"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 2 de enero de 2011

El continuador (1)

[1] Basado en El campeonato de pajaritas, cuento de Luis Brito García.

Llevaría más de veinte minutos sentado en aquella vieja silla de madera y esparto. Con los ojos fijos en el único objeto colgado de aquella pared blanca. Ni una ventana, ni un cuadro, ni un solo detalle religioso a los que tan aficionados eran en aquella región. Tan sólo un marco de no más de treinta por veinte con un diploma en el que podía leerse “Don Iturriza Periera García. Campeón mundial de pajaritas. 5 de septiembre de 1983”.
De la alegría de los primeros días, tras conseguir el premio, había pasado, en los últimos años, a una profunda tristeza. Aquella fue la última vez. Sólo le quedaba aquel trozo de papel recubierto de polvo y un dolor que iba y venía en el codo del brazo derecho. Sin apartar un segundo la vista de la pared recordó como habían sucedido los acontecimientos y, casi sin darse cuenta, comenzó a hablar.
“Recuerdo el asombro reflejado en todos y cada uno de los rostros del auditorio y de mis rivales cuando acabé de convertirme en aquella maravillosa hoja de papel blanca. Como siguieron con su mirada mi caída suave sobre el escenario, y el silencio, casi interminable, de los siguientes minutos. Se acercaron a mí, aunque sería más correcto decir a la hoja, los organizadores del concurso. No sabían cómo actuar, qué hacer con “aquello” en lo que me había convertido. Yo hubiera querido explicarles, pero... Resolvieron coger la hoja con sumo cuidado y transportarla al camerino que habían preparado para los participantes. Una vez allí, un cuarto de no más de tres metros de ancho por cuatro de largo, apartaron las sillas y una mesa de uno de los ángulos y me depositaron con cuidado de que no quedara una sola arruga. A través de su nerviosismo y entrecortadas conversaciones, distinguí frases como “pero... si es una hoja”, “¿deberíamos llamar a la policía?”, “¿no será algún tipo de truco?” “no, no, todos hemos visto lo que ha hecho”. Finalmente decidieron dejarme, es decir a la hoja, allí hasta el día siguiente y decidir durante la noche qué hacer. El resto de participantes, debido a lo extraño de la situación y a la tristeza por su derrota, no tardaron en abandonar el cuarto. Y allí es donde realicé mi última actuación, en aquel triste cuartucho, rodeado de muebles viejos y bajo la luz de una pequeña bombilla sin pantalla.
La mayor parte del público que pensó que era un hecho increíble el transformarse en una hoja de papel,  hubiera sido capaz de dar media vida por ver lo que sucedió en aquel cuarto. Yo ya había hecho proezas del tipo de convertir una de mis manos en una rosa de fieltro, o una de mis piernas en un abanico chino, pero aquella fue la primera vez en que hice una transformación total. Y he de reconocer que no fue extremadamente difícil. Cada uno de los pasos resultó un juego divertido y sin gran complicación, incluso el final fue sencillo, todo rectas y color blanco. Sin embargo, toda una noche, desde las diez hasta las cinco de la madrugada, minuto a minuto, segundo a segundo, y cada uno más doloroso, fue lo que sucedió en aquel cuarto.
Describir los aspectos técnicos sería lento y complicado, basta saber que lo primero que tuve que hacer fue recuperar los colores. Comencé por los básicos, el rojo, el azul,... la hoja se cubrió primero de cuatro colores, luego con sutiles mezclas aparecieron cuatro más, y ocho, y doce, hasta quedar convertida en un mapa multicolor con cientos, miles de colores y tonalidades sin sentido. Tuve que descansar unos minutos. Allí estaba yo, todavía convertido en una hoja de papel en la que ahora parecía que hubiesen estado jugando unos niños con pinturas ocres, y grises, y... suspiré.
Si alguien creyó alguna vez que dejar liso lo arrugado era una tarea complicada debería intentar arrugar dando formas algo liso.
