"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 5 de abril de 2011

La Estrella Oscura


Estaban sentados los cuatro alrededor de aquella vieja mesa, en aquel bar. Viejas las paredes que apenas conseguían mantenerse en pie, viejas sus historias. En el centro de la mesa una lámpara de aceite, de las que hacía años, muchos años, que ya no se utilizaban. Pero ellos eran más viejos que la lámpara, más que el aceite, más viejos que la luz.
El primero en hablar fue Antonio. Pasó sus dedos por el interior de la otra mano. Notó los callos y le parecieron hechos de madera, de una madera dura y llena de vetas. Miró a los ojos a los demás mientras su lengua, una lengua que parecía la punta roma de un antiguo formón, pasó por sus resecos labios.

-         Hago muebles, no he hecho otra cosa en mi vida y no se hacer otra cosa. Los hago de noche, cuando el último rayo de sol ya no dejará huella en la madera que trabajo. Enciendo mi viejo candil y tomo mis herramientas. Allí, en aquella semioscuridad donde los demonios de los árboles acuden cada noche para entonar sus canciones, yo dibujo suspiros en la madera. A veces la madera no es una bella muchacha que me regala sus besos, a veces es el más fiero de los demonios, y yo ya no soy el que era. Entonces de nada me sirve mi arte, entonces la fiera, la que siempre llevamos dentro, tiene que convertir sus garras en diamantes y tallar la madera como si me fuera la vida en ello. En esos días hago asientos para reyes, o armarios para Papas, o de mis manos salen los cadalsos más hermosos que nunca se han visto. Otras noches, en aquellas en que los almendros han comenzado a florecer y saben que el mago de la madera trabaja en la oscuridad, mis manos tejen sobre la madera. En esas noches puedo hacer la cuna en la que dormirá de nuevo cupido. Porque mientras el duerme ignora que también serán mis manos las que hagan su arco, y sus flechas, y las que las cargarán de intención. Ese soy yo.

Dejó de hablar. Sus manos se apoyaron en la mesa y echaron raíces allí. Crujió la madera de la mesa, la de la puerta ante una ráfaga de aire, crujieron sus dedos.
Hubo un silencio que apenas duró unos minutos. Juan, probablemente el más viejo de todos, suspiró, y el aire se llenó de silencio. Las manos de Juan podría pensarse que tenían los dedos deformes. ¿Deformes para qué? Preguntaría Juan con altivez. Su misión es el cemento, el mármol, y para eso son unas manos perfectas, unas manos capaces de lo increíble. Levantó aquellas manos y las puso ante la vista de los demás. Las dejó un rato allí, suspendidas en el aire. Por entre los asimétricos dedos se veían trozos de su cara, una cara hecha de granito. Las dejó caer de pronto golpeando con sus palmas en la mesa. Dio la sensación de que la mesa iba a partirse en dos; pero no fue así, la mesa la había hecho Antonio y era capaz de soportar un golpe como aquel.

