"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 18 de abril de 2011

PII El universo y su ausencia


Vuelvo a casa paseando después de un día de trabajo, como cada día. Mis primeros quince minutos, hasta llegar a la boca de metro, es un paseo intranquilo por una gran avenida. Cientos, miles de personas pasan a mi lado, supongo que cada una tiene su singularidad, pero yo, para no acabar ahogándome en un mar de detalles y particularidades he acabado convirtiéndolas en una sola. Así que me muevo por un mar de clones defectuosos. Su barullo, su paso desgarbado y con excesiva prisa, su continuo ir y venir a lo largo de las aceras, no es más que parte de una cadena de normas que los impulsa día tras día en este laberinto sin salida, que nos impulsa día tras día, porque cada vez soy más parecido a cualquiera de estos clones con los que me tropiezo inevitablemente. Por fin alcanzo la boca del metro. Bajo siguiendo el paso de los que están a mi lado. Uno, dos, uno, dos, como una marcha militar ensayada durante días y días acabamos bajando las escaleras y nos quedamos delante de las vías, esperando. Siempre estamos esperando, a veces es un tren que nos lleva al trabajo o nos trae de él, otras es una larga cola que nos permitirá ver la última obra de algún célebre autor o interprete, la mayoría de las veces algo que haga que nuestra vida cobre realmente un sentido, algo que nos demuestre que realmente todos aquellos sueños y expectativas que formamos y con las que soñamos en nuestra juventud no eran solamente eso, sueños, sino que estaban esperando en algún sitio. En la siguiente parada, en una butaca del teatro, a la salida del trabajo. Y por eso no nos paramos nunca, porque la búsqueda parece que lleve siempre del brazo al movimiento. Seres en continuo movimiento hacia ningún lado. Caminantes  en un camino que no existe, que es creado por nuestros propios pasos pero no tiene principio ni final, y  lo que es peor, no tiene razón de ser salvo para que los pasos no queden en el vacío. Si dejásemos de andar, si nos parásemos todos de golpe, nos encontraríamos con cientos, miles de rostros extraños que nos mirarían con miedo, y a los que miraríamos con miedo. La muerte nos miraría en la lejanía, extrañada, esperando que reanudásemos el camino que siempre nos acerca un poco a ella.
Miro los rostros en el vagón de tren. Miro el mío reflejado en una de las ventanillas al pasar por una zona más oscura. ¡Que extraña expresión le da al rostro el viaje¡. Intento distraerme con la lectura del libro que tengo entre mis manos, pero me es imposible no volver a mirar una y otra vez. Sé que acabaré almacenando toda la soledad que ahora viaja conmigo, con ellos, antes de la siguiente parada. Y sin embargo me son todos extrañamente iguales, como si no hubiese en ellos vida. Si, las narices son diferentes, y los ojos, y la boca, y cada una de las partes, sin embargo es idéntico su olor, lo que hablan, lo que expresan sus inexpresivos ojos. En ocasiones he intentado entablar algún tipo de conversación con algunos de mis vecinos de viaje. La señora mayor me miró con la mayor de las desconfianzas y no atinó a pronunciar siquiera una palabra. El jovencito que va a la universidad en un vano intento de aprender lo inexplicable me miró como con condescendencia, incluso creo recordar que abrió la boca como en un intento de decirme algo. Debió de arrepentirse a mitad, seguramente pensó “no vale la pena”. Después de diferentes y fallidos intentos adopté la postura “voy de viaje”, me siento, saco el libro que llevo en mi cartera, y hago como si lo leyese, porque nunca he sido capaz de leer en un vehículo en movimiento. Si el día ha sido demasiado cansado entonces me hago el dormido, aunque con los ojos entornados mirando el rostro de los otros pasajeros. Un agradable invento lo de decir las paradas por la megafonía de los vagones, hace que no se tenga que ir pendiente con la mirada. Y por fin la mía. La nuestra, porque somos muchos los pasajeros que nos bajamos cada día en esta parada, algunos incluso somos iguales a ayer, a anteayer, a todos y cada uno de los días.