Retomé la labor. Poco a poco fue apareciendo un cuerpo blando al que ya podían adivinársele unas formas parecidas a brazos y piernas, a tronco y cabeza. Pasé más de dos horas en dar forma y acoplar cada uno de los huesos, desde los más grandes hasta los más diminutos y complicados. Precisamente cuando me afanaba en acoplar bien los huesos del brazo derecho, fue cuando escuché pasos fuera. Detuve mi trabajo durante unos minutos hasta oír que los pasos se alejaban. La unión del cúbito y el radio ya no la pude realizar con precisión y, a partir de entonces, me acompaña este molesto dolor en el codo del brazo derecho.
Si una vez acabada la formación de los huesos alguien hubiese podido verme..., era un cuerpo perfectamente formado, brazos, piernas, tronco y cabeza, pero sin formas en el resto, y sin un solo pelo en el cuerpo. Tuve que romper uno a uno, durante más de una hora, cada uno de los poros en que debía salir un pelo y, finalmente, cuando ya todos estaban en su sitio, comencé la labor del rostro.
Primero los ojos, y no, uno no puede elegir ni forma ni color, debe ser capaz de reproducirlos idénticos a como eran. Y aunque la forma y el color son complicados de recuperar no tienen comparación con el gesto, porque el gesto habla de los recuerdos y del alma. Y tanto mis recuerdos como mi alma estaban muy gastados por aquellos años. Luego las orejas, con esa desagradable sensación que es recuperar los sonidos cuando se vuelve del plácido silencio. Durante minutos estuve desorientado. No llegarían a adivinar la cantidad de sonidos que existen en eso que llamamos silencio. Finalmente la nariz y la boca. Debían ir ambas al unísono puesto que el aire debe encontrar todo su recorrido a la vez. Cuando practicaba y aprendía las transformaciones, contaban como leyenda la muerte de aquél que recuperó la nariz antes que la boca y, entrándole el aire y no pudiendo salir, murió sin poder pronunciar palabra.
Una vez completado el proceso del rostro viene la primera bocanada de aire que lo inunda todo. El corazón lanza con fuerza su primer golpe, se abren los ojos, y el mundo se te viene encima de golpe, dejándote tirado en aquel cuartucho, sin fuerzas para mover un solo músculo. Pero no importa, porque faltan los detalles, y aprovechas esos minutos de quietud para recuperarlos. Todos y cada uno de los lunares, las cicatrices que la vida ha ido dejando en el cuerpo, y sobre todo, y más importante, las arrugas, cada uno de los surcos que son como los anillos de los árboles y nos hablan de años, de tempestades, de amores y de odios.
Finalmente me levanté y allí, ante un espejo lleno de polvo, y con un dolor punzante en mi codo derecho, hice el juramente de que nunca, nunca más, ni manos rosas, ni piernas abanicos, ni hojas blancas. Nunca más.”
El señor Iturriza volvió a coger el papel que había dejado sobre la mesa y leyó de nuevo el encabezamiento “para mi amigo Iturriza de Noguchi”.
En los últimos años era la primera carta que había recibido. Cuando vio llegar a Ernesto, el cartero, pensó que algo había pasado en el pueblo, algo grande, y se sintió intranquilo. Pero cuando Ernesto sacó de su cartera aquella carta y se la acercó,  tardó en reaccionar y alargar la mano. Tanto que Ernesto le tuvo que decir “Iturriza, ¿la coges o qué?”. Sólo entonces reaccionó, cogió la carta y vio como Ernesto volvía a perderse camino del pueblo.
“Querido Iturriza, han pasado muchos años, demasiados, desde nuestro encuentro en el campeonato mundial de pajaritas. No sé si todavía vivirás en la misma dirección, siquiera sé si todavía vives; pero necesitaba escribirte esta carta. Por un lado para descargarme de un gran peso que me oprime desde hace tiempo, y por otro como reconocimiento al hombre más grande que nunca conocí.
