"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 11 de marzo de 2011

El secreto de las líneas

Fue una mañana de mayo del año 1976 cuando fue a dar a sus manos aquel antiguo pergamino. Estaba sentado en su despacho de la Universidad de Valencia y abrió aquel sobre enviado por su amigo Arthur Sloney de la Universidad de Arkansas. En la carta le decía: “como te prometí te envío fotocopia del manuscrito que encontramos en las últimas excavaciones. Nos ha sido totalmente imposible descifrarlo. Solamente puedo decirte, aunque muchos de mis colegas lo ponen en duda, que es lo primero que escribió ser humano alguno. Y lo ponen en duda porque es un texto largo y anterior a cualquiera de las representaciones que se han encontrado en cueva alguna. Sé de tu capacidad, si consigues descifrar, aunque tan sólo sea una palabra, házmelo saber. Un saludo.”
Dejó la carta y tomó la fotocopia del manuscrito. Lo miró y dudó de su antigüedad. Ni escritura cuneiforme, ni representaciones, nada, simplemente una escritura fluida donde se adivinaban palabras y frases, sólo que en un idioma totalmente desconocido. Su nerviosismo iba en aumento. No sabría decir cuando se dio cuenta de que realmente estaba ante lo primero que mano de ser humano alguno había escrito, pero de repente estuvo seguro de que así era. En esos momentos odió con gran intensidad su capacidad para ser maniático, pero como tantas veces le había dado resultado, y pese a su impaciencia, decidió esperar a la noche, en su casa, para dedicarse en cuerpo y alma al estudio de aquel manuscrito.
Terminó de cenar, se preparó un café bien cargado y se dirigió al cuarto que utilizaba como despacho. Cómodamente sentado, y con el primer sorbo de café, contemplo largamente el pergamino que tenía ante él. No, se dijo al rato, no es ninguna de las lenguas que he visto anteriormente. Si sólo fuese una palabra podría dudar, pero es un texto completo, con la suficiente información como para distinguir sin dudas en el caso de que fuese un alfabeto conocido. Aun así tomó el volumen dos de la obra de Hoffman Keer, el que, dentro de su basta obra dedicada al estudio de la humanidad, llevaba por título “La comunicación desde los orígenes hasta hoy”. Repasó todas y cada una de las formas de escritura que se conocían desde los inicios, y que Hoffman recogía en su libro. Nada, ni una sola de aquellas, desde la más simple a la más complicada, se acercaba a aquel texto.
Rendido por el cansancio se durmió sobre el escritorio.
Al despertar, a la mañana siguiente, tenía una extraña sensación. De normal soñaba, y mucho, y casi siempre sueños relacionados con su trabajo: batallas medievales, pirámides egipcias, migraciones africanas; pero aquella noche, no sabría decir por qué, sólo una frase que duró todo un sueño, o que se repitió cientos, miles de veces, durante el sueño. Era incapaz de recordarla.
Fue a la cocina, preparó el desayuno y, mientras se hacía el café, se aseó, ya que presentaba un lamentable aspecto. Después de desayunar fue a recoger el pergamino y allí estaba. Escrita al final: “amanece, es la primera amanecida, y yo el primero”. Nada más, sólo esa frase, la misma que ahora recordó había ocupado todo su sueño. La preocupación tomó asiento y decidió llamar a la universidad disculpándose por estar enfermo.
Cuatro días con sus noches trabajó en aquel extraño manuscrito. Hizo cientos de intentos diferentes. Cambió símbolos por letras, letras por todos y cada uno de los alfabetos conocidos. En su desesperación incluso intentó convertir cada símbolo o cada letra, pues todavía no sabía que eran, por una nota musical. Nada, ni uno sólo de los intentos dio resultado.
Totalmente derrotado dejó el pergamino sobre la mesa, se dejó caer en el sillón y se quedó mirándolo.
