"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 28 de abril de 2011

De la buena educación


A veces la tristeza llama a mi puerta. Suelen ser las cinco menos algo. Yo le abro y la invito a pasar. Casi sin dirigirnos la palabra, no sería cortés hacerlo antes de tomar asiento, yo le indico con mi mano una de las sillas, y ella acepta encantada y se sienta esperando que yo lo haga. Entonces, y siempre antes de entrar en materia, le propongo tomar un café. Ella, con su aire de dama inglesa, me suele contestar que preferiría un té. La dejo sentada mientras voy a la cocina a prepararlos; pero ya en mi paso noto como un dulce cansancio, que no tardará en envolverme entero, se va apoderando de mí. Vuelvo sin prisa, con la tristeza mejor no tener prisa nunca. Dejo con cuidado el té delante de ella y sin preguntarle le añado un terrón de azúcar y unas gotas de limón. Ambos comenzamos a tomar nuestras bebidas sin prisa, a sorbos cortos. Mientras ella mira mis ojos y nota como la pequeña luz de alegría que había en ellos hace apenas unos minutos se va debilitando poco a poco, y sonríe complacida. En esos primeros instantes le devuelvo la sonrisa, aunque un espectador imparcial dudaría mucho que ese gesto en mi cara y en mi boca sea una sonrisa. Seguimos en silencio, apurando lo que queda en nuestras tazas. Mi café, un café fuerte porque ya conozco las artes de la tristeza, no consigue que el olor de su té no llegue hasta mi y llene mi olfato de lirios. Enciendo un cigarro, sé que eso le molesta; pero no seria justo que todas las batallas las ganase ella. Y noto como hace un leve mohín con su nariz y consigue que ya no quede rastro de alegría en mi mirada.
Sobre las cinco y media, ya nos conocemos demasiado como para que yo sea un rival digno y en apenas media hora se acaba la guerra, se levanta mientras me dice algo sobre la prisa que tiene ese día. Yo me levanto y la sigo hasta la puerta, intentando avanzarla para poder abrírsela, ni en los peores momentos pierdo un ápice de educación. Una vez allí la abro sin prisas. Ella avanza apenas dos pasos, de modo que su cuerpo ya está casi fuera, y entonces se vuelve, se acerca a mí y me da uno de sus besos en la mejilla. Era innecesario, pero le gusta asegurarse de que no hizo el viaje en balde. En esos momentos me gustaría poder decirle que fui yo quien la llamó una vez más, que todas sus artes y técnicas eran innecesarias; pero se la ve tan feliz por haber hecho bien su trabajo que me da lástima y allí, de pie en el marco de la puerta, viendo como se aleja, le digo adiós con la mano mientras hago esfuerzos para que una lágrima asome a mis ojos y ella pueda irse sonriendo.

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Sueño

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