"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

miércoles, 26 de enero de 2011

Posibilidades

Un día un hombre está sentado en mitad de un camino, no preguntéis dónde. Sabe que ese día pasaran por allí tres caminantes. No sabe a qué hora, ni el lugar del que proceden, sólo sabe que serán tres.
Uno será el anciano. El anciano no ha hecho otra cosa en su vida que recorrer caminos, acumula todos y cada uno de los recuerdos de aquel hombre. Se parece mucho a él, demasiado. Tiene su misma manera de andar, de mirar lo que pasa ante él no sin cierta indiferencia. Sus manos y sus ojos ya tocaron mucho, y se aprecia el cansancio en sus manos y los callos que el tiempo sembró en sus ojos. El anciano pasará a su lado, apenas rozará su cuerpo, él no lo sentirá llegar. No sabe si cuando esto suceda se quedará sentado junto a él o seguirá su camino y lo verá alejarse con su espalda encorvada.
Otro de los caminantes será una mujer, tiene los labios más rojos y apetitosos que ser alguno allá podido adivinar. De todos modos su imaginación la ha hecho todavía más deseable. Cuando llegue a su lado no pronunciará palabra, no es la misión de esos labios. Se situará detrás de él, de rodillas, rodeará con sus brazos su cuello, y sus labios comenzarán a acariciar suavemente su cabeza, sus orejas. Hasta que finalmente lo rodeará, le susurrará que no abra los ojos, que siga soñando, y los labios de ella, suspendidos en el aire como si no formasen parte de cuerpo alguno, buscarán los de él. No importará si en ese momento ya es noche cerrada, o si comenzó a llover, o si a lo lejos se oye el aullido de algún lobo reclamando su derecho a una presa, en ese momento el sentirá el deseo acumulado durante cientos de siglos por todos y cada uno de los hombres, y aquellos labios lo saciarán.
El tercer caminante es un hombre. Las sombras no dejan distinguir bien las facciones de su cara pero son duras. El contacto de su mirada tiene la cualidad del acero, primero hace que un temblor incomprensible se adueñe de quien lo mira, luego ese temblor se convierte en frío, en un frío insoportable que va recubriendo todo el cuerpo como si nos derramasen un bote de pintura sobre la cabeza. Avanza el frío lentamente, colándose primero por los poros, por los músculos, hasta llegar a los huesos y convertir al más valiente de los hombres en una débil e indefensa caricatura nada parecida a quién creía ser. Sus músculos, sus huesos, sus movimientos, no son exageradamente poderosos, están ajustados al milímetro a su cometido, y este no es otro que el del puñal describiendo un arco certero hasta hundirse en la espalda del dueño de la puñalada. Por lo demás, puede que si uno se lo cruzase en cualquier calle de alguna poblada ciudad, no le llamase en absoluto la atención. Viste de manera discreta, se mueve con la normalidad lógica de quien quiere perderse en la rutina del movimiento, y parece al caminar que tiene una meta concreta, sin vacilaciones que puedan llevar a la sospecha.
El hombre está sentado en mitad del camino y sabe que pasarán por allí esos caminantes, pero ignora el orden. Aun así no tiene dudas sobre lo que debe de hacer. Ni una sola vez pasa por su cabeza la posibilidad de abandonar su sitio, de esconderse a la orilla, entre los árboles, por si el primer caminante trae en su mano un acero y un futuro de sombras. Si eso hiciera, quién podría asegurarle que no descuidará la vigilancia, que no se apoderará de él el sueño, y en ese momento, con los ojos entornados, vea como entre nieblas pasar por el camino un rastro rojo y no sea capaz de salir a su encuentro. No, el hombre permanece, permanecerá sentado, de espaldas a la llegada de los caminantes, el tiempo que sea necesario.
Anochecía, llegó el primer caminante.

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Sueño

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