"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 8 de abril de 2011

La promesa


La tarde se había oscurecido de repente. Todo parecía presagiar un ambiente adecuado para la procesión. Una tarde sombría en la que los cirios darían luz al santo. Un poco de viento que movería las llamas y los velos de las mujeres. Y un silencio sólo roto por los compases de la banda de música. Y ahí estaba él, perdido entre los corpiños. En un primer momento casi ni se le apreciaba, era muy fácil que pasase desapercibido, y probablemente yo lo vi porque iba con mi hija y tiendo a fijarme en las cosas curiosas para enseñarselas. Tendría alrrededor de los diez años. Su pelo era rubio y ensortijado. Un querubin, pensé, no sin cierta ironía. Pero nada más lejos de la realidad. No pude resistir la tentación de unirme a la fila y seguir tras él. No sabría explicar muy bien que fue lo que me impulsó a seguirle, y seguramente tendría problemas para explicárselo luego a mi mujer y a mi hija.Tal vez fue la lágrima que vi caer por su mejilla. Pronto descubrí que existía un motivo, o al menos eso creí al principio. Fijandome pude ver como la cera que resbalaba de su cirio no se quedaba en el papel de plata que le habían puesto, sino que por una pequeña doblez llegaba hasta su mano. Vi como hizo un par de veces ademán de hablar con una señora, imagino que su madre, pero una vez ella y otra un sacristán lo devolvieron asperamente a la fila. El niño soportaba lo mejor que podía la llegada de la cera a su mano. En un primer momento estuve tentado de quitarle el cirio, o por lo menos decirle que cuando se secara la primera cera ya no le dolería, pero tal vez se apoderó de mi el observador pasivo que todos llevamos dentro y preferí dejar seguir su curso a las cosas. Cuando ya creía que aquello no daría más de sí empezó a caminar con dificultad. La naturaleza, pensé. O como dicen en mi pueblo, le aprietan los bajos. Entonces vi algo que me resultó excesivamente familiar, sus zapatos. Yo también tengo unos Martinelli, y también es un suplicio cada vez que me los pongo. En un principio pensé que con el uso se irían amoldando a mis pies, pero he tenido que desistir. El niño también empezó a frotar un pie contra otro. En alguna de las paradas, con disimulo, sacaba un pie del zapato, y en la siguiente el otro. Entonces si tenía una expresión celestial. Pero cuando estuvo a punto de dejarse un zapato por una rápida reanudación de la marcha, desistió de volver a hacerlo. No quedaba ya más de cinco minutos para que terminara la procesión. El niñó marchaba ya con un compas digno de un sainete. Un pie sólo lo apoyaba con la punta, y el otro sólo con el talón, su mano estaba casi totalmente cubierta por la cera, y para mayor desgracia, ahora que ya no le dolía, se le apagó el cirio. Seguramente pensó que eso no le gustaría al santo, o seguramente sintió un gran alivio al ver la puerta de la iglesia que indicaba el final de la procesión, pero el caso es que volvió a resbalarle otra lágrima por la mejilla. Pude ver entonces la cara de mi mujer, tal vez hubiera sido mejor para mi que la procesión diese un par de vueltas más.

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Sueño

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