego a la risa, y venga decirle animaladas, a cuál más fuerte. Lucas, que se te va a beber la cerveza si te duermes. Pero míralos, si hacen tan buena pareja de borrachos. Y así continuamos, venga de la risa, y sin parar de beber cerveza. Y Lucas que seguía quieto, con los ojos abiertos, mirando a Miguel que parecía, o de espaldas eso nos pareció, que seguía durmiendo sentado en aquel sofá. Casi cuarenta minutos. Yo creo que Lucas batió el record del mundo de no mover ni un pelo, sólo igualado por Miguel, que tampoco parecía mover ni un pelo. Al poco Lucas que se levanta y se viene a nosotros dando tumbos. Y nos extrañó, porque aquella noche, Lucas, era el que menos había bebido al estar tanto tiempo sentado. Coño, tío, no me jodas que te has emborrachado de olerle el aliento, le dijo Juan. Y Lucas que seguía viniendo a la barra con los ojos fijos en ningún lado. Y así siguió aquella noche hasta que nos fuimos a casa, totalmente en silencio, con los ojos perdidos, y haciendo como que pensaba, porque nosotros estábamos seguros de que sólo iba como una cuba. Y a los tres días lo mismo. Los dos de antes Miguel despertó violento. No más que otras veces, ni menos. Pero al tercer día, y nosotros que ya veíamos algo raro en Lucas, porque le miraba mucho como si esperara algo, va Miguel y se incorpora poco a poco, en silencio. Y Lucas que coge su cerveza y sin decir “ahí os pudráis”, que era lo que solía decir cuando se alejaba de nosotros, se encamina a la misma silla de tres días antes.  La escayola se la habían quitado el día de antes, y ya andaba sin dificultad, por lo que nos sorprendió un poco. Sobre todo porque Lucas siempre era de los que aguantaban en pie hasta el final. Una vez, sólo una, lo vi caer al suelo y rodar. Hacía ya tres años, el día en que lo despidieron de su anterior trabajo. Vino al bar y no nos dijo nada. Se agarró a la barra y dijo “hasta que se acabe la cerveza”. Solemos hacer apuestas parecidas, por eso no nos extrañó aquello. Y nos pusimos a ello. Mira que bebemos, pero bebemos, bebemos, como si fuese un trabajo a destajo. Hay días en que no nos iremos a casa sin al menos un par de litros o tres de cerveza en el cuerpo; pero aquel día fue la hostia. Oye, que al menos diez veces fui a mear, y todas de campeonato. Y Lucas que, sin soltarse de la barra, se mete entre pecho y espalda al menos cinco litros de cerveza. Y sin una tapita de mierda, a pelo., entre cigarro y cigarro. Y que se suelta de la barra. Entre risas le miramos, esperando a ver cuanto tardaba en caer redondo al suelo. Y él que comienza a andar hacia la puerta con paso firme, casi un militar parecía. Y que se vuelve a mitad y nos suelta “ahí os pudráis”, y se gira, y sigue con el paso firme. Y nosotros, venga la risa, enfilamos también hacia la puerta pero por otros caminos. Como que parecía la subida al Mortirolo el camino a la puerta. Y venga curva, y yo que te cojo, y tú que te coges en mí, y ahora traspiés y golpe en una mesa. Pero Lucas ni esas, el tío firme y recto como una vela, sin ni un solo traspiés, ni una duda. Se agarra al pestillo y abre a la primera. Y a nosotros que nos costó tanto encontrar el pestillo que tuvo que venir Antonio, el dueño del bar, a abrirnos la puerta. No te digo más que casi lo perdemos. Al salir le vimos que doblaba la esquina encarando la calle que va a dar a la plaza. Una calle en cuesta con escalones. Y apretamos el paso, haciendo más eses que un niño en una cartilla de aquellas de Rubio. Y llegamos a la esquina, y doblamos, y Lucas parado delante del primer escalón. Mierda, muy borrachos íbamos, pero nos dio un susto de muerte. Ahora nos reímos al recordarlo, pero aquel día si nos pinchan no nos sacan ni una gota de sangre. Pues no ha hecho bromas luego Luisito con lo de “si nos pinchan no nos sacan ni una gota de sangre”. Pues claro que no, dice Luisito, pero cerveza nos hubieran