"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 21 de enero de 2011

Dame un beso

Dame un beso, dijo él entornando los ojos y dejando que las palabras apenas resbalasen por sus labios para que estos estuviesen frescos y atentos a otros labios. Y ella se lo hubiese dado, de verdad que se lo habría dado, pensó ella. Pero se quedó quieta, mirando aquellos ojos entornados y aquellos labios que esperaban, colgados del aire, unos labios que nunca llegarían.
Si fuese tan fácil, si de verdad sólo fuesen necesarios cuatro labios, pensaba ella mientras todavía tenía en sus pupilas un cuerpo de espaldas, caminando, alejándose cabizbajo. Pero no, cuatro labios sólo son carne, y la carne nunca ha sido verbo, nunca. Primero está el deseo, el imprescindible deseo, ese que no nace del fondo del alma, como casi nada nace del fondo del alma. El deseo es olor, es aire, necesita entrar por alguno de los sentidos, no ya por todos, basta con uno, basta con ver un cuerpo y darse cuenta que sus formas se ajustan al molde de unas manos cansadas de dibujar formas en el aire. O puede bastar con oír una palabra, una suelta, de espaldas, a traición, como si hubiese estado agazapada tras los arbustos días y días en una espera cauta. De pronto esa palabra salta a tus oídos, navega como el más diestro de los navegantes por cada uno de los rincones que hay desde un lateral de la cabeza hasta cualquiera de los poros que sea capaz de dar la voz de alarma. O es un roce, uno entre miles, uno que no es de los que hacen sentir un frío gélido, ni de los que consiguen arañar la piel hasta que una gota de sangre desertora asome al mundo, no, es uno de esos que nos dejan en suspenso, que hace que volvamos la cabeza y sigamos durante una eternidad de lejanía como se marcha una falda,  unos pantalones, y la necesidad imperiosa de reclamar como nuestro el aire que los labios de aquella falda va dejando colgado de cada uno de los bancos, de cada una de las esquinas. Y así con todos y cada uno de los sentidos, incluso con los que no están considerados así. Y una vez sucede no está todo hecho, no es tan simple, si fuese así uno tendría que andar apartando los besos de cientos, de miles de amantes, y, a menudo, uno apenas se cruza con dos o tres de ellos cada mes. Por eso ahora hace falta la intención, lo que de voluntad se le puede poner a un acto. Beso de Judas, beso de Jesucristo, a fin de cuentas besos, beso de padre, siempre más beso que beso de hijo, beso de agua o beso de fuego. Beso de pan en la madrugada o beso de tierra yerma. La intención  ha de ser la justa. Cuantas veces un beso de madre mató al amante y le hizo llorar perdido entre tantos anocheceres, o un beso malintencionado de amante hizo que el imberbe joven desapareciese para siempre y en su lugar el más obsceno de los hombres comenzara su andadura. Entonces tomo mi tiempo, doto al beso de la intención necesaria, no, no beso todavía, primero lo imagino, imagino que ha nacido de un sentido, que mi intención es la que debe de ser, y…y… Ahora sólo falta el momento, el tiempo y el espacio. Porque hay besos que son de un segundo, rápidos como el salto del guepardo, de esos que se clavan como la flecha lanzada por el arquero más certero; y sin embargo otros necesitan su tiempo, se construyen segundo a segundo, recorren todos y cada uno de los rincones, hasta que el mejor de los artesanos pueda clavar su vista en él y diga sin inflexiones en la voz “perfecto”. Pero puede suceder que el beso guepardo se haya dado en el ocaso, rodeado de una calma y una soledad sólo  propia para un beso sin tiempo, o que el beso sin tiempo se dé justo en el último momento, uno de esos besos de película de amoríos cuando el amante, o la amante, acercándose a la persona que agoniza le dice aquello de “te querré siempre, siempre”, y sella con sus labios ese pacto. Justo en ese momento la muerte no está para juegos, y convierte el mejor de los besos, y la más manoseada frase final, en una irónica burla.
Entonces ella se dio cuenta, tenía el deseo, a este lo dotó de intención, aquella era una buena tarde para un beso, y tenía tiempo, mucho tiempo. Entonces lo vio, vio como seguía alejándose y comprendió que realmente para un beso hacían falta cuatro labios.

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