-         Fabrico escalones. No escaleras, no, sino escalones. Las escaleras no son nada, tan sólo un juego de las matemáticas y poco más. Sé que la vanidad de los arquitectos apenas hará caso a mis palabras; pero ellos nunca han puesto un pie en uno de mis escalones. Cada escalón, incluso cada escalón de la misma escalera, es distinto. Cuando el encargo es de algún lejano dictador, cuando me encarga los escalones de lo que será su futuro palacio, desde el que gobernará su reino y firmará cientos de leyes y sentencias; entonces me desplazo hasta las frías tierras del ártico llevando conmigo los mármoles más fríos. Allí, con mis manos temblando a cada golpe, le quito a la piedra cualquier resto de calor, las convierto en puñales. Esas piedras, cuando mis manos acaban en ellas el trabajo, son capaces de reflejar cuanto las pisa. Luego vuelvo al castillo. Allí, en lo alto de una escalera que todavía no es de nadie, me espera el tirano, con sus mejores trajes y una mirada que no deja de ser cálida comparada con mis escalones. Llego con mi carro cargado cubierto por lonas. Él me interroga levemente con la mirada. Yo bajo del carro, cojo el primer escalón y lo ajusto, luego el segundo, el tercero, y así hasta que el último de los escalones está perfectamente acoplado. El tirano comienza a subir las escaleras y siente como todo el frío del ártico se cuela en su alma. Al llegar arriba es capaz de las mayores atrocidades y grita sin poderse contener “Siiiiiiiiiiiiiiiii”. Yo cobro mi paga y vuelvo a casa. En otras ocasiones, aunque siempre mal pagadas, tengo que poner apenas unos cuantos escalones en la casa del más humilde de los pobladores. Allí no hay mármol, ni piedras de gran valor, allí he de coger los barros más pobres y cocerlos apenas unos días en mis hornos para darles forma. Cualquiera diría que serán peores, que no vale la pena el tiempo perdido; pero después de unos tiempos en el ártico mis manos necesitan el calor, y mi alma también. Entonces, con una dulzura que casi había olvidado en las tierras frías, comienzo a dar forma a no más de quince o veinte escalones. Cada esquina, cada pequeño detalle, va tomando forma entre mis dedos. Siento como el calor del barro pasa a mi cuerpo y el frío de mis dedos se evapora poco a poco, hasta que mi alma toma la forma del barro y el escalón la de mi alma. Cuando llego a la casa, el morador me espera presto a la ayuda. Incluso a veces su mujer, y alguno de sus pequeños hijos, están dispuestos al más mínimo detalle. Yo no hablo, apenas unos gestos, amables, para que comprendan que sólo el forjador de escalones puede realizar la tarea. Entonces, como si no tuviese que hacer ningún esfuerzo, como si de un mago se tratase, cada uno de los escalones parece flotar hasta acoplarse en su lugar, hasta que la tarea está acabada. Ellos se quedan allí, mirándome, como si esperasen mi permiso, mi señal, para poder poner sus pies sobre ellos, y yo se la doy. Suben, llegan a lo alto de la escalera, se vuelven y me miran con la mejor de sus sonrisas, y encuentran la mejor de mis sonrisas y la más cálida de mis despedidas. Ese soy yo.

Recogió sin prisa sus manos de encima de la mesa y las guardó en sus bolsillos. De estos salió un poco de polvo, apenas un poco. Con ese polvo nadie sería capaz de fabricar un escalón, nadie a menos que fuese Juan, el fabricante de escalones.
De nuevo un corto silencio llenó la casa. Corto, los cuatro sabían a lo que habían ido allí y no podían perder el tiempo. Se miraron a los ojos. Antonio y Juan como mira quien sabe que ya hizo el trabajo. Pedro y Carlos esperando. Aunque ambos sabían a quién le tocaba hablar ahora. Y habló.

-         Soy Carlos. Algunos dicen que soy sastre; pero esos no saben que soy yo quien viste de estrellas cada noche el cielo. No tomo medidas, nunca lo he hecho. Me siento en un rincón de mi inmenso taller y, mientras mis empleados se dedican a fabricar en cadena, trajes, vestidos, faldas, y cualquier prenda que un cuerpo pueda ponerse, yo empleo todo un año en acabar cualquiera de mis proyectos. Cuando está terminado lo dejo en el escaparate, esperando. A veces pasan sólo unos días, otras veces son años, hasta que un cuerpo, solo uno, para el que estaba destinada la prenda, se para ante ella, la mira y sabe que es para él. Entonces yo noto un cosquilleo en las manos. Me levanto del rincón más oscuro del taller y voy hacia la puerta. A veces le veo dudar. Le veo sacar su cartera y mirar el dinero que lleva dentro; pese a que mi traje no tiene puesto precio alguno, porque no lo tiene. Su único precio es esperar a su dueño. Me asomo a la puerta y le dio “es para ti”. Si percibo el más débil titubeo le repito con dulzura “es para ti”. Cuando entra mi nerviosismo va en aumento, necesito verlo, lo necesito. Lo tomo con la mayor de las delicadezas, le pido que pase y se lo pruebe, y espero como un niño, impaciente a que salga con el puesto. Cuando por fin sale sé que mi trabajo, como siempre, fue el mejor. Me giro, para volver a mi rincón y comenzar otro proyecto. Es entonces cuando siempre escucho “¿cuánto vale? Entonces vuelvo apenas la cabeza y le digo “nada, ya te lo dije, es para ti”.

