"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 19 de abril de 2011

PIII Trabajo, salvo al mundo, trabajo.


Lunes, nueve y cinco minutos. Ya he mirado cuatro veces el reloj desde que entré a trabajar a las ocho, y todavía es lunes, va a ser una larga y dura semana. Los detalles no acompañan. Un espléndido sol reflejándose en los folios que hay sobre mi mesa, una brisa suave que entra por la entreabierta ventana y llega hasta mi cara, y mi poco interés por este trabajo. Lunes, nueve y siete minutos, toda una eternidad en dos minutos, y una todavía más larga, aterradora e inexorable eternidad por delante, una que durará más de seis horas, casi siete. Si, va a ser una larga semana. A mi alrededor, en cinco mesas más, hay otras tantas personas, y me invade el deseo de preguntarles si tienen el mismo poco interés que yo por el trabajo. Miro sus rostros con disimulo. Cada uno de ellos y ellas, tres hombres y dos mujeres, están atareados, moviendo informes de un lado a otro de la mesa, tecleando en las teclas del ordenador, levantándose para ir al archivador y cambiar unas carpetas por otras, pese a que son idénticas. Volviendo a sus puestos y de nuevo mover folios, teclear, cambiar. Y yo miro un folio, tecleo, me levanto y me siento. Las nueve y doce minutos. El viernes pasado tuvimos una reunión con nuestro encargado. Eran las cinco y media y nos cito a la sala de reuniones. En principio nos alegró, viernes a punto de irnos y reunión, menos folios que mirar, menos teclas que apretar y menos informes que archivar. Siéntense, por favor, nos dijo cuando íbamos entrando en la sala. No sé cual será el mejor momento para convocar una reunión, siquiera sé si coincidirían los mejores momentos míos con el resto de compañeros, o si existe realmente un buen momento para iniciar una reunión de trabajo, pero para mi no lo era en aquel momento. Primero nos felicitó por el trabajo que estábamos realizando últimamente. Nos habló de lo importante que era para el desarrollo de la empresa, y sobre todo para el buen funcionamiento de las empresas a las que servíamos, que todos y cada uno de los informes fuesen de una alta calidad. De cómo así conseguíamos que las cosas funcionasen con absoluta precisión pese a lo complicada que era la maquinaria de la que formábamos parte. Nos habló de que… no, no es un buen momento para mí una reunión un viernes a falta de poco tiempo para acabar la semana de trabajo. A partir de aquí apenas si recuerdo alguna que otra frase suelta. Me dediqué a mirar con disimulo por la ventana. En febrero a estas horas apenas quedan unos minutos de sol, y yo lo necesito, lo necesitaba. Miraba a mis compañeros, absortos en la explicación que el encargado, Luis, iba desgranando frase a frase, usando las modulaciones de voz y los gestos necesarios en cada momento. Durante unos minutos debió de hablar de algo que no acababa de funcionar bien del todo puesto que eso indicaban sus gestos y el tono entre de reproche y de condescendencia que usaba en sus frases; pero el sol comenzaba a esconderse detrás de los últimos edificios y mi ánimo se iba con él. Puede que por eso justo en ese momento y dirigiéndose a mi dijese aquello de que no era necesario afligirse tanto, que bastaba con sobreponerse y estar a la altura de las circunstancias. No sé que habría pensado de mi si en ese momento le hubiese dado mi opinión sobre lo que pienso de la empresa y le hubiese explicado la verdadera causa de mi “aflicción”, pero me limite a mirarlo en silencio e intentar cambiar la expresión de mi cara para que volviera a olvidarse de mi y continuase con su tono impersonal.
La reunión se alargó más de lo previsto. Sus últimas frases tuvieron que ver con que el mundo es un gran engranaje, con que todos y cada uno de nosotros somos una pieza de esa gran maquinaria, las empresas para las que trabajamos, nuestra empresa,  y que de nuestro trabajo, nuestra entrega y nuestro buen funcionamiento depende que no se desmorone y siga funcionando con la suavidad necesaria para asegurar no sólo nuestro porvenir sin no el porvenir de nuestros hijos. Probablemente si no hubiese dicho lo último hubiese sido una reunión más, un incordio más, una perdida de tiempo más. Pero yo no tengo hijos, siquiera tengo un proyecto en el que aparezcan, ni tengo motivo alguno para que la maquinaria siga funcionando, con suavidad o sin ella. Yo me limito a venir a mi trabajo, a mirar por la ventana como el sol de febrero cruza el cielo inexorablemente sin esperarme día tras día. Miro folios, tecleo, archivo informes, salvo al mundo de perderse en la anarquía, y trabajo, trabajo cada día de ocho de la mañana a seis de la tarde.
