… y llegó la vida, tarde, como siempre. Y quiso recoger cuanto quedaba, y no quedaba nada. Ni sombra bajo el álamo, ni polvo en el camino, ni huella de pisada, ni pie, ni pierna, nada. De poco le sirvió llegar vestida con sus mejores galas, ni lucir la sonrisa, su sonrisa, eterna y eternamente vana.

Miró la hoja de nuevo y hubo brillo. Se vio sentada y sola en el camino, de espaldas. Sintió la incertidumbre entre su pelo, como si fuese un viento dulce en aquella madrugada de hielo. Su cuerpo notó el paso de los años, notó la espera larga. No distinguió sonido que despertará su alerta, ni sombra que llegase desde lejos a hablarle del destino. Tal vez sintió la duda, el momento indeciso que precede al abandono; pero sus pies no se movieron, ni se movieron sus manos, ni sus ojos dejaron de mirar perdidos en un horizonte que no terminaba de amanecer nunca. No, siguió sentada.
Levanta la vista. Ha amanecido. El álamo donde apoyará su espalda no hace más de unos minutos ha muerto. En el camino, a unos pasos de donde ella se encuentra, el cuerpo de un hombre, viejo, yace sin vida. Limpia el rojo carmín de sus labios y el cielo se oscurece. Guarda el cuchillo en su bolsillo, todavía cubierto de sangre, y se aleja camino abajo, sin dar la espalda, puede que el caminante todavía esté por allí.
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