Pasó mucho tiempo allí, sentado, en aquella postura, mirando fijamente el pergamino y leyendo la frase que había anotado una y otra vez “amanece, es la primera amanecida, y yo el primero”; pero en ese tiempo sonó al menos tres veces el teléfono, y la noche llegó.
De pronto se dio cuenta y comprendió. No podía ser, no. Miró una y otra vez aquel texto, era imposible. Pero acabó por comprender, y durmió.
A la mañana siguiente escribió a su amigo Arthur una carta en la que, entre otras cosas, le decía “imagino que ya sabías lo que iba a pasar. Pasó, desde que me enviaste el pergamino, hace ya más de diez días, no he hecho otra cosa que trabajar en él. No sé si lo que te envío servirá de mucho, pero lo único que he conseguido es una frase que nació en un sueño y que verás escrita en la hoja y algo que seguramente no podrías sospechar. Es indescifrable, y no porque pertenezca a una lengua que no conocemos, sino porque no es un alfabeto cerrado, cada frase, cada palabra, cada letra, es como si perteneciesen a un alfabeto diferente, como si estuviese escrito en mil lenguas, todas y cada una de ellas desconocidas. Siento no poder ayudarte más, tal vez a la frase del sueño tú seas capaz de encontrarle algún sentido. Un saludo.”
Había pasado un mes desde esta carta, tiempo más que suficiente para haber dejado de pensar en el pergamino, cuando al entrar en su despacho de la Universidad y consultar el correo, vio un sobre de su amigo Arthur.
Volvió a él de golpe todo el dolor y el sufrimiento de los días en que analizó el pergamino y estuvo a punto de no abrirla; pero recordó que hasta ese suceso las cartas de Arthur siempre le habían reportado muy buenos momentos de investigación y algún que otro reconocimiento internacional por sus hallazgos y finalmente la abrió.
“Mi entrañable Alberto, no sabes lo feliz que me hace que hayas sido incapaz de traducir el documento. No te extrañe que te diga esto, sigue leyendo y lo entenderás. Cuando leí la frase que te había nacido en el sueño me quedé helado, tardé más de una hora en reaccionar. Tanto y tan fuerte fue el miedo que se apoderó de mí que guardé el manuscrito en la caja fuerte y junto a él tu carta. Durante varios días me dediqué, temeroso, a poner en orden cuanto tenía por acabar. Esperé que se produjese el fin. ¿Qué fin?, te preguntarás. El fin del mundo. Sólo pasados unos cinco días comprendí que debía de haber seguido leyendo tu carta, y volví a casa, abrí la caja fuerte y retome su lectura. Al saber que esa era la única frase que tenías y darme cuenta de que podía ser válida o no, me tranquilice y continué con la lectura. Estoy totalmente de acuerdo contigo en que debe de estar escrito en mil lenguas, o más acertadamente, como tu dices, en un alfabeto donde no se repite nunca ninguna letra, o símbolo, un alfabeto que nace nuevamente a cada letra que se escribe sobre el papel. Ahora te contaré el por qué de ese miedo tan irracional que se apoderó de mi. Las excavaciones donde encontramos el manuscrito eran de lo más corriente. Las comenzamos tan sólo porque el gobierno de aquel país pagaba lo suficientemente bien como para poder costear otras excavaciones que tiene pendiente la universidad desde hace más de dos años. Después de varios hallazgos sin importancia, pero que a los responsables locales alegraron bastante, apareció una pequeña arca. Era tarde, apenas si podíamos alumbrarnos con unos viejos faroles. En esos momentos estábamos allí un estudiante de cuarto curso, un viejo de un poblado cercano que nos ayudaba a limpiar los objetos que encontrábamos y yo. El estudiante me llamó. Era un arca pequeña, construida toscamente y sin ningún adorno. La dejamos sobre una de las mesas y acercamos los dos faroles para alumbrarnos mejor. No costó nada abrirla porque no tenía cerradura ni candado, simplemente una tapa de un material extraño. Al abrirla encontramos el