Las diez menos cuarto. Dale un motivo al tiempo para que vuele y el conseguirá que cada segundo sea un siglo, dale motivos para ir lento y devorará las horas, los días, como si de ello dependiese su vida. Y el tiempo no tiene vida, sólo tiene medida, como no tiene sentimientos, ni puede sentir compasión de mí, haga un hermoso día de sol o un día de lluvia de esos en que los zapatos se hicieron para llevarlos de charco en charco. Ojalá pudiese dar unas horas de mi vida, daría estas, saltaría a las seis de la tarde de golpe, a la boca de metro, pese al encuentro con lo extraños; pero eso no es posible, volverá a jugar con el engaño de su lentitud para de golpe haberme hecho diez años más viejo, veinte, treinta, como ya ha hecho en otras ocasiones.
Las diez, no aguanto más, suelo bajar a tomar mi café a las diez y media, pero hoy sería incapaz de bajar con mis compañeros y mantener una charla al menos digna. Me levanto y salgo de la oficina sin mirarles, ya inventaré luego una excusa adornada con algún dolor de estómago o de cabeza, pero hoy necesito tomarlo solo, al menos físicamente solo.
Las diez y cinco minutos. He bajado a una cafetería a la que nunca vamos, no venía huyendo para caer en las manos o en la boca del camarero que siempre nos sirve. Hubiesen sido demasiadas preguntas. “¿Por qué baja sólo?, ¿los demás no bajan hoy?”, y si se me hubiese ocurrido contestar a una de ellas, aunque sólo hubiese sido una, entonces habríamos entrado en una conversación que en absoluto me apetecía. Y además, supongo que ser un animal de costumbres tendrá sus cosas buenas pero también sus cosas malas, el café de esta cafetería está infinitamente mejor, aunque puede que sea mi situación lo que hace que me parezca así. Estoy sentado, solo, al lado de uno de los amplios ventanales, viendo la calle, y hasta mi nariz llega el agradable olor del café. El tiempo no se ha parado, pero al menos sigue pasando con la misma lentitud con que lo hacía en la oficina, por lo que tendré unos treinta minutos de paz, de miradas hacia fuera, de olor a café. Me pregunto si ahora, en estos momentos, mientras acerco la taza de café a mis labios todavía sigo salvando al mundo, si este descanso también forma parte del engranaje, si ayuda a que funcione con la suavidad necesaria para que todo siga en su lugar. En caso de que fuese así tal vez no tendría importancia que lo alargase, que hoy me tomase dos o tres horas para tomar este café, o incluso que hiciese el esfuerzo de tomar un par más si fuese necesario. No, como diría el encargado “todo en su justa medida”, aunque no puedo resistirme a pensar en quién pone esas medidas, en si alguna vez fui consultado sobre si es demasiado trabajar ocho horas, o si me parecía poco tiempo media hora para tomar el café a media mañana, o simplemente si tenía ganas de ser consultado. No, supongo que no se me ha consultado nada, ni a mi ni a ninguno de mis compañeros, puede que incluso a nadie de los que pasan sin cesar por delante de la ventana de esta cafetería céntrica. Y quién sabe si es mejor así. Me invade de golpe una honda tristeza que viene del olor a café, y el mundo parece comprender mi estado de ánimo porque unas gotas rebeldes comienzan a resbalar por el cristal de la ventana. Es apenas una lluvia sin fuerza, gotas sin orden que parecen descolgarse desde el marco de la ventana.
Las diez y treinta minutos. Veo salir a mis compañeros y dirigirse a la cafetería de enfrente. Me levanto, cruzo la calle sin prisa. La lluvia es tan débil que apenas llega a mojarme. Entro en el portal y subo por las escaleras. Puede que todavía quede alguien por bajar y no me apetece cruzarme con nadie. Abro la puerta de nuestras oficinas, entro y me dirijo a mi puesto de trabajo. Miro folios, tecleo, archivo informes. De mi pelo cae una gota a uno de los folios, una gota apenas imperceptible y que no lo dañará en absoluto. Me quedo mirándola durante un buen rato e invento. La gota me dice con su débil voz que salga de nuevo de esa oficina, que camine sin rumbo por las calles hasta no poder más, que lo abandone todo, que todo es una gran mentira sostenida sobre pilares hechos de mentiras, que mi vida no tiene sentido y jamás lo tendrá mientras siga realizando mi trabajo, acudiendo a los mismos sitios a las mismas horas, cogiendo los mismos trenes y aburriéndome igual los mismos días de descanso. Que de nada sirve pasarse la vida inventando sueños que jamás alcanzo y que cuando soy consciente de que será así invento nuevos sueños para remplazar a los anteriores y no caer en un vacío luminoso del que nunca conseguiría salir salvo ciego, como ahora. Y sin embargo su vida no es muy diferente a la mía, mientras la miro el papel la ha hecho desaparecer, la ha absorbido por completo haciéndola desaparecer, haciendo que pase a formar parte de un todo donde se pierde, de un todo formado por falsas esperanzas, por calles, por trenes, por otras gotas como ella que un día creyeron que la libertad era su vuelo por los aires, su deslizarse por los cristales, su reflejo en mi mirada, hasta que acabaron engullidas por el tiempo. Miro folios, tecleo, archivo, la gota acabará en el fondo de cualquier archivo. Me tomo la libertad de leer con detenimiento el nombre de la persona a la que hace referencia el documento que voy a archivar, la gota va con él.

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