"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

jueves, 24 de marzo de 2011

Ana y Ana


Estira su mano derecha y recorre su pierna desde la ingle hasta donde le dejan los uniformes pliegues. Sus dedos son como pequeños niños que juguetean por su piel dándole besos desde la rodilla hasta el interior de sus muslos. Ana vuelve a mirarse en el espejo, recorre con su mirada todos y cada uno de los recodos de su cuerpo. Cierra los ojos y murmura algo parecido a “bendito Rubens”. Coge uno de los vestidos que piensa probarse para la cena de esa noche. No sin cierta dificultad introduce sus brazos, sintiéndolos tropezar a cada momento. Avanzan con paso lento entre las costuras, teniendo que luchar con la tela por buscar la luz del otro extremo. El día es cálido y su cuerpo comienza a perlarse de gotas de sudor por el esfuerzo y por el exceso de grasa. Son tan sólo veinticuatro años, y ya una buena parte de ellos arrepintiéndose de lo que descuidó y ya tiene mal apaño. Vuelve a quitarse el vestido, y lo culpa de no ajustarse a su cuerpo y convertirla en una top-model. El vestido esboza una leve sonrisa al ser arrojado con desprecio sobre el borde de la bañera. Atrapa el segundo vestido y lo introduce con rabia por su cuello. El vestido se ajusta como queriendo estrangularla. Hace que se formen dos pliegues justo debajo de su garganta, y parece que le falte el aire. Respirando con dificultad lo ajusta a su cintura y gira lentamente la cara hacia el espejo. Sus ojos se nublan durante unos segundos. Vuelve a mirarse y cree estar viendo a otra persona. Pasa sus manos con delicadeza por sus caderas y siente un escalofrío por todo su cuerpo. Cogiéndolo por los volantes lo alza hacia arriba para quitárselo. El borde del cuello se aferra a su nariz, después se pega en sus orejas haciéndolas subir y enrojecer. Finalmente va a ocupar su lugar junto al otro vestido. Su marido cruza hacia el comedor por delante de la puerta del cuarto de baño y le lanza una fugaz mirada. Ana apenas presiente la sombra de él alejándose por el pasillo. Escucha los últimos pasos justo antes de que se tumbe en el sofá. Mirándose al espejo se dice que las cosas están bien, que cada cual es para cada quien; pero el espejo parece decirle cosas muy diferentes. El espejo, sin ninguna diplomacia, le devuelve sus dos piernas juntas formando casi una, y unos senos extremadamente grandes. Por un momento se olvida de todo esto y recuerda que la comida está al fuego. Se enfunda una de sus eternas mallas y una camiseta amplia y sale hacia la cocina. Al pasar por el comedor ve a su marido tumbado, como no, delante del televisor. No le echa las culpas a él. No fue él quien cambió los tiempos ni las normas que ahora juegan con sus vestidos. Ni fue él quien la hizo beber de las fuentes de la vanidad sin darle el molde de sus deseos. Y sin embargo Ana sabe que todavía quedan unos cuantos vestidos colgados en el cuarto de baño, esperando el desengaño de las curvas de su cuerpo.

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Sueño

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