pergamino. Se conservaba en perfecto estado. Yo lo cogí con sumo cuidado, temiendo que se deshiciese en mis manos. Mi sorpresa fue grande al comprobar que estaba en perfecto estado, como si hubiese sido puesto allí la noche de antes. Se acercó en ese momento el viejo y se puso a mi lado. Pude ver una extraña expresión de preocupación en su cara; pero esta se torno lívida cuando desplegué el pergamino y pudo ver lo que en él había escrito. Cuando conseguimos tranquilizarlo entre mi alumno y yo nos dijo lo siguiente: “vuelvan a dejarlo en su sitio. Nunca debería haber sido encontrado, pese a que seguramente de nada servirá. Pero siempre está el riesgo de que él pueda volverlo a leer”. Primero pensamos que estaba loco, o que alguna de esas extrañas leyendas de los pueblos indígenas le había hecho temer algo increíble. Cuando finalmente conseguimos calmarlo y pudimos abrir el pergamino y examinarlo con detenimiento, no puedo explicarte el por qué pero necesité escuchar lo que aquel hombre tenía que decirnos. Volví a dejar el pergamino dentro de la caja y sentándome a su lado hice que mi alumno se sentase a mi lado. Después de un silencio que me pareció eterno le dije que me contase que sabía de aquel pergamino. El viejo, con la voz todavía temblorosa y la mirada perdida, comenzó a hablar como si leyese algo que nosotros no veíamos:
“hace muchos años, o hace tan sólo unos minutos, porque la mente del hombre apenas si distingue del tiempo, en este mismo lugar, hubo un primer ser. No sabría decir si él fue antes que el lugar, simplemente sé que tomo en su mano una hoja y algo con lo que escribir y comenzó a leer en voz alta lo que escribía. Su boca dijo amanece, y amaneció, y así siguió hablando mientras escribía. Ante él apareció el cielo, luego la tierra, más tarde las montañas, y siguió leyendo, y ante él fueron apareciendo todas y cada una de las cosas que ahora conocemos. Estuvo escribiendo durante varios días. En ese tiempo no dejo de leer lo que escribía, ni levantó la vista de la hoja porque sabía perfectamente que su lectura era la vida. También sabía que él era el primero y el único. Terminada su labor se levantó, miró a su alrededor, y comprendió que aquello que su mano y su boca habían parido no sería para siempre, que debía de tener un final. Y entonces decidió que el final sería igual al principio. Que llegaría un día en que un ser, puede que él, volvería a leer aquello, y a cada frase, cada palabra, cada letra que se leyese esta desaparecería, como desaparecería la montaña, y el sol, y la tierra, y volvería la primera y eterna noche. Dobló el pergamino y la metió en el arca de madera más sencilla que encontró. Él se alejo caminando, y hoy todavía camina aunque ya no sabe quién es, sólo recuerda que en algún lugar hay algo escrito que él debe de leer”. Por eso, nos dijo, debe de ser devuelto al lugar donde se ha encontrado, y dejar que repose de nuevo allí durante una eternidad.
Como comprenderás en aquel momento no hicimos mucho caso de la historia, aunque nos dejó un poco inquietos. Por eso al recibir tu carta y ver aquella primera frase escrita, que se acercaba tanto a lo que el viejo nos contó, temí por un momento que tu fueses ese hombre y hubieses leído el pergamino completo. Ahora estoy seguro de que no es así y el pergamino reposa bien guardado en la caja fuerte de la universidad de donde nunca saldrá.
Se me olvidaba comentarte que ya hemos intentado quemarlo, te evito el resultado que creo imaginarás.
Un cordial abrazo. Siempre tuyo Arthur.”
Se recostó en su sillón y así permaneció durante largo rato. Finalmente se levantó y tomó la carta de su amigo. Puede que el pergamino no haya podido ser quemado, pensó, pero lo de esta carta es diferente, y la quemó. Nunca más volvió a tener noticias de Arthur, ni él volvió a escribirle

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sueño

Sueño