Y de nuevo el dragón nos escupe al cemento. Algún día he de venir a sentarme frente a la boca de un metro, un día de esos que llamo al trabajo diciendo que estoy enfermo y no podré ir. De esos en que no miento, no al menos si la melancolía, el hastío, las ganas de no vivir más, que no de morirse, se pueden contar como una enfermedad. Me sentaré frente a la boca del metro y preguntaré a todas y cada una de las personas que salgan por ella “¿a dónde vas?”. Sólo mi incapacidad para tomarme un día de descanso salvo una enfermedad real, de esas que dan dolor fuerte de cabeza, fiebre y otros síntomas, y mi miedo a las respuestas me impide hacerlo. Miedo a descubrir que no van a ningún sitio, que siguen siendo pasajeros en transito, pero sobre todo miedo a obtener una respuesta, a que uno sólo de los que surjan de aquella boca de metro sea capaz de decirme a dónde va. Sigo caminando por la acera, de vuelta a casa, formando parte del vagón de pantalones y camisas que se refleja en los escaparates. Siguen siendo los mismos rostros, no me daré el descanso de personalizarlos hasta llegar a casa, como cada día. Mientras caminaré sin prisa, en casa no me espera nadie, nadie. Dejaré que la brisa de este mes de abril toque mi cara por unos minutos más. Y finalmente el portal, la escalera, la puerta.
Si al girar la llave por dentro sólo cerrase la puerta, pero lo cierro todo, cierro mi contacto con el mundo, cierro cada uno de los miedos que me acompañan a diario, cierro el ser social e intento convertirme en un individuo único, en mí. Y a la vez ese giro de llave abre tantas cosas. Por ejemplo, hoy, soy capaz de recordar cada detalle del viaje, de pronto las caras vuelven a recobrar vida y son una. La mujer mayor que vino a mi lado, esa a la que hace tiempo intenté hablar y no fue. Tiene el pelo rubio, teñidamente rubio y gastado por los años. Nadie se lo dirá pero estaría mucho mejor con un tinte menos fuerte, sus labios son finos, muy finos, y los pendientes con excesivo peso han hecho que sus lóbulos tengan un tamaño excesivo para la pequeñez de su cara. La expresión de sus ojos es triste, demasiado triste, y podía pensarse que es normal, que muy poca gente lleva una expresión alegre a las ocho de la tarde, cuando vuelve del trabajo, pero la encontré un día en febrero, un sábado, en el parque, sentada en un banco, y su expresión era la misma, la expresión de un día laborable. Y el joven, el joven no sabe lo cerca que está de convertirse en dueño de la expresión de la mujer mayor. No se lo diré nunca, no, lo negaría, me hablaría de proyectos, de futuro, de cuanto le queda por vivir y de lo diferente que será su caminar en la vida para no llegar nunca a la expresión de tristeza. Y sin embargo no se da cuenta de que su camino ya es el mismo, de que cada día lo encuentro en el mismo metro, con la misma expresión de cansancio que él parece no notar, y con un dejo de tristeza en la mirada como si en aquellos vagones todo tendiese a formar un uno, a igualarse de tal modo que al final no exista más diversidad que lo uniforme. Igual da si el uniforme es el pelo rubio excesivamente tintado o los auriculares, si es el maletín desgastado sobre las piernas o un pantalón demasiado bajo de caderas que deja ver un buen trozo del tanga, igual da, porque la tristeza es la misma, el desánimo que entra por las puertas en cada parada el mismo, y el final inexistente del viaje el mismo. Por eso cada día cogemos los mismos trenes, los mismos metros, las mismas calles, y las mismas esperanzas que nunca acaban de cumplirse y comienzan a parecerse demasiado a los abrigos viejos y gastados que sacamos cada invierno.
Me recuesto un poco más en el sillón, dormiré un poco, apenas una hora, antes de hacerme la cena, leer un poco y acostarme. Hay que reponer fuerzas para el siguiente viaje, aunque no tenga mayor sentido que el de seguir viajando.

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