Sin más te cuento mi historia.
Yo vivo en un pueblo pequeño de una apartada región de China. Estuve preparándome para el campeonato durante más de tres años. Ésta es una región inhóspita, donde nos saludan cada mañana un horizonte sin árboles ni ríos y un viento gélido que nunca deja de soplar.
Yo entrenaba cada día, desde el amanecer hasta el anochecer, y mis hijos, por entonces tenía tres, dos niñas de tres y dos años y un niño de cinco meses, eran felices corriendo detrás de las palomas y los conejos, viendo como era posible un amanecer a las siete de la tarde, o la formación de una pequeña tormenta que descargaba en apenas unos segundos formando un cristalino riachuelo lleno de peces. Me salía un poco caro el papel para el entrenamiento, pero pensar en el premio y ver la felicidad reflejada en el rostro de mis hijos, me animaba cada día.
Finalmente llegó el momento de la partida. Por fin iba a celebrarse el tan ansiado campeonato. Metí en una maleta cuanto papel pude para ir practicando durante el viaje, unos libros y la ropa necesaria para unos días de viaje, y me dirigí a la estación.
El viaje fue relativamente lento, con varios transbordos de tren, con alguna espera interminable en pequeñas estaciones, lo que me dio tiempo a leer casi todos los libros.
Te cuento esto porque en uno de los libros, de un autor español del que no puedo recordar más que la inicial del nombre, leí algo a lo que no di mayor importancia pero que, al volver aquí, comencé a repetir cada mañana al acordarme de ti, y que todavía repito porque no ha habido ni un solo día en que no te haya recordado. Decía más o menos así, si los años no me han hecho olvidar palabras “hay gente capaz de hacer lo imposible con lo que tienen, y luego están los otros, los que son capaces de reinventar la vida”.
Cuando te vi subir al escenario, en tu primer giro, comprendí que había servido de poco mi entrenamiento de años. Luego vino la rápida huida de todos los participantes, y sólo tiempo después me enteré por unos viajeros que habías recogido el premio y marchado a tu pueblo.
Yo volví aquí, a mi región. Tomé una silla y me senté a la puerta de mi casa. Mi mujer y mis hijos nada preguntaron. Luego pasaron cuatro años en los que mis manos se cubrieron de callos y heridas por el trabajo en la tierra, pero no salió de ellas ni un triste pájaro. Sólo al cabo de esos cuatro años, una mañana de invierno en que el viento se esforzaba en desolar lo poco que brotaba en estos páramos, mi hijo se acercó a mí y, tomándome la mano, me dijo, “Papá, sol”, y dejó caer una lágrima sobre el papel que llevaba en sus manos.
No sabría explicar ni el cómo ni el porqué, pero mis manos, pese a que mis dedos ya no eran tan ágiles, y las heridas y callos las volvían casi grotescas, tomaron aquel papel y salió el sol más hermoso que había logrado nunca.
Mi hijo entró corriendo en la casa y sacó un fardo de papeles que habían guardado pese a mi prohibición.
Un águila, dos nubes, un pequeño campo de amapolas, un sinfín de gallinas, conejos, cabras, que armaron un alboroto infernal pero agradable. Mi mujer y mis otros hijos vinieron corriendo y se abrazaron a mí. Creo que sólo días después, cuando una de mis manos comenzó a abrirse hasta convertirse en una rosa, comencé a comprender.
Ahora vuelvo a prepararme para el campeonato de este año, pero sé que puede aparecer otro Iturriza, incluso que tú estés allí, pero ya no me importa perder, ahora no, ahora sé por qué tenemos este don.
No quiero cansarte más, sólo espero que estés bien, y que sepas que mi casa siempre será tu casa.
Iturriza dejó la carta sobre la mesa y miró su mano izquierda. Ésta se había convertido en un beso. Rápidamente hizo aparecer sus cinco dedos, pero no pudo evitar que una lágrima se convirtiera en mariposa y alzara el vuelo.

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