Carlos dejó de hablar y movió sus brazos para alcanzar la cerveza que todavía tenía a mitad. Cualquiera hubiese dicho que estaba desnudo, porque la chaqueta que llevaba se acoplaba a su cuerpo como si formase parte de él, como si fuese una segunda piel. Los tres giraron la cabeza hacia Pedro. Él seguía con la mirada perdida. Entonces le dijo Carlos.

-         ¿Lo has traído?
-         Pedro, ¿has traído lo que te pedimos?

Pedro metió una de sus manos en el bolsillo interior de la chaqueta y saco unos papeles doblados por el medio.

-         Si, los he traído, como los últimos quince años. Me llamasteis y me dijisteis “Pedro, ya toca reunirnos. Recuerda coger los papeles que tienes guardados en el tercer cajón de la cómoda y el martes pasaremos a por tí. Y aquí están. Toma Juan.

Juan tomó los papeles que le daba Pedro. Comenzaban a tener ese color amarillo que el tiempo da a las cosas antiguas. Los abrió con cuidado, como quien abre un antiguo pergamino. Con miedo a romperlos o a que alguna de las palabras se cayesen y ya nunca pudiesen volver a su sitio. Y comenzó a leer.

- Soy Pedro. Mis amigos, Juan, Carlos, Antonio, me han hecho escribir estas líneas. Soy contador de historias. Este año, a principio, me diagnosticaron alzhéimer. Sé que nunca podré volver a contar historias. He comenzado a olvidar los temas, a olvidar las letras. Apenas soy capaz de ir solo hasta el parque. Escribo probablemente por última vez. Escribo apoyado en una mesa hecha por las manos de Antonio. Es la última mesa que hizo ya hace años. Mientras escribo aparto el polvo de mármol que las manos Juan han dejado al apoyarse en ella. Si dejo de escribir puedo ver los ojos de Carlos, no miran a ningún sitio, hace años que algo que debería de ser un manantial de vida los dejo ciegos para siempre. Y yo los quiero. como sé que ellos me querrán, aunque esta sea la última historia que escriba, aunque sea en la que hable de la ceguera de Carlos, de las manos sin dedos de Antonio, y de las manos, que acabaron por convertirse en mármol con los años, de Juan, y que ahora no pueden mover los dedos con independencia, supongo que la vida, esa envidiosa que gusta de vestirse de alegría, fue incapaz de soportar la magia de unas manos, unas manos para las que la madera era el aliento. Ni su insultante egoísmo, el de la vida, ya sabéis, supo aceptar que los pies no caminasen sólo por su destino, y pudiesen acomodarse en unos escalones hechos para el sueño. No, no fue nunca una buena mujer, nunca. Una buena mujer nunca hubiese cegado a Carlos por ser la única a la que no se le ajusto el vestido de aquel escaparate. Pero su vanidad siempre fue mayor que su ternura, siempre. Salvo cuando, en un acto de misericordia, que nunca comprendimos, me dio este año. Este año en que tuve tiempo para escribir estas líneas. Supongo que la próxima vez que las lean, yo ya no seré capaz de hacerlo, estaré mirando por la ventana ausente, con mis amigos al lado, en algún perdido bar, alrededor de una mesa, y la vida estará sentada a nuestro lado, esperando, esperando.

Y ahora escucha esto...

1 comentario:

  1. Lindo, lindo. He sentido una cálida visita de la ternura y también un instante de congoja,
    "Tal vez otra mañana de sol" nos volveremos a "sentar con la vida a nuestro lado" y volveremos a compartir la cerveza con gaseosa y tendrá "sabor a domingo y a nostalgia".

    Gracias, amigo.

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Sueño

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