sacado más de dos barriles. Y Lucas parado, como si lo hubieran clavado al suelo. Y de repente que adelanta un pie, que falla el escalón, que se va más de treinta metros rodando como una pelota. Y nosotros que echamos a correr detrás. Bueno al menos los diez primeros metros, porque luego fallamos también algún que otro escalón. Aquello parecía un concurso de una bolera, pero como si hubiesen tirado todas las bolas a la vez. Chico, que montón, cuatro tíos en un montón al final de la calle, ya en plena plaza. Borrachos, nos grito una vieja que pasaba por allí. Será guarra, le contesto Juan. Lo cierto es que el porrazo fue de feria. Lucas debajo, hecho un guiñapo. Y nosotros encima. Oye, dos minutos, ese fue el tiempo que no estuvimos borrachos aquella noche, el tiempo  justo de darnos cuenta de que Lucas no se había hecho nada. El culo del mundo, grito, pero el culo, el culo. Y se nos fue una risa que tuvieron que llamar a los municipales. Vaya escándalo que se armó. Pues eso, que sin decir nada se fue a sentar otra vez delante de Miguel. Volvió a apoyar los codos en las rodillas, y la barbilla en las manos, pero esta vez nos hizo un gesto para que fuésemos a sentarnos a su lado. Ni caso, pero ni puto caso que le hicimos. Y el dale que te pego a llamarnos, parecía un molino de viento moviendo los dos brazos sin parar. Luisito decía “no le hagáis caso, no le hagáis caso y veréis como nos reímos”. Y vaya si nos reíamos. Nosotros agarrándonos la tripa para no partirnos, y Lucas moviendo los brazos y abriendo mucho los ojos para llamar nuestra atención. Y en eso que entran dos tías al bar. Toque general, menos para Lucas claro, que había vuelto a quedarse como idiota delante de Miguel. Déjalo, dijo Juan, que se pudra, como dice él, él se lo pierde. Y vaya si se lo perdía. Dos tías de las de hoy. No más de veintiocho años tendrían. Con su faldilla corta y una camiseta apegada al cuerpo. Bendito sea el aire acondicionado que instaló Antonio el año pasado, y más bendito el espejo de pared que tenía detrás del mostrador. Y sé que no deberíamos de mezclar a la iglesia en esto, pero las chavalas eran divinas. Y debía de ser nuestro día de suerte porque van y se sientan de cara a la barra en una de las mesas. Y nosotros de espaldas, haciendo como que hablábamos con Antonio y entre nosotros, pero con los ojos fijos en el espejo. Y que piernas, casi ni se acababan. Y que braguitas. Ole por el que inventó el tanga. Casi un cuarto de hora como idiotas, mirando el espejo. Y el aire acondicionado que comienza a hacer efecto a través de las camisetas. Y todo junto que comienza a hacer efecto en nosotros. Creo que fue el primer día que Antonio nos tiró del bar. Ni en las peores borracheras nos había hecho marcharnos, pero aquel día hasta yo reconozco que nos pasamos un rato. A Luisito no le dieron un par de hostias las muchachas de milagro. Y ya en la calle a reírnos, como siempre. Creo que ha sido la época de mi vida en que más me he reído. Me tenía que agarrar a la pared para no caerme. ¿Y Lucas?, preguntó Juan. Coño, nos lo hemos dejado dentro. Pero a ver quién era el macho que entraba. Te juro que nunca había visto a Antonio tan enfadado. Y Antonio montó el bar con lo que le dieron de despido en el puerto. Fue hace unos diez años, despidieron a la mitad de los estibadores del puerto. Y entonces aun se cargaban los barcos a mano. No veas que brazos tenía el tío, como dos troncos de roble. Y que espalda. Pues no le habíamos visto romper camisas por detrás al hacer un esfuerzo e hinchar la espalda. Que no, que no se atrevía nadie a entrar a por Lucas. Y allí que esperamos más de una hora. Y en eso que un grupo de cinco o seis chavales, mocosos de esos que llevan los pelos raros y la ropa que parece de un basurero, que va y se acerca a la pared de enfrente del bar y se pone a mear. Mira, arrancamos a gritarles de todo. Que si cerdos, que si guarros, que si les parecía que eso estaba bien. Y no van y nos gritan fachas. Pero si a nosotros nos importaba una mierda que measen en las paredes, pero aquella era distinta. En aquella llevábamos meando nosotros más de cuatro años. Pero si ya casi se veían las huellas de nuestras manos en la pared cuando nos apoyábamos en ella para no caernos mientras meábamos. Y, además, fachas nosotros, nosotros que teníamos el carné del partido comunista desde antes del año setenta y cuatro. Mira, como si nos hablásemos por telepatía de esa. Metemos los tres las manos en el bolsillo de atrás, no sin cierta dificultad. Coño, que al Luisito se le cayó todo lo que llevaba dentro de la cartera al suelo, pero mira, él que ni se inmuta y hace como nosotros. El carné del partido en la boca y echamos a correr detrás de ellos. Los primeros cien metros de maravilla. Los chavales gritándonos de todo y nosotros corriendo detrás; pero después… después Juan se agarró del primer árbol que vio y allí mismo dejó caer las cervezas y la comida de ese día. Pa vosotros, les grito agarrado aún al árbol. Y nosotros, pues como siempre, venga reírnos y reírnos. Y en eso que nos damos cuenta y habíamos perdido todos el carné. Y camino para atrás buscándolos. Estaban casi en la puerta del bar, se nos habían caído nada más arrancar a correr. ¿Facha yo?, dijo Juan, que me he corrido más de quince maratones delante de los grises, y de los verdes, y de los azules, y me los gané casi todos. Aun recuerdo la vez en que de golpe me volví cuando ya no me seguía más que uno. Chicos, tendríais que haberle visto la cara. El pa mí con la porra en la mano, seguro de si mismo, hasta que me vuelvo y conforme viene le grito “así me gusta, uno a uno”. Mira, el tío se vuelve y mira patrás. Nadie, habíamos entrado en una bocacalle y no le habían seguido los compañeros. Y yo que le repito “venga, macho, uno a uno”. Pues no le tenía yo ganas a uno de estos. Y él que no quiere quedar mal y se viene pa mi, y yo que muevo mis ciento cinco kilos de gimnasio cara a él. De la primera que le metí él y la porra volaron más de tres metros. Que si no me lo quitan los del partido que aparecieron por la otra esquina de la calle no digo que lo hubiese matado, pero le pego la paliza de su vida. Y aún así no se fue mal. Y ahora ya ves. Y nosotros que sabíamos de que iba a hablar y que nos ponemos tristes. Y ahora ya ves, repitió, cuatro ratas. Como dice un compañero mío de trabajo “cuatro rojos de mierda”. Toda la vida trabajando en el partido, en la calle, en las asociaciones, en cualquier sitio, para acabar a los cincuenta y pico cobrando la porquería de subsidio que cobramos. Y ya veis, hoy en día las reuniones clandestinas son pa mear en la pared de un barrio jodiendo a unos viejos. Que no, que si volviera atrás ni partido ni leches. Y lo que me jode cuando aún oigo alguno eso de que si la clase obrera, que si la plusvalía, que si la burguesía. Purititas mierdas, oye. Todos detrás del dinero, los unos y los otros. Los unos porque lo tienen y quieren más, y los otros porque no lo tienen y se pasan la vida haciendo horas extras y jodiendo a los compañeros pa acabar comprándose un coche que les viene justo pagar, o ahorrar todo el año pa unas vacaciones que son un infierno. Que no, que ni partido ni leches. Y se queda como mirando al cielo, callado. Y repite eso de que ni partido ni leches, pero de golpe y gritando. Ni partido ni leches, una buena cerveza. Y se pone a reír como si no estuviera bien. Pero ya nos había jodido la noche. Los tres, bueno y Lucas, éramos históricos del partido comunista. Y nos jodía que tuviese razón, porque la tenía. Eran ya muchos años de desencantos con los dirigentes, pero lo que más nos dolía era el desencanto con los mismos compañeros. Y nos levantamos en silencio. Y ni nos despedimos. Tu para acá y yo para allá, nos marchamos los tres, cada uno a su casa, sin acordarnos de Lucas. Que le den por el culo, otro rojo de mierda, y encima borracho. Y al día siguiente al bar, como si no hubiese pasado nada. Como si no hubiese habido chavalas, Antonio ni nos regañó. Bien nos conocía Antonio. Y como si no hubiesen meado aquellos payasos en la pared de enfrente. Y como si no hubiésemos sacado el carné, como si nunca hubiésemos sido comunistas. Los cuatro de plantón delante de la barra. Yo pago la primera. Y al trabajo. Se pagaban sin orden. Al principio no, al principio una tu y una yo, y tanto por uno san Bruno. Pero pronto nos dimos cuenta de que a la tercera o cuarta ya no teníamos ni idea de a quién le tocaba pagar, y salvo las de Miguel que si pagábamos cada día uno, las demás iban a voleo. Ahora tu ahora yo, hasta que no teníamos dinero, por eso decidimos hace tiempo llevar todos el mismo, así si a alguno aún le quedaba es que había pagado menos que los otros. Pues no nos reímos el día que Luisito se equivocó y se trajo dos mil pelas de más. Ahora con los euros va con más cuidado. Coño, que nos bebimos las dos mil pelas y al día siguiente quería que se las devolviéramos. Para cuentas estamos nosotros. Ni cuando bebemos ni cuando no bebemos. Te jodes Luisito, le dijo Antonio, estate más espabilado. Porque Luisito cuando se dio cuenta de que no nos sacaría ni un duro quiso que se las devolviera Antonio. Yo creo que no ha estado Luisito más cerca de la muerte que aquel día. Ni cuando casi lo pilla el tren de cercanías porque se quedó durmiendo en las vías. Entre Juan y yo sujetando al Antonio, y Luisito plantado en medio el bar, con los puños levantados y diciéndole que cuando quisiera, que allí lo esperaba. El Antonio nos arrastraba a los dos colgados a sus brazos, muertos de risa. Y el Luisito más serio que un palo, como si de verdad estuviera dispuesto a pegarse con el Antonio por dos mil asquerosas pesetas. Y el Antonio que nos arrastra, porque tenía más fuerza que siete Juanes y siete como yo juntos, y llega a la altura de Luisto. Yo pensé que Luisito le iba a dar, porque Juan y yo le sujetábamos los brazos, y que como le diera el Antonio lo mataba. Porque con media hostia el Antonio mataba al Luisito. Y coge el Luisito, estira los brazos, y agarra al Antonio de las orejas y le estampa un beso en toda la boca. Como platos se nos pusieron los ojos al Juan, a mí, y al Antonio. Más de medio minuto estuvimos que no sabíamos donde estábamos. Y El Luisito se pone a reír, abre la puerta, y agarra calle abajo para la plaza. El Antonio que sale detrás de él como loco, y nosotros también. Intentamos hacer burla un par de veces del tema, pero la mirada del Antonio es casi más peligrosa que sus brazos, así que ya nunca más lo nombramos delante de él. No es que nos quede mucha vida, pero tampoco hay que tentar a la suerte. Y esta me tocaba pagarla a mí. Me cago en los euros. Ahora beber lo mismo nos cuesta el doble. Durante un tiempo intentamos gastar el mismo dinero, pero la cosa del redondeo hacía que no bebiésemos ni la mitad. En fin, de perdidos al río, y subimos el dinero a gastar. Cuatro euros, a euro por tercio. Y cogemos cada uno el primero y nos dura un suspiro. Hasta el tercero es como si bebiésemos agua, vuelan. A partir del tercero ya nos aguantan algunos minutos en las manos, incluso nos movemos por el bar con ellos cogidos. Aunque el bar tampoco es una plaza de toros, pero tiene su barra, su mesa de billar al fondo. Antonio nos tiene prohibido jugar. Una zona con mesas y la parte donde está el sofá y unas sillas. La parte del sofá Antonio la quiso poner en su día para que el bar tuviese un aspecto más de pub. A los tres días se sentó allí Miguel y se acabó el pub. Pero tampoco le va tan mal con clientes como nosotros.

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Sueño

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