"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 26 de abril de 2011

El día en que rió Robert Parrish

Allí, tirado en el sofá, a sus treinta y cuatros años, y sin mayor preocupación que mirar el televisor. Esta podría ser la impresión que sacara un observador asomado a la ventana de aquella casa-chalet situada a las afueras de Valencia. Pero Ruiz tenía otras cosas en que pensar y, últimamente, la idea que más rondaba por su cabeza era el suicidio.
Volvió a tomar otro trago de su cerveza y se miró el estómago. Estaba medio tumbado en el sofá, sólo con los pantalones y unas chanclas de color rojo. Miró su estómago y vio marcarse los músculos. Los vio subir y bajar a cada nuevo trago de su cerveza. No eran producto de una cuidada dieta y largas horas en el gimnasio, la droga y su vida nocturna es lo que nunca le habían dejado acumular un gramo de grasa.
Apagó con desgana el televisor y levantándose del sofá se dirigió a su habitación. Abrió el primer cajón de la mesilla de noche y tomo una jeringuilla. Corrió el cabecero de la cama hacia adelante y, apartando un trozo de falsa pared muy pequeño, extrajo una bolsita y volvió a dejarlo todo como estaba. Se sentó sobre la cama y preparo con habilidad la jeringuilla. Con el cuidado de quien no quiere derramar ni una gota de su vaso de cerveza la introdujo en su vena cuando todo estuvo a punto. Se recostó con suavidad y cerro los ojos.
Esta vez no fue como las otras. No entró en un mundo mágico y apacible del que dolía volver. La primera visión que tuvo fue él a los dieciséis años. Iba subido en su moto a toda velocidad por las calles de su pueblo. Notaba como el viento le daba en la cara, y él se envaraba sobre la moto. Veía como iba parando de grupo en grupo de jóvenes para cerrar los primeros negocios con las pastillas. En aquellos tiempos fue cuando comenzó todo.
- Venga Ruiz, tío, enróllate. Ya te lo pagaré el sábado que viene. Tengo a la vista un rollo que no me puede fallar.
- Más te vale. Si no tendrás otra cosa a la vista y no será precisamente un rollo.
Los colegas le tenían miedo. En parte porque sabían que era decidido, y en parte porque sabían que no estaba él solo, sino que era apenas la punta de todo un grupo. A él le gustaba sentirse temido, ver como los demás le suplicaban en ocasiones las pastillas para el fin de semana.
De nuevo estaba ante un grupo. Esta vez la cosa era diferente, una de las chicas del grupo le gustaba bastante y sin embargo no le hacía apenas caso. Mientras iba dando las pastillas no dejaba de mirarla. En más de una ocasión había estado tentado de no darle a ella, pero el negocio, y un sucio plan que había estado elaborando durante meses, le empujaban a ofrecérselas incluso cuando no tenía con que pagar.
Despertó bruscamente, tirado en aquel camastro, empapado en un sudor artificial que le helaba la sangre. Le costó más de diez minutos ser capaz de dejar caer una de sus piernas al suelo. Sintió el frío penetrar por sus dedos y dolerle como no le había dolido antes. Finalmente se tiró sobre las baldosas de la habitación. Todos sus músculos se quedaron semirígidos. A duras penas consiguió ponerse en pie. Fue a la nevera y cogió una cerveza. Los cascos vacíos se amontonaban por toda la casa. La casa estaba situada en una zona residencial de las afueras. Por fuera daba la impresión de una pequeña mansión donde, por fuerza, no podía vivir sino una familia adinerada; por dentro, en palabras del propio Ruiz, no pasaba de ser una más de las gorrineras de su pueblo. Los muebles estaban manchados, los tapizados descosidos, las paredes pedían desde hacía tiempo una mano de pintura, y hasta el propio Ruiz necesitaba urgentemente un buen arreglo.
El selecto vecindario lo soportaba porque Ruiz siempre había tenido la precaución de tener, su buen dinero le costaba, bien arreglado el jardín. Ricardo, un jardinero profesional, que nunca había visto de la casa sino la caseta exterior de las herramientas y el jardín, se encargaba de que todo estuviera en orden.
Entre el vecindario de Ruiz, los dos más cercanos, uno a derechas y el otro a izquierdas, eran un abogado de prestigio, inmerso últimamente en un juicio de nivel nacional, y al otro lado un jugador americano de baloncesto que no hacía más de dos meses que ocupaba aquella casa.
Dejó la cerveza sobre la repisa del lavabo y se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos. Y, para su corta edad, veía el pelo huir en dirección a su espalda. Sacó su cartera del bolsillo de su pantalón y extrajo un calendario. -24 de mayo, leyó, ese era el día, y ya no faltaban muchas horas. No tenía sentido preparar nada, sabía que sería en cualquier momento, en el que menos lo esperase. Podría estar sentado, tranquilamente, mirando el televisor, y de pronto oiría un silbido a sus espaldas y notaría entrar en su cuello un puñal; o, tal vez, mientras saliese a tirar la basura al contenedor de la esquina, al volver, mientras metía la llave en la cerradura, y empezase a pensar que no vendrían, oiría un sonido sordo, como el ruido que hace una bala disparada desde una pistola con silenciador, y sentiría un calor suave en una de sus sienes, justo antes de ver la nada.
Desechó esos pensamientos de su mente. Entró en la cocina y se preparó un bocadillo. Lanzó el casco de cerveza que llevaba en la mano al fregadero y cogió otra de la nevera. Con el bocadillo en la mano salió a la parte trasera de la casa. Se sentó en la hamaca y comenzó a cenar. Sintió como un pinchazo en el costado y, metiendo su mano entre el respaldo de la hamaca y su pantalón, sacó la pistola que llevaba y la dejó en la mesa, junto a la cerveza.
La noche era clara y estrellada. Para estar en el mes de mayo hacía un día totalmente veraniego. Seguía allí, sentado, con tan sólo un pantalón y unas chanclas como única vestimenta. Cuando acabó el bocata volvió a la cocina y se preparó un café. Al salir, y pasar por el comedor, metió una cinta en el cassette. Sentado en la hamaca escuchó las primeras letras de una canción de Celtas Cortos que le gustaba bastante y comenzó a cantarla en voz baja “nunca llego a la hora apropiada, o pronto o tarde cuando ya no queda nada...”.
Estaba a punto de dormirse, los párpados le pesaban como losas por efecto de las muchas cervezas de aquel día. Uno de sus brazos resbalaba pesadamente por un lateral de la hamaca. A su derecha, en la otra casa, se veían dos figuras a través de la ventana del comedor. Le vino a la memoria el cuento de Gulliver, las dos figuras eran altísimas, probablemente más de dos metros cada una, fue lo último que pensó antes de que definitivamente se cerraran sus ojos.
Aquella carcajada hizo que abriera los ojos como un relámpago. Los músculos de aquel estomago que siempre le habían servido para poco más que tragar cerveza se tensaron hasta casi agarrotarse, su mano salió disparada hacia la mesa y atrapó el mango de la pistola. Sin tiempo a abrir del todo los ojos levantó la mano y disparó hacia la figura que se recortaba contra el verde claro de la valla. Quedó todo en silencio. Las dos figuras desaparecieron rápidamente de la ventana del comedor. Ruiz se levantó y avanzó con cautela hacia el cuerpo que yacía tendido a pocos metros de él. Lo volvió bocarriba con el pie. Era Ramón, uno de los asalariados mejor pagado.
A la mañana siguiente la policía, alertada por el vecino abogado, recogió el cadáver del jardín. Preguntados los vecinos ninguno supo decir lo que había pasado, ni el abogado que había vuelto aquella mañana, ni el jugador de baloncesto, ni su amigo americano, que tras el interrogatorio volvió a su país. Del inquilino de la casa sólo pudo saberse su nombre “Ricardo Ruiz” según constaba en el sumario, pero nunca se le pudo encontrar la pista, aunque teniendo en cuenta que para la policía aquello fue un ajuste de cuentas el “nunca” fue relativamente corto.

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