"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 18 de enero de 2011

La muerte en mayo

No serían más de las cinco y cuarto cuando la muerte detuvo su paso ante aquel portal. Miró su reloj, las cinco y catorce minutos, y sintió un leve fastidio. No tenía su próxima cita hasta las seis y media. No había calculado mal, simplemente no se habían producido los clásicos atascos y aglomeraciones de un viernes tarde y el recorrido había sido demasiado rápido. Dudó si esperar en plena calle, pero el calor de aquel extraño 25 de mayo le hizo pensar que sería conveniente esperar dentro del portal. Tampoco aquella fue una buena idea. Una portera, con un extraño defecto en la boca que le impedía dejar de hablar, hizo que los cinco minutos que pasó allí le parecieran una penitencia insufrible. Subió los cinco primeros peldaños de la escalera y consultó sus notas “Luis Márquez, calle Jacinto Onorio, 15-4-2ª, hora 18’30”, y siguió subiendo peldaños hasta el cuarto piso. En cada rellano sólo había dos puertas por lo que rápidamente localizó la que era y se sentó al lado, en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Pero el día parecía tener el extraño propósito de convertirse en fastidioso en extremo. Primero una vecina, a la que por cierto tendría que visitar en no más de tres meses, se empeñó en mantener una conversación con ella sobre los precios. Luego un grupo de mozalbetes, con una pelota que no paró ni un segundo, subieron y bajaron del tercero al quinto y del quinto al tercero.
Miró el reloj, las cinco y treinta y dos. Pensó que no estaría tan mal un poco de conversación y llamó a la puerta. Le abrió un hombre de unos cuarenta y cinco años, cuarenta y tres tenía ella en sus anotaciones, y la invitó a entrar. La casa tenía las persianas casi bajadas, lo que hacía que el ambiente fuese mucho más fresco que en la calle. “Me molesta la luz intensa en los ojos” se disculpó él, “pero si quiere...”. La muerte lo atajó antes de terminar “no, no, en la calle hace un calor insoportable, y aquí se está tan bien”. Pasaron al comedor y él se dejó caer en un sofá recostando la cabeza en dos almohadones. “Perdone, pero...” de nuevo la muerte le interrumpió “por favor, sin formalismos”, y ella tomó asiento en un sillón que le pareció el cielo comparado con la dureza del suelo de la escalera. Permanecieron unos segundos mirándose. Él no sabemos en qué pensaba, más bien parecía que en nada. Los ojos se le cerraban poco a poco debido a la enfermedad y la fatiga. La muerte pensó en las pocas fuerzas que le quedaban al hombre, casi las justas para intentar mantener abiertos los ojos. Miró su reloj, las cinco y cuarenta y dos minutos. Todavía faltaban otros cuarenta minutos. Por unos momentos pensó en esperar callada, agradeciendo aquel frescor que llenaba toda la casa y lo confortable del sillón. “De todas formas se dormirá, y ya habrá tiempo de despertarlo cuando falten apenas unos minutos” se dijo. Pero rápidamente desechó la idea, sólo a ella se debía lo embarazoso de la situación por haber llegado antes de la hora prevista. Lo miró a los ojos y, pese a intuir cuál sería su respuesta, le preguntó “¿quieres hablarme de ti, contarme algo?”. Él abrió los ojos y casi sin fuerzas contestó “si no te importa preferiría que hablases tú, apenas puedo mover los labios”. La muerte pensó que en pocas ocasiones tenía tiempo para hablar en las visitas. Miró el reloj, todavía faltaban treinta y ocho minutos, tiempo más que suficiente para contar algunas historias a aquel moribundo al que nadie velaba.
“Verás, Luis, -comenzó hablando la muerte en un tono suave tan parecido a la penumbra de la habitación que las palabras sólo fueron oídas por el moribundo- no tengo muchas ocasiones para hablar con la gente, por lo que no sé si mi conversación será de tu agrado, pero intentaré contarte alguna de las historias en que se habló de mí, y en las que, como la mayoría de las veces, no se dijo la verdad. No es que se mintiera, no, -dijo en un tono casi de reproche con ella misma- simplemente se relataron mal alguno de los acontecimientos. Errores que yo comprendo se deben al efecto que produce mi presencia.
Haciendo memoria recuerdo una vez, allá por 1973, sería el mes de mayo más o menos, y atiné a pasar cerca de la casa de uno al que llaman Onelio Jorge, y es de las pocas veces en que sentí ternura. He de aclararte que yo no estoy en ningún sitio salvo en aquellos en que se habla de mí, se escribe de mí, se piensa en mí. Como te decía atinábamos a pasar, de vuelta de un pueblo pequeño, Francisca y yo, cuando, por una de las ventanas de la casa, vimos unos papeles sueltos que hablaban de ella y de mí. Francisca se me adelantó y, alargando el brazo, cogió aquellos papeles y los apoyó en el alféizar de la ventana. Me miró y le pasé un pequeño lápiz que siempre llevo conmigo junto a las listas. Con su huesuda mano escribió al final del último folio, continuando lo que allí se decía “...nunca –dijo- siempre hay algo que hacer. Como ahora, en que tengo que despedirme de la muerte”. Francisca volvió a dejar los papeles donde estaban y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa, aunque no le hablé de mi intención de borrar lo que ella había escrito.
Y aunque esta visita fue tierna...”. La muerte calló un segundo y miró a Luis. Éste abrió apenas un poco los ojos para demostrarle que seguía escuchando. “...he de reconocer que fue mucho más triste la siguiente.
No soy capaz de situarla con precisión en el tiempo, solo te diré que me contaron que alguien la transcribió dándole como nombre algo así como la muerte en la calle. Como te decía, ésta es una de las visitas más tristes que hice, fue a un caminante, en la calle. Cuando ya estaba dispuesta a tocar con mi mano su hombro, después del llanto de un perro que acertó a verme, le escuché pensar. Era tal la tristeza de su historia que no me atreví a comunicarle mi llegada, simplemente se fue poco a poco, se dejó ir”.
La muerte volvió a mirar su reloj, faltaban dos minutos para las seis y media. Se levantó, no sin dificultad, una de sus rodillas hizo un extraño crujido. Se acercó a Luis y vio su pecho que apenas subía y bajaba.
Lo que a continuación escribo me fue relatado años más tarde y, aunque no dudo de su veracidad, no puedo estar totalmente seguro de su literalidad; puede que el tiempo y el boca a boca hayan deformado un poco la escena o lo que allí se dijo.
La muerte puso sus labios junto al oído de Luis. Presintió que apenas le quedaban unos segundos y decidió decirle algo que nunca había dicho. Incluso ella no comprendía, horas después al pensar, el porqué lo hizo. Con voz suave y marcando las palabras le susurro “ahora te diré algo que nunca dije, yo no vengo a llevarme a nadie, vengo a despedirme”. Luis dejó de respirar. La muerte miró su reloj, las seis y media. Se acercó a la ventana y, ante la poca luz que entraba, sacó un pequeño lápiz y una hoja arrugada en la que escribió algo, luego se dirigió a la puerta y salió cerrando. Fuera seguía haciendo un calor insoportable.


Y ahora